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Teología y santidad
La teología, considerada desde el punto de vista del Evangelio, no puede ser otra cosa que una forma de testimonio del cristiano enviado acerca del Señor que le envía, Cristo; así como Este no es ni desea ser otra cosa que «el testigo fiel» (Ap 1,5) de quien le envió. Pero para tal tarea testimonial se precisa, tanto en el caso de Cristo como en el caso de los cristianos, de una santificación orientada hacia la misión de la proclamación de la verdad.
En este artículo vamos a considerar:
- La santificación del Hijo de Dios para su «interpretación» (exégesis, Jn 1,18) del Padre, esto es, para el discurso originario de Dios sobre Dios (theo-logia).
- La santificación de los discípulos de Jesús para ser testigos de su interpretación de Dios.
- Qué forma interior debe tener la teología cristiana para prolongar ese testimonio.
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Jesús se comprende como el único intérprete auténtico de Dios, a quien Él llama su Padre: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, Dios, el que está en el seno del Padre, él es el que lo dio a conocer» (Jn 1,18). Solo Él es la puerta; quien no entra por ella a Dios, roba y se apropia de algo que no le pertenece (Jn 10,8). Esta pretensión se fundamenta en el hecho de que ya desde los orígenes, antes de la fundación del mundo, era Él la Palabra, la automanifestación y autopresentación del Padre (Jn 1,1-2), y con ello la posibilidad de aquel mundo por crear, que no es Dios, pero que subsiste por y para la Palabra de Dios: «Todo tiene en él su fundamento» (Col 1,17). El mundo en todas sus formas y dimensiones es una referencia a esta automanifestación de Dios, es como una señal en el camino, que indica a quienes utilizan su razón la verdadera dirección hacia Dios (Rm 1,20). Pero puesto que esos dotados de razón no percibieron tal indicación, sino que prefirieron seguir sus propios conocimientos superiores y se extraviaron, envió Dios al mundo a su Hijo e intérprete en forma de hombre, para traducir para ellos en un lenguaje humanamente comprensible la eterna autointerpretación de Dios. Este Hijo, desde siempre Palabra de Dios («theos legōn» y «legomenos»), es, bajo «forma de siervo» (Flp 2,7), el único capaz de proporcionar una adecuada, y con ello normativa, interpretación de Dios. Precisamente por ello se llama a sí mismo «la Verdad» (Jn 14,6). Su secreto, que explica continuamente en Juan, consiste en que Él en cuanto hombre no es sino la Palabra, la voz del Padre: «Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha enviado» (Jn 7,16).
Para que se realice esa trasposición de la automanifestación divina a su forma mundana, son precisas dos cosas, íntimamente unidas. En primer lugar la traslación a la correspondiente postura humana (y con ello creatural) de la disponibilidad eterna del Hijo divino a no ser sino la perfecta automanifestación del Padre; a vaciarse de tal manera que el yo humano de Jesús sea pura disponibilidad, pura obediencia (Flp 2,6-8) para la comunicación y presentación del ser y voluntad paternos. Y esto en la totalidad de su ser humano, que, mucho más que mero hablar y enseñar, es un «ser para la muerte» en gozo y sufrimiento, trabajo y cansancio, actuaciones y hastío, velar y dormir; en último término disponibilidad para una muerte violenta, y de acuerdo con el poder del Padre también para su resurrección de la muerte. Todo esto, lo mismo que las palabras (y también la actividad milagrosa) de Jesús es expresión de Dios. La palabra más elocuente que el Padre pronunció en Jesús fue, según Nicolás de Cusa, su enmudecimiento en la muerte. Pero para que una existencia humana pudiera ser adecuada autointerpretación de Dios, tuvo que serle conferido el Espíritu de Dios; este Espíritu fue el que cuidó de la encarnación del Hijo dispuesto a todo (Lc 1,35), el que en el bautismo lo fortaleció para la misión y dirigió toda su actividad hasta el sufrimiento, de tal manera que Él poseía al Espíritu «sin medida» (Jn 3,34), el cual al mismo tiempo le hacía presente la voluntad del «Padre santo» (Jn 17,11). Y en ello se hace ya visible lo segundo: Jesús está «santificado» para su misión en el mundo, revestido del Espíritu Santo a causa de su obediencia filial; el cual, como Espíritu eterno del Padre como del Hijo, sale fiador de la trasposición de la «palabra» divina a la humana.
La santificación de Jesús acontece por ello con vistas a su misión. «De aquel a quien el Padre consagró y envió al mundo –pregunta Jesús a los judíos–, ¿cómo decís vosotros: “Tú blasfemas”, porque dije: “Hijo de Dios soy”?» (Jn 10,36). Para tal «santificación» hubo etapas previas en el Antiguo Testamento en el caso de las misiones proféticas, inicialmente en el sentido de una consagración: «Antes de que salieras del vientre de tu madre te he consagrado» (los Setenta traducen «santificado»), te he elegido para profeta de los pueblos (Jr 1,5, recogido en Si 49,7). Consagración en un sentido veterotestamentario es ante todo separación para Dios y para sus fines, sobre todo para un sacrificio que se ha de ofrecer a Dios. Y Jesús asume ahora este significado y lo eleva por encima de su comprensión veterotestamentaria en su gran oración al Padre. Él ruega ante todo por los discípulos: «Conságralos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los voy a enviar al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,17-19). Si el Hijo ya santificado ruega aquí por la santificación de sus discípulos, ello sucede, lo mismo que en su caso, en el contexto de la misión, para dar testimonio de la verdad; y para que esto se alcance, habla de su propia santificación, que ahora actualiza, y que en este contexto no puede significar otra cosa que su entrega a la muerte, su autoinmolación efectuada por ellos (hyper). Si en la Antigua Alianza el término «consagración-santificación» es usado tanto para los animales que se han de inmolar en el sacrificio como para los sacerdotes consagrados para el servicio divino, aquí Cristo, el que se santifica a sí mismo, es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Él confirma con ello expresamente lo que ya desde siempre estaba presente en su misión como «testigo fiel»: el «cordero sin defecto ni tara reconocido desde antes de la creación del mundo», que por «su sangre preciosa» (1 P 1,19s.) redime al mundo, pero ahora «santifica» especialmente a sus discípulos como testigos enviados. Y esto «en la verdad», esto es, en la relación de revelación entre Padre e Hijo, el único ámbito dentro del cual puede darse un testimonio verdadero, y con ello una verdadera teología 1.
Un aspecto hay que poner aquí todavía de relieve: la libertad que resplandece en todo el acontecimiento de la revelación. Ella domina soberanamente en Dios, que ni en su esencia ni como Trinidad está sometido a cualquier necesidad que le pudiera dominar, aunque su libertad no tiene nada que ver con arbitrariedad. Libre es la encarnación del Hijo (Anselmo de Canterbury acentúa siempre que el Hijo se hace hombre, es obediente y va a la cruz sponte, desde la libertad propia).
«Yo tengo el poder de entregar mi vida», incluso cuando esto es un cumplimiento del «encargo» del Padre, «y yo la entrego libremente» (Jn 10,18). Así posee también la libertad de escoger los caminos y palabras que le parezcan más apropiados para la interpretación de Dios. «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3,17): esto es válido en primera línea respecto del mismo Cristo. Que en Él la libertad pueda coincidir con la obediencia, es la paradoja que radica en su naturaleza divina: en Dios, ninguna persona «ordena» a otra; pero corresponde al Hijo ser Él mismo por el hecho de mantenerse disponible para todo deseo del Padre, mientras que corresponde a la esencia del Padre dejar en manos del Hijo cómo quiere ejecutar las decisiones unitrinitarias de Dios, y al Espíritu el ser la libre unidad de la libertad del Padre y del Hijo. Por lo tanto, cuando Cristo presenta exhaustivamente con su vida, muerte y resurrección el amor del Padre al mundo (Jn 3,16), no cumple ninguna ley o postulado «científico», sino que en su discurso como Dios y sobre Dios se convierte en arquetipo personal de todo lo que puede conferir rectitud (rectitudo) al discurso de sus testigos.
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«Santificación para la misión» es lo que Cristo ruega explícitamente para sus discípulos y sobre lo que Él dispone soberanamente después de Pascua, cuando una vez más coinciden misión como otorgamiento de poderes y entrega del Espíritu Santo (Jn 20,21-23). El Espíritu donado a la Iglesia es al mismo tiempo Espíritu de santificación y Espíritu de misión; todo el que piense pertenecer a la Iglesia de Cristo debe ser a su modo al mismo tiempo santo y testigo; todas las cartas paulinas y canónicas lo confirman, y, quizá con la mayor claridad, el Apocalipsis. A este respecto queda claro que si los cristianos son llamados «santos», lo son en primer lugar por Dios y sus sacramentos, pero inmediatamente después por su correspondiente forma de vida; y que si todos son llamados «testigos», existen muchas formas existenciales de testimonio, por ejemplo también un «caminar sin palabras» (1 P 3,1), que puede ser más eficaz que todas las palabras; «pero si alguno predica, hágalo como quien profiere palabras de Dios» (1 P 4,11), esto es, de acuerdo con la Palabra de Dios dada por Cristo, de quien es «servidor» (Hch 6,4).
