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¿Un sacrificio que no cuesta nada?
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Este breve ensayo que recoge y da continuidad a un estudio anterior1, plantea en su título una cuestión que, en las casi innumerables teorías sobre el Sacrificio de la Misa, