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¿Qué es un laico?
Hans Urs von Balthasar
Título original
Wer ist ein Laie?
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Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
José J. AlemanyAño:
2022Tipo:
Artículo
Fuente:
Communio Revista Católica Internacional 7 (Madrid, 1985), 500–505
Como primera respuesta se solía decir: todo bautizado, llamado por Cristo desde la condición profana a su santa Iglesia, muerto y enterrado con Él en el sacramento (Rom 6,4), resucitado con Él a una nueva vida celestial (Ef 2,6). Todos los cristianos que pertenecen al pueblo santo (laos) tendrían el derecho al título honorífico de laico: el Papa, los obispos y sacerdotes, lo mismo que el cristiano que vive en el matrimonio y en una profesión profana. Pero una larga tradición nos prohíbe tal uso de la palabra. Debemos designar a todos los que pertenecen al pueblo santo como creyentes: esta es la categoría básica y absoluta, la cual también afirma que todas las posibles ubicaciones eclesiales en su recíproca referencia solamente tienen sentido por su condición relacional, es decir, existiendo unas para otras y junto con otras. Esto se hace ya patente en la comunión que las reúne en el centro de la Iglesia (en Cristo). Puede haber un «estado sacerdotal», y con todo, todos los cristianos participan del sacerdocio general (¡de Cristo!), lo cual (1 Pe 2,9) no es una frase vacía. Puede haber un «estado religioso», pero todos los cristianos son exhortados expresamente por Pablo a vivir los consejos (1 Cor 7,29-30). Puede haber un «estado matrimonial», pero los casados como los no casados se sitúan en una imitación de María que no consista solamente en un distanciamiento del cuerpo. Y, finalmente, por lo que respecta a los laicos «propiamente dichos» en el mundo, ellos son, como todos los cristianos, «peregrinos y forasteros en este mundo» (1 Pe 3,11) y «tienen su ciudadanía allí arriba» (Flp 3,20); mientras que, una vez más, todos juntos llevan consigo su parte de mundo al sacerdocio y al interior de todos los muros monásticos. Porque de lo contrario, «tendríais que salir del mundo» (1 Cor 6,10). Como laos de Dios estamos todos «en la misma gracia» (1 Cor 6,10) y «en la misma condena» (Lc 23,40). Al hecho de estar mutuamente implicados se añade el que la existencia de cada uno está orientada hacia los demás. Nadie entra en una orden para sí mismo, sino para bien de la Iglesia y del mundo; nadie se hace sacerdote si no es en favor de sus hermanos y hermanas; nadie ejerce una profesión mundana sin preocuparse de la salvación de sus prójimos, pues «todo bautizado es un pastor consagrado» (K. Rahner)1 y toda familia cristiana está esencialmente abierta a la gran familia de la Iglesia.
Si quisiéramos diferenciar esta imagen eclesial de acuerdo con las formas de vida que acabamos de mencionar, ante todo deberíamos tener cuidado de evitar cualquier simplificación tópica. Por ejemplo, dividir a los cristianos en «clérigos» (que en ese caso serían incluso la Iglesia propiamente dicha) y «laicos» (que tendrían que ser considerados primariamente como no clérigos, y con ello no pocas veces como cristianos de segunda clase). Si quisiéramos esquematizar, y con ello necesariamente simplificar, podemos decir que los principales estados forman una cruz:
Inmediatamente se ponen de manifiesto situaciones emparentadas. Entre el estado laico y el estado matrimonial (aunque no todo laico tiene que estar casado); entre el estado sacerdotal y la vida religiosa (porque todo sacerdote promete al menos obediencia y castidad, y los sacerdotes religiosos y sacerdotes miembros de institutos seculares emiten todos los votos); entre vida consagrada y estado laical (puesto que las órdenes tienen también hermanos legos, y los institutos seculares laicales reúnen las peculiaridades de ambos estados). Se podría establecer incluso cierta línea entre estado matrimonial y vida religiosa en el estado de viudez, al cual correspondían en la Iglesia primitiva prescripciones y expectativas muy definidas. (1 Tim 5). Después de lo dicho se podría ver también un vínculo entre el sacerdocio y el matrimonio por el hecho de que ambos están orientados a una fecundidad que concierne a la persona entera, incluyendo su dimensión cristiana, y que ambos contemplan la unión entre Cristo y su Iglesia (Ef 5).
Pero estas afinidades no suponen difuminar las peculiaridades de cada estado. Nuestra tarea consistirá en establecer lo característico del «laico» cristiano. Pero todo estado debe ser consciente de que tiene que permanecer en el vínculo eclesial y en la consiguiente comunicación con los demás, de tal forma que no tiene derecho a reivindicar situación de monopolio alguna.
El «laico», en la medida en que queda delimitado respecto de los otros estados, no lo hace primariamente en razón de su existencia sociológica «en el mundo», sino por su consagración sacramental por el bautismo y la confirmación, que le capacita y le facilita hacer valer la existencia cristiana en los sectores mundanos en los que se encuentra involucrado. Para ello puede haber recibido un carisma propio del Espíritu Santo. Los carismas no tienen por qué ser siempre llamativos o extraordinarios: Pablo cita por ejemplo el dar limosnas, la misericordia, la hospitalidad, entre tales dones (Rom 12,8-20); sino la sencilla aptitud para distinguirse en cuanto a su comportamiento cristiano en el mundo. Todo cristiano tiene una misión (la palabra «apostolado», derivada de apóstol, no debería ser usada a la ligera en este lugar); el «laico» ha recibido de Cristo la misión de manifestar la fe vivida según sus posibilidades dentro de su ámbito mundano (de su «secularidad», que no es profanidad), en el que puede actuar. Esto lo hace en obediencia a Cristo, y por lo demás, según su propia responsabilidad, sin necesitar por ello una «consagración» propia por parte de la Iglesia ni tampoco un «encargo». Desde una determinada concepción de la Iglesia, ocupa él a este respecto un lugar central: la vida religiosa tiene por finalidad orar y sacrificarse en beneficio del éxito de la actuación laical; el ministerio eclesiástico, educarle en su fe adulta y conservarle en ella.2 Por lo que respecta a la profesión, esto es hoy más difícil que en otros tiempos, en razón de la enorme especialización de los saberes, de sus trabazones también con el ámbito político y económico. Pero estas dificultades son invitaciones tanto más urgentes a mantener los puestos. Las exigencias de hacer valer el elemento cristiano por medio de la competencia profesional son más acuciantes que nunca en todas las ramas de la ciencia (piénsese solamente en las cuestiones fronterizas de la biología actual), de la medicina, de la literatura (¿dónde están hoy los poetas cristianos?), del arte (¿deberían tener Picasso y Dalí la última palabra?), del periodismo, de la política, de la economía.
La atracción de muchos jóvenes católicos por una «teología laical», situada en este contexto, y a pesar del nuevo canon 119,2 y 3, puede ser vista a menudo como una huida y traición a la tarea propia y como un clericalismo camuflado e inconsciente. Muchos teólogos laicos podrían ser designados como «clericus occasionatus», en sentido análogo a como en la Edad Media la mujer fue designada como «mas occasionatus». Muchos, digo, y de ninguna forma todos: puesto que un buen maestro «laico», puede, entre otras cosas, dar desde luego la clase de religión. La Iglesia, como concepto, es confundida por algunos con las tareas de la jerarquía eclesiástica, al igual que en los tiempos de la «Acción Católica», felizmente superados en muchos países, las misiones de los «laicos» fueron organizadas y supervisadas por la jerarquía. Al hacerlo así, los obispos y sacerdotes pensaban poder crearse, gracias a los «laicos», un brazo lo más prolongado posible que alcanzara el mundo, todos aquellos lugares a los que ellos mismos ya no tenían acceso. Esto se ha hecho hoy todavía más problemático cuando se ve a teólogos sacerdotes dictando normas en ámbitos en los que verdaderamente solo un «laico» especializado está informado y puede ayudar en situaciones conflictivas, como en la política y en las leyes, tan complicadas, de la economía mundial. «Los “fieles laicos” tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico y han de prestar atención», ¡naturalmente!, «a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables» (CIC 227). Podemos recordar las descripciones de A. von Harnack sobre la «misión y expansión del cristianismo en los tres primeros siglos»:3 qué papel desempeñaron entonces los funcionarios, los soldados y especialmente las mujeres; y esto, como es propio de «laicos», más por la eficacia de la levadura que por intentos directos de conversión, que competen a los misioneros oficiales. «Si los laicos dieran satisfacción por completo a ese campo aparentemente “limitado” de su apostolado, el mundo sería cristiano en medio siglo».4
Mientras el estado «laical» de la Iglesia puede ser considerado de este modo en cierto sentido (y solo en él, puesto que todos los estados forman conjuntamente la Iglesia) como el estado primordial ante el cual el ministerio y la vida religiosa adoptan más bien una actitud de «servicio» –el último Concilio ha apuntado también en esta dirección con su concepto de «pueblo»–, se presentan, por razón del engranaje de relaciones eclesiales, muchos casos límites, frecuentemente difíciles de conceptualizar. De acuerdo con nuestro esquema, solamente son incompatibles las oposiciones puras: el sacerdocio con el laicado comprometido primordialmente en el mundo; el estado matrimonial con la vida religiosa que renuncia al matrimonio. Pero por lo demás son posibles aproximaciones en todos los sentidos, aunque en ellas se plantea continuamente la cuestión de qué factor es el decisivo. Un claro ejemplo de ello lo ofrece el sacerdote obrero, que no se convierte ni quiere convertirse en «laico» por su actividad laboral, puesto que su colaboración con los trabajadores le parece el medio apropiado para ejercer su servicio sacerdotal.
La conexión entre ministerio y vida religiosa puede, a pesar de la afinidad entre ambos que hemos mostrado, denotar una cierta problemática, aunque no especialmente profunda. Donde esta se pone más claramente de manifiesto es al observar que el acento principal puede recaer respectivamente sobre cada una de las esferas que se ponen en conexión. Un religioso que al mismo tiempo es sacerdote –da lo mismo que pertenezca a una orden preferentemente contemplativa o activa– tiene su lugar de radicación en la vida religiosa. Excepcionalmente puede ser párroco, pero por lo general solamente realizará una función auxiliar de colaboración en una parroquia. Por el contrario, un sacerdote diocesano que (como en un instituto secular sacerdotal) sigue expresamente los consejos evangélicos, a lo que todo cristiano no casado tiene sin más derecho, reconocerá su lugar de radicación en la diócesis.
Un problema más profundo surge en la conexión entre «laicado» y vida religiosa. En primer lugar, el estado «laical» se separa aquí necesariamente del estado matrimonial, puesto que la vida de consejos exige castidad. Pero también los otros dos consejos evangélicos parecen exigir limitaciones del estado «laical», a saber: cuando la «pobreza» es entendida como carencia de propiedad en sentido estricto y cuando la «obediencia» se extiende también, a su modo, a la profesión profana para mantener el sentido de la vida religiosa en su totalidad. Para el hermano lego de una orden religiosa contemplativa o activa, la citada tensión no se hace sentir, puesto que su lugar de radicación indudablemente es la orden. Por el contrario, para los institutos seculares de hombres y mujeres que trabajan en el mundo existen zonas de conflicto ineludibles, que con todo no dicen nada contra la fecundidad cristiana de tal forma de vida.
Desde un punto de vista canónico, la cuestión está claramente regulada. «Por su consagración, un miembro de un instituto secular no modifica su propia condición canónica clerical o laical en el pueblo de Dios, a pesar de las prescripciones del derecho relativas a los institutos de vida consagrada» (canon 711). Los miembros de tales institutos, que trabajan en medio de otros laicos cristianos y no cristianos en el mundo, han logrado realizar esta determinación jurídica. Con todo, el concepto de «laico» recibe aquí una cierta modificación, una oscilación que en la práctica se muestra con gran claridad cuando se plantea la cuestión de si los miembros de tales institutos tienen su lugar más en el estado «laical» o en la vida religiosa. En el primer caso, se impondrá la tendencia a «espiritualizar» lo más posible los consejos (por ejemplo, obediencia no tanto ante un superior cuanto directamente a Dios y a la «situación»; toma de decisiones democrática; pobreza más como «actitud» que como algo determinado por reglas). En el segundo caso, la comunidad se regirá más estrictamente de acuerdo con los criterios de la vida consagrada en toda su pureza. En ambos casos, pero con diferente importancia, puede plantearse la pregunta de si en la designación «laico» no se debería diferenciar el punto de vista sociológico y el teológico. «Laicos» son los miembros de tales institutos seguramente en el primer sentido. Pero hasta qué punto desean serlo en el segundo, dependerá de su comprensión interna del instituto y de las líneas directrices que se deduzcan de ella.
Por último, si se desea establecer una afinidad entre el estado sacerdotal y el «laical (y) matrimonial», cabe recordar los carismas que conciernen a ambos, e incluso la posibilidad de considerar al ministerio como una forma de carisma (2 Tim 1,6), aunque ambos no pueden ser situados en modo alguno al mismo nivel. El ministerio consiste en ser «sacado» de la secularidad, en la que los carismas son posibles. Esa «extracción» es el fundamento más profundo de por qué el sacerdocio no puede ser puesto en conexión con el estado secular de matrimonio.
Para terminar, debemos intentar aclarar algo sobre los 31 párrafos que el nuevo Código dedica a las «asociaciones de fieles». Entre las finalidades de tales asociaciones son enumeradas: 1. fomentar una vida más perfecta; 2. promover el culto público o la doctrina cristiana; 3. realizar otras actividades de apostolado, como por ejemplo: a) iniciativas para la evangelización; b) el ejercicio de obras de piedad o de caridad; c) la animación con espíritu cristiano del orden temporal (298). Además, se advierte a los fieles que «se inscriban preferentemente en aquellas asociaciones que hayan sido erigidas, alabadas o recomendadas por la autoridad eclesiástica competente». Las asociaciones se dividen en públicas y privadas, según hayan sido erigidas por la autoridad eclesiástica (301,3) o por los mismos fieles (299,1-2). Las asociaciones privadas son reconocidas por la «Iglesia» solamente cuándo sus estatutos hayan sido examinados por la autoridad competente (299,3). Cuando a pesar de su «autonomía» (321) «estén sometidas a la vigilancia de la autoridad eclesiástica» (323), pueden elegir un consejero espiritual, «pero este necesita la aprobación del ordinario del lugar» (324,2). La asociación puede ser suprimida también «por la autoridad competente si su actividad supone un daño para la doctrina o la disciplina eclesiástica o causa escándalo a los fieles» (326,1).
Si consideramos las finalidades de tales asociaciones enumeradas en el 298, aparecen algunas específicamente laicales (una vida más perfecta, la animación del orden mundano por el espíritu cristiano) y otras más específicamente clericales (el culto, la promoción de la doctrina, la evangelización). Al hablar de «obras de caridad y de piedad» pueden referirse a ambos estados. Cuando se trata de iniciativas específicamente «laicales», por ejemplo una asociación de médicos católicos, juristas, periodistas, etc., las podemos excluir de antemano de las asociaciones «públicas», es decir, de las erigidas por la autoridad eclesiástica (incluso aunque no se encuentren bajo dirección eclesiástica, 317,1 y 3). Ellas serían prácticamente órganos colaboradores del clero, del cual reciben «una misión para los fines que se proponen alcanzar en nombre de la “Iglesia”» (313). K. Rahner no vacilaría en contar a los miembros de tales asociaciones entre los miembros del «clero» (no consagrado) en un sentido amplio.5 Algo distinto es, por supuesto, cuando los laicos son invitados ocasionalmente por el clero como asesores (por ejemplo por un sínodo episcopal) a causa de su competencia. Pero es digno de consideración que en las determinaciones finales (327) se invita a los fieles a tener en gran estima «sobre todo a aquellas asociaciones que tratan de informar de espíritu cristiano el orden temporal», es decir, aquellas de las cuales constatamos que reflejan con mayor claridad la misión «laical». Pero hoy, como contrapartida de la apropiación de los laicos por el clero, tendremos que prestar atención también al fenómeno inverso: la apropiación de clérigos por «comunidades de base», presuntamente autónomas, que bajo la dirección de laicos incorporan a clérigos solo para servicios auxiliares ocasionales.
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