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Creación y Trinidad
I
Las afirmaciones del Nuevo Testamento, de que Cristo es «el primogénito de toda la creación», de que «todo fue creado por él y para él», y de que «todo tiene en él su consistencia» (Col 1,15-17), de que Dios «le constituyó heredero de todo», «por quien también hizo los mundos» (Hb 1,2), de que «todo fue hecho por la Palabra» (que estaba junto a Dios), y «sin la Palabra no fue hecho nada de lo que existe» (Jn 1,1-3), solamente se pueden justificar desde la fe en Jesús de Nazaret como Hijo eterno de Dios. Y esa fe manifiesta que el Espíritu Santo, distinto tanto de Aquel a quien Jesús llama su Padre creador, como del mismo Jesús, pero enviado por ambos, ejerce señorío sobre el mundo creado por el Padre en el Hijo, llevándolo a su perfección.
A esta vinculación de la forma trinitaria del Dios uno con la encarnación, se debe que la idea de una fundamentación trinitaria de la existencia, forma y sentido de la creación, no encuentre analogía alguna en la historia del mundo. Ni se le pueden comparar las analogías procedentes de la historia de las religiones («Trimurti» como tres aspectos del ser y actuar divinos), ni puede tener auténticos precedentes (aunque al comienzo del Génesis se hable del Dios creador, de su Palabra creadora y de su Espíritu que reposa sobre las aguas del caos (Gn 1,1-3); aunque al final del Antiguo Testamento se diferencie en el libro de la Sabiduría (1,5; 7,22; etc.) al Dios creador de «su compañera la sabiduría» (o la palabra, cf. Sb 9,1) y del Espíritu Santo: en todos los casos se trata solo de aspectos del único creador), ni se puede asumir por tanto un esquema trino como punto de partida de toda filosofía, cuyo despliegue gradual a lo largo de la historia se pudiera comprobar, y que encontraría en la figura de Jesús su última fundamentación que justificara definitivamente todo lo precedente (Hegel). Para aplicar este último sistema habría que contraponer antitéticamente, pero dándole el mismo valor, a la tesis de un monoteísmo abstracto de los judíos, el politeísmo abstracto y estético (ya que no permite ninguna encarnación definitiva) de los griegos; de donde surgiría la síntesis concreta cristiana en la que se situarían tanto la verdadera encarnación de Dios como su constitución trinitaria, confirmándose ambas recíprocamente. Desde tal punto de vista, la forma definitiva y la culminación del sentido del mundo serían el resultado de una intención desplegada (dialécticamente) desde sus orígenes: el proceso evolutivo del mundo se orientaría hacia Cristo (como síntesis definitiva de Dios y mundo), o dicho de otra manera, el proceso «naturaleza» coincidiría con el suceso «gracia».
Pues bien, teniendo en cuenta este proceso del mundo (y de Dios) que funde en una sola dimensión filosofía y teología, es preciso volver a las citas de la Escritura referidas al principio. En una primera aproximación parece que en ellas se ofrece un considerable apoyo a favor de la sistemática hegeliana, y a partir de ellas sería también posible cobijar la tríada veterotestamentaria Dios-Sabiduría(palabra)-Espíritu, o incluso los esbozos iniciales de un «esquema trinitario», en las otras elucubraciones filosófico-religiosas.
Pues en primer lugar, Pablo afirma expresamente que el conjunto del mundo no está fundamentado en un Logos (a la manera de Filón), sino en Cristo, esto es, en algo que solamente puede ser alcanzado por medio de un devenir del mundo y por ello exige en realidad necesariamente grados de aproximación. A ello podría corresponder en el contexto del pensamiento paulino, que este refiere ya prolépticamente a este Cristo la fe de Abraham, por encima de las fronteras de Israel; hasta tal punto, que casi parece como si Cristo se convirtiera en el despliegue de esta fe de Abraham (eductio formae ex potentia materiae): «Abraham et semini tuo, qui est Christus» (Ga 3,16).
En segundo lugar, el comienzo de la Carta a los Hebreos distingue el inicio de la imagen trinitaria de Dios en el Cristo histórico, en cuanto heredero de todo, que después de «llevar a cabo la purificación de los pecados se sentó a la diestra de la majestad en las alturas» (1,3), del «múltiple y diverso» hablar de Dios a los padres «por los profetas», de tal modo que Cristo de nuevo aparece como la síntesis de esa multiplicidad.
En tercer lugar, tampoco exegéticamente existe ninguna duda de que el Logos joánico no ofrece contradicción con el «hecho carne» del versículo 14, de quien se afirma ya en los versículos 10 y 11: «Estaba en el mundo», y con mayor claridad: «Vino a los suyos». Juan no alude con ello a la creación en un logos «sin carne» (asarkos), sino que su primera declaración apunta ya desde el comienzo a la segunda. De nuevo esto se podría confirmar por la mirada anticipatoria de Abraham a los días de Jesús, que este menciona (Jn 8,56), así como por la afirmación de que Moisés escribió sobre Él, y solamente a partir de Él se le puede comprender de veras.
Pero frente a todo ello hay que afirmar que la unidad de la creación del mundo «en Cristo» y de su encarnación, que estos textos patentizan, de ninguna manera, y ni siquiera a modo de insinuación, contiene algo así como un desarrollo evolutivo y aproximación a la meta de la encarnación. No necesita demostración alguna que la creación no pudo acontecer en la persona histórica de Jesús de Nazaret, sino en todo caso por referencia a Él. En el pensamiento bíblico sobre el mundo, que reconoce una conexión interna con la encarnación solamente para el ámbito histórico de la Antigua Alianza, se opone además a tal evolución global la dirección contraria. Para el ámbito extrabíblico (pagano), el juicio de una desviación del posible conocimiento del Creador, hasta su desconocimiento fáctico y «confundir la verdad de Dios con la mentira» (Rm 1,25). Para el mundo judío, por la acción de la Ley, de suyo buena, por la que de hecho «sobreabundó el pecado» (Rm 5,20). En la comprensión bíblica, Aquel que revela la Trinidad aparece como no aceptado, rechazado, crucificado por todos los pecadores. Y como tal está previsto en el plan de la creación del mundo: como «cordero escogido para la venta antes de la creación del mundo» con su «preciosa sangre» (1 P 1,19s.), como «el Hijo amado, por cuya sangre tenemos la redención», hemos sido «elegidos de antemano por Dios para convertirnos en hijos suyos» (Ef 1,4-7).
Pero también es preciso prestar oídos al reverso de esta constatación. El que la creación suceda desde su origen en la Palabra de Dios, que en la culminación de la historia ha de hacerse hombre, le confiere su plenitud de sentido tanto en sí misma (estáticamente) como por su orientación hacia el fin (dinámicamente). El dar lugar a un ser finito y con ello limitado no constituye ningún hecho desnudo, sino en sí mismo, y todavía sin tener en cuenta la perfección que este alcance, una automanifestación, epifanía y con ello autorrevelación y autoentrega del Absoluto. Esto se contiene en la declaración de que todo ha sido creado por Dios «en la palabra», «en su Hijo», que «es resplandor de su gloria y manifestación de su naturaleza», con lo que en un primer momento solamente se hace una afirmación estática sobre lo fundado por Dios. La Palabra (como Logos, con toda la plenitud de significados que encierra) es «verdadera» porque es al mismo tiempo «el Hijo», es decir, el engendrado en amor, el bueno, y el «resplandor de la gloria», el bello: el mundo recibe sus propiedades trascendentales de Aquel que al mismo tiempo habla, engendra y resplandece. Por ello ya en el primer comienzo, cuando todavía no hay intuición de nada trinitario, se da ya algo así como una promesa (el componente dinámico); se la capta allí donde la creatura central, el hombre, es designada como creada «a imagen y semejanza» de Dios (Gn 1,26.27; 5,1), con lo que se alude también claramente a que la donación de sentido consiste en una referencia a una relación, a un diálogo y a una fecundidad que brota de la creatura (como analogía con el acto creador). No se debe pasar por alto en modo alguno esta primera constitución como propiedad que concierne interiormente a la creatura; solamente en ella está justificado el juicio del creador: «muy bien» (Gn 1,31), por mucho que la obra pudiera apartarse en la historia subsecuente de la bondad original, del «reconocimiento de la naturaleza invisible, del poder eterno y de la divinidad de Dios» en cuanto creador (Rm 1,20), de su autotestificación por sus «obras buenas» (Hch 14,17), y de su diálogo comenzado de esta forma (Gn 3,9ss.). La creación en la Palabra de Dios y en su Espíritu es desde el comienzo, incluso cuando la Trinidad está todavía oculta, el fundamento imprescindible para su revelación, que, por mucho que constituya una novedad en la encarnación de la Palabra, es con todo su plenitud, y no sería posible sin tal fundamento. Lo que no significa, repito una vez más, que el hombre –apartado en el pecado– logre construir o postular una «evolución» por él cognoscible entre creación y encarnación. Cuando en la Antigua Alianza el hombre se descubre como imagen de Dios, fue preciso, para que evite tal construcción, prohibirle que se «esculpa» una imagen de Dios, pues esta necesariamente –como muestran todas las mitologías y lo reflexiona el libro de la Sabiduría– se parecería a él mismo y no a Dios.
II
Con ello surge al mismo tiempo una poderosa luz y un inextricable enigma en toda la teología de la creación, que, prescindiendo de los mitos de creación, solo aparece en toda su pureza en el Antiguo Testamento (pues en la filosofía la idea de creación sucumbe ante el monismo panteísta o la emanación despotenciadora). El enigma consiste en que no se puede aclarar por qué el «uno y único» (Dt 6,4) necesita a alguien más. Ciertamente no para recibir algo digno de su amor en virtud de este otro; esto se excluye radicalmente por la afirmación de que hay algo incomparablemente más poderoso y digno de amor que Israel (Dt 7,7). Pues entonces, ¿por qué el Uno busca algo más? Responder con el mandamiento principal («Amarás a tu Dios con todas tus fuerzas») no parece pertinente, ante todo porque una imagen de Dios en la que Dios deseara un amor limitado, no sería digna de Él; profundizando más, porque la creación y la introducción en el diálogo con Dios son descritas como benevolencia pura e incuestionable, favor, gracia: como lo contrario de una actitud preocupada por su autoglorificación. La pregunta de por qué Quien nada necesita quiere necesitar en libertad lo necesitado no puede obtener respuesta en el nivel de la teología de la creación. Las explicaciones filosóficas citadas son, en la medida en que en este punto es posible pensar, no solamente comprensibles, sino inevitables. Pues en cualquier caso, la creación no se encuentra a la misma altura que el creador; es, por lo tanto, o bien una apariencia caída (Platón) o una apariencia que en modo alguno merece consideración frente al Ser, y por ello (porque finge Ser), engañosa, y como tal debe ser valorada (budismo). En lugar del diálogo para el que se abren perspectivas, aparece la mística del hundimiento, de la unificación, de la aniquilación. Pues bien, Israel no ha sucumbido a estas tentaciones, pero solamente a costa de renunciar a toda filosofía y de dejar subsistir el enigma en toda su dureza. Lo más asombroso es su renuncia a la idea de una «inmortalidad» como tránsito a la esfera de Dios, pero también el que haya dejado abierta la cuestión planteada en el libro de Job. Y eso con una conciencia que una vez más asombra, ya que afronta siempre con aguda ironía la fabricación de imágenes de ídolos, pero está llena de comprensión con los que «buscan a Dios, los que quieren encontrarle» (Sb 13,6), que son desviados de su epifanía en la creación (Sb 13,1-9). Precisamente en esa trampa caerá un Israel que presuma filosofar (Spinoza: Dios-naturaleza), y el paso desde ahí a un mesianismo ateo será pequeño e incluso consecuente. Entonces la imagen de Dios, desatendiendo la prohibición de fabricar imágenes, se ha hecho a sí mismo imagen de Dios.
Por parte de la filosofía no bíblica se ha podido buscar un último equilibrio: el Uno, realmente Uno-Único, pero que en el resplandor de Sí mismo produce los grados cósmicos (espíritu-alma-materia), y estos grados están caracterizados esencialmente porque en un movimiento de retroceso (epitrophē) tienden hacia el Uno (ephesis), «como si pudieran tocarlo» (Hch 17,27): el equilibrio de Plotino, pero adquirido a costa de un inevitable dualismo: ¿es mística, cuando el «tocar al Uno» constituye el único y solo criterio de la verdad, o es filosofía en la contemplación de la «perfecta esfera del ser»: mundo como emanación de y reincorporación en Dios? En resumen, un equilibrio en último término solo aparente. Naturalmente, aquí podrían darse un número indefinido de epifanías.
La única salida se da en la encarnación del Hijo de Dios, que en Dios es el Otro, sin destruir la unidad del amor esencial; que más bien muestra realmente, en la unidad de amor con el Padre que fructifica en el Espíritu Santo, el concepto originario de unidad como amor. Este mostrar no es otra cosa sino la meta del sentido de la encarnación: la cruz y en ella la glorificación del amor como «resurrección». Esta prueba entregada por Dios no consiste solamente en que en la cruz el mundo pecador apartado de Dios es reasumido de nuevo, sino al mismo tiempo en la plena justificación del hecho de que la creación puede ser lo distinto de Dios, porque por su parte necesita lo otro en Dios para que él sea lo uno como amor. La cruz es ciertamente la redención del mundo, pero es también su rehabilitación frente a todas las filosofías de la caída y la apariencia, así como la solución del enigma israelita. Y ¿por qué puede el justo sufriente gritar a Dios? Porque Jesús gritó en la cruz la pregunta del «por qué» al Padre.
Es preciso afirmar: la Trinidad es el único presupuesto de una teología de la cruz; y la cruz es la única demostración de la Trinidad, porque en la entrega del Hijo por el Padre, en la «separación» efectuada por el Espíritu Santo de ambos como suprema forma del amor y superadora del pecado, se muestra que la unidad de Dios es tan grande que es capaz de disolver en sí misma lo contrario a Dios. La noche de la cruz no es el infierno, sino su superación. En esta afirmación se da la única teodicea y cosmodicea concluyente.
III
Pero en la prisa por llegar a la meta, ¿no hemos saltado un paso en nuestra reflexión? Si aquí la Trinidad, que abraza a lo otro en la unidad, justifica la otreidad del mundo en su positividad, ¿ha explicado con ello ya la existencia del mundo como lo otro de Dios? ¿No nos encontramos ante el enigma veterotestamentario, que ahora parece incluso más profundo? Pues si Dios es lo último pensable y lo último plenificante, ¿para qué todavía un mundo?
Quien en este punto se atreva a seguir pensando, tiene que tener cuidado de preservar la libertad divina en la creación del mundo, y de no acuciar una necesidad que se intente deducir de una u otra forma del amor divino. Bonum diffusivum sui es un principio que amenaza con pasar por alto esa libertad. Por otra parte, el axioma de que Dios ha creado el mundo para su propia glorificación es solamente soportable si se dice que la gloria de Dios consiste en su amor, pero que Él puede ser llamado «el amor» solamente por razón de su tri-unidad. Con ello, el punto de partida para una respuesta no se puede buscar al margen del misterio trinitario.
Sin acercarnos demasiado a la libertad de Dios, hay que argumentar por ello a partir de las «personas» o hipóstasis en Dios, y para este fin nos ofrece la Revelación auténticos puntos de apoyo. Si preguntamos por qué Dios, el Padre trinitario, crea el mundo, el comienzo de la carta a los Efesios nos da la respuesta: Dios «nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra: en él» (Ef 1,9-10). El Padre ha predestinado al mundo con todas sus dimensiones temporales y espaciales para la gloria del Hijo: Él, elevado sobre todas las cosas (Ef 4,10; Flp 2,9), debe ser reconocido, alabado y adorado por todas como Señor en altura inalcanzable. El amor paterno crea por tanto el mundo para glorificar al Hijo.
No es posible acallar aquí una consideración intermedia. ¿Qué clase de mundo es el que así se crea para llevar a cabo esa glorificación? Un mundo en el que «por la muerte» reina el pecado (Rm 5,13), que parece yacer en una tribulación más profunda que lo que pueda haber merecido por la culpa de Adán y la solidaridad de todos con él. Un mundo construido sobre el mutuo devorarse de los seres vivos millones de años antes ya de la aparición del ser humano, y que por ello puede ser descrito como «falso, cruel, contradictorio, seductor, sin sentido», como «ateo, inmoral, inhumano» (Nietzsche). ¿Habría que considerar al «suspiro de la criatura» como una solidaridad anticipada con el pecado futuro de la humanidad, o contar con una indignación y perturbación de los «principados y potestades» anterior a la creación del mundo material, y que en todo caso la provocaría, para salvar así el «muy bien» del juicio del creador? Y si nos decidimos por la segunda solución, que parece aventurada, ¿se explica entonces que exista «la profundidad de Satanás» (Ap 2,24), que el hombre tenga que luchar no solo contra lo inhumano, sino contra lo antidivino y que esto lo pueda hacer sólo con «las armas de Dios» (Ef 6,11), que exista una auténtica antitrinidad satánica que el Apocalipsis describe con precisión (Ap 12,13-20,10)? ¿Cómo puede Dios planear por anticipado un tal mundo, contemplarlo, dejarle desarrollarse cada vez más en contra de Dios, para entregarlo luego al Hijo para su glorificación? Hay que guardarse de querer penetrar los planes de Dios, de atribuirle el haber dejado crecer el mal hasta tal punto para mostrar la sobreabundante plenitud del amor del Padre que se revela en la cruz por la entrega de su Hijo. No pocos pasajes podrían conducir a tal interpretación: el paciente, comprensivo «aguantar» (anochē) o «dejar pasar (por Dios) los pecados cometidos anteriormente» (Rm 3,25), para mostrar en la cruz la justicia de su alianza, porque parece poco convincente que Dios conceda contenerse por un tiempo sólo «para que todos lleguen a la conversión» (2 P 3,9; cf. Rm 2,4). Pero en la teología paulina de la historia, el permitir el «endurecimiento» (Rm 11,7) de Israel no es un preludio necesario a su salvación definitiva (ib., 11,26), sino un acontecimiento de la gracia para la incorporación salvífica de los paganos. La tolerancia del mal no puede ser considerada como un medio de Dios para hacer patente el siempre mayor amor de Dios en la entrega de su Hijo (Jn 3,16), sino a lo más como la permisión de la libertad finita hasta su término finito, para revelar así los «inescrutables caminos» de Dios (Rm 11,33), que piensa avanzar hasta su fin infinito (Jn 13,1). En esta inescrutabilidad habrá que incluir también el inimaginable dolor del Padre, que subyace a su entrega del Hijo.
Si seguimos preguntando para qué ha creado el Hijo el mundo, o más exactamente, por qué «por él fueron creadas todas las cosas y también nosotros» (1 Co 8,6; Jn 1-3; Col 1,16), la respuesta está a la mano: porque «él debe reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte… para entregar a Dios Padre el Reino, para que Dios sea todo en todo» (1 Co 15,24-28). Mundo por tanto, inequívocamente destinado a glorificar a Dios Padre, a quien, por ser el origen sin principio, se dona la creación de manera especial.
El Espíritu Santo es llamado creator spiritus no solo en el uso litúrgico; no solo es, de acuerdo con el Antiguo Testamento, «el Espíritu del Señor» que «llena el mundo y que, manteniendo todo unido, sabe cuanto se habla» (Sb 1,7); también desde el Nuevo Testamento es el realizador propiamente dicho del plan de la creación, en cuanto lleva a su plenitud la obra de revelación comenzada por el Hijo y con ello, como fundamento y entrega al mundo del amor entre Padre e Hijo, también la obra creadora del Padre: «el Espíritu de verdad os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta», sino que «él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará (explicará) a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso he dicho: recibirá de lo mío» (Jn 16,13-15). Él es «el amor de Dios derramado en nuestros corazones», del Dios que prueba su amor para con nosotros «porque Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,5.8). Esa donación del Espíritu Santo que une al Padre y al Hijo, al mundo creado, es la última unión posible entre la creación y la Trinidad; «Hemos recibido el Espíritu que viene de Dios para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2,12).
Hans Urs von Balthasar
Título original
Schöpfung und Trinität
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Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
José J. AlemanyAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Communio Revista Católica Internacional 10 (Madrid, 1988), 185–191 (traducción revisada para esta edición electrónica)