La especificación de uno de los carismas o formas de testificación en «discurso», enseñanza, interpretación de la palabra y voluntad de Dios (en la «profecía») no es por ello algo que uno se escoge para sí mismo, sino algo que le es conferido: por el Espíritu, «que reparte a cada uno como quiere» (1 Co 12,11). «¿Es que todos son maestros?» (¿y con ello teólogos?) (ibid., 12,29). Pero si alguien lo es, se le confiere constantemente para su propio testimonio la totalidad indivisible del testimonio de Cristo acerca de Dios: «Enseñadles a observar todo cuanto os he mandado» (Mt 28,20). Se excluye con ello por completo una testificación, predicación, catequesis, que seleccione según criterios propios una parte de la verdad total, quizá bajo la excusa de que los oyentes no están en situación de recibir más, de que «no les llega» o de que no es «actual». Tales testigos se engañarían; pues cada elemento esencial de la verdad cristiana pertenece necesariamente a su integridad; si se excluyen partes esenciales, el conjunto se convierte con seguridad en opaco e increíble, y semejante testigo se hace necesariamente «sal insípida», ya «no sirve para nada», con todo derecho será pisoteado por la gente (Mt 5,13). Un testigo que ejerce crítica sobre lo que debe testimoniar deja, por su misma contradicción, de ser testigo.
La fuerza de un testimonio cristiano no consiste en el «arte de persuadir» según la «sabiduría humana» (1 Co 2,4s.); sino que puede ser presentado «en la convicción de la debilidad, con temor y temblor» (ibid., 3) y ser «ignorante de toda retórica» (2 Co 11,6). El testigo puede ser juzgado «flojo» (2 Co 13,4), y lo único que muestra con ello es que participa de la debilidad del crucificado; puede aparecer como «reprobado» (ibid., 5ss.), lo mismo que Cristo fue rechazado como reprobado; pero precisamente en esa debilidad se impondrá el poder superior del Resucitado. Solamente a través del rechazo e incluso de la persecución pueden los testigos de Cristo esperar que Dios alcance por su medio un éxito para su Reino. Cristo les ha predicho todo esto con el mayor detalle, lo que les sitúa en su seguimiento como testigos, «para que cuando llegue la hora os acordéis de que yo os lo había anunciado» (Jn 16,4).
Lo mismo que Cristo evitó como testigo del Padre todo lo que tuviera apariencia de violencia o también de propaganda o campaña publicitaria, también el testimonio de los santos, de los santificados para la testificación, tendría que renunciar a todos estos medios humanos. Todo lo que en la historia de la Iglesia se sirvió de tales medios debe ser lamentado y objeto de arrepentimiento. No existe para el cristiano ninguna otra publicidad fuera de la máxima prestación del testimonio; y cuanto más pura sea esta, tanta mayor eficacia desarrollará, por la gracia de Dios, y no por la fuerza natural del convencimiento.
No es difícil deducir todo esto de la historia del cristianismo y de su teología. Ante todo, como fundamento, una vez más la verdad válida para todo testigo cristiano: si lo que él testimonia es al único e incomparable Testigo de Dios, su Padre, cuyo testimonio central fue prestado en su entrega total, en su muerte en la cruz, entonces esto no puede ser testificado por un cristiano sino con su disponibilidad para la entrega total, incluyendo por lo tanto el caso serio, en el que el testimonio (martyrion) se presta por medio de la entrega de la vida, es decir, por el martirio. El testigo cristiano no ofrece su vida por una idea, un programa, etc., sino por el testigo por antonomasia, que ha testimoniado que «Dios es amor», cosa que no hubiese sido posible testificar de otra manera2. Cuando un tal testigo de Cristo ha recibido el carisma de «doctor» o el de la «profecía» (esto es, de la manifestación de lo que el Dios de Cristo quiere decir aquí y ahora), su discurso sobre Dios (theo-logia) portará en sí necesaria y analíticamente la forma interior de la consagración de su vida para la entrega total, para ser creíble ante el mundo y, si Dios quiere, conservar su credibilidad a través de los tiempos. Y la desmesura de la entrega de su vida como testigo será quizá más fructuosa que ciertas limitaciones de sus formulaciones o algunas deficiencias que se le perdonarán sin problemas en atención al conjunto de su testificación. Mencionemos a este respecto algunos ejemplos: Orígenes, Agustín, Pascal, Kierkegaard, Bernanos. Fuera de Orígenes, ninguno de ellos fue torturado, y con todo, cualquiera que se acerca a ellos advierte que todos han testimoniado y teologizado con la sangre de su corazón, y que un martirio sangriento hubiera sido en el fondo una forma casi obvia de culminar el testimonio de sus vidas. Máximo el Confesor prueba esto de la manera más exacta. Y si añadimos a los mencionados otros nombres de testigos, cuya teo-logía realmente ha fecundado la vida de la Iglesia –por ejemplo Ireneo, Atanasio, Anselmo, Bernardo, Francisco, Buenaventura, Tomás, Ignacio (cuyos «Ejercicios» contienen una gran cantidad de tesoros teológicos inexplorados) o Newman–, se hace patente con la mayor claridad que la única «Teología» que merece ese nombre es la que reúne santidad y testimonio en la vida de la Iglesia. Es indudable que en estas personalidades (se podrían citar otras muchas) el Espíritu Santo se sirve de una cierta genialidad natural que falta a espíritus más pequeños, aunque estos se comprometan con igual seriedad por lo testimoniado; pero sería erróneo hacer depender su irradiación eclesial de esta genialidad natural, en lugar de ponerla en su santidad (canonizada o no canonizada).
3
Es muy posible que lo dicho hasta ahora aparezca como verdaderamente ingenuo, teniendo en cuenta la multiplicidad y el complicado entrelazamiento de la teología concreta. Dejemos de momento a un lado toda la corona de ciencias que rodean los umbrales de la teología: historia profana, arqueología, historia de la cultura y de las costumbres, filología (tanto la bíblica como la de otros documentos relacionados con ella), ciencias del lenguaje y de la comunicación, etc., y apuntemos al problema central: ¿podemos apropiarnos sencillamente del testimonio apostólico (de la primera comunidad) sobre el testimonio de Jesús sin crítica y por consiguiente sin distanciamiento ni epochē alguna? ¿No es absolutamente irrenunciable una hermenéutica de los documentos transmitidos, el establecimiento previo de una ciencia exegética? ¿No sucumbimos, al prescindir, de esta crítica, a lo que cualquiera medianamente formado en teología designaría, no sin cierto desprecio, como «fundamentalismo»?
Sería preciso un libro para responder satisfactoriamente a esta cuestión; contentémonos aquí con algunas observaciones básicas.
1. Cuando una ciencia que se designa como teología deja de estar situada en la tradición del testimonio apostólico, y con ello en la misión de Jesús y de la santidad que la sustenta, deja de ser relevante para la fe de la Iglesia. El que el carisma de «maestro» o «profeta» se adorne con el epíteto de «ciencia» o no (tal designación la recibió solo tardíamente y no sin poner profundamente en peligro su naturaleza), es indiferente para la vida de la Iglesia creyente. Si Heidegger negó (con plena justificación) a la filosofía el título de «ciencia» (lo que hoy se entiende generalmente bajo este nombre), se le podría negar hoy con tanto o mayor derecho a la llamada teología. La carta de Pedro (1 P 3,15) exige que el testigo pueda dar «en cualquier tiempo cuentas» de su testimonio, y consiguientemente de su fe. Por ello Tomás llama a la teología «argumentativa» (esto es, probativa), pero añade que una disputa con un adversario sólo tendría sentido «si este acepta algo de lo que está firme por revelación divina…, pero si no cree nada de lo divinamente revelado, no queda otro camino que probar los artículos de la fe por razones, y especialmente refutar aquellas razones que el adversario aporta contra la fe». Por supuesto, prosigue Tomás, «la doctrina sagrada utiliza también la razón humana, no para probar la fe…, sino para aclarar algunas de las cosas que son transmitidas en esa doctrina». Pero «esa doctrina no argumenta para probar sus principios, esto es, los artículos de la fe» (STh I, 1, 8). Esto último sigue teniendo un carácter absolutamente fundamental. Tomás designa como «artículos de la fe» las declaraciones del Credo, que en la Iglesia primitiva eran el núcleo formulado de lo que había que creer (regula fidei), el contenido incuestionable de la fe y el testimonio cristianos. Esos «artículos» no reciben su evidencia «de la luz natural de la razón humana, sino de la luz de la sabiduría divina, que no se puede equivocar» (ibid., a 5) y que desde el testimonio de Cristo pasa inmediatamente al testimonio de la Iglesia.
2. El testimonio de la vida de Jesús es, en cuanto interpretación de Dios, de una riqueza tan inagotable que Él mismo deja implícitamente en manos del Espíritu Santo el explicar esa plenitud a partir de Pentecostés en la predicación, la enseñanza y los escritos de los apóstoles y evangelistas, que, de acuerdo con la palabra de Jesús, constituyen el comienzo normativo de una inabarcable interpretación, perpetuamente viva, por parte del Espíritu Santo, de los hechos originarios. «Él recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que el Padre tiene es mío» (Jn 16,13s.). De este comienzo normativo, que despliega ya orgánicamente la plenitud de la revelación (aunque humanamente no sea abarcable: hay cuatro evangelios) no puede ser borrado nada, sin que el testimonio originario quede abandonado, o en todo caso empobrecido. Las herejías han seleccionado algo, o se han detenido en un punto de la interpretación viva; aquí se puede y debe «argumentar».
3. Cuando Cristo entrega a la Iglesia su ministerio testificador, se entrega necesariamente a Sí mismo, esto es, mucho más de lo que los hombres pueden abarcar en un seguimiento personal. Por ello la Iglesia es un ámbito de santidad cristológica que objetivamente (especialmente en los sacramentos, en la infalibilidad de su dirección) supera a toda la suma de la santidad subjetiva de los testigos de la fe. Por lo tanto, cuanto más un testigo o teólogo subjetivamente santificado se alimente de la santidad objetiva (cristológica y en definitiva trinitaria) depositada en la Iglesia –Orígenes hablaba aquí de una «anima ecclesiastica»–, tanto mejor y más fructífero será su testimonio teológico. Dentro de los intentos de comprender siempre mejor la regula fidei (pero siempre sobre el fundamento de la fe) queda mucho espacio para la discusión y crítica de las opiniones e hipótesis teológicas. Pero hay que estar alerta para no establecer una hierarchia veritatum dentro de los artículos fundamentales; ante ella hay que preguntar siempre: ¿qué verdades de fe colocas en el escalón inferior, consideras prácticamente como prescindibles? Entonces se descubrirá de repente que quien extrae una piedra del muro contempla el derrumbamiento del conjunto: Ejemplo: «conceptus de Spiritu Sancto» podría parecer superfino, pero quien declare a Jesús hijo de José aterrizará con seguridad en el adopcionismo y con ello sacrificará tanto el dogma básico de la Trinidad (inmanente y económica) como el de la soteriología (el «pro nobis» del credo). ¿Y qué es lo que queda entonces todavía del testimonio apostólico?
4. La realidad testimoniada en Cristo y en la Iglesia es histórica; si no lo fuera, no alcanzaría al hombre que vive y muere en la historia. Sería (Ireneo vio esto ya contra los gnósticos) más insignificante que él: una mera idea. Pero la revelación de Dios que se muestra y actúa en Cristo es, con palabras de Anselmo, «id quo maius cogitari nequit»: la grandeza que supera todo pensamiento. Y precisamente, debido a que ha logrado hacer presente lo más alto y santo sobre el suelo del flujo de la historia; sólo en la entrega del Hijo hasta la cruz (hasta el cargar sobre sí el pecado, 2 Co 5,20) aporta Dios la prueba de que Él es tres veces santo, porque no sólo ama, sino que es el amor sustancial. Ninguna cosmovisión o religión puede hacer la competencia a esto, y porque Cristo es el amor humillado hecho hombre y existe una «vida en Cristo», ningún despegue hacia la santidad puede alcanzar la humildad de la auténtica santidad cristiana.
- Ignace de la Potterie, Consécration ou sanctification du chrétien, en: Le sacré (ed. E. Castelli), París, 1974, pp. 333-349.↩
- Véase a este propósito la reflexión breve pero central del obispo Klaus Hemmerle: Wahrheit und Zeugnis, en: Theologie als Wissenschaft, Quaestiones Disputatae 45 (Friburgo, 1970), pp. 54-72. Del mismo: Theologie als Nachfolge (sobre Buenaventura), Friburgo, 1975.↩
Hans Urs von Balthasar
Título original
Theologie und Heiligkeit
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Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
José J. AlemanyAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Communio Revista Católica Internacional 9 (Madrid, 1987), 486–493 (tr. revisada para esta edición digital)
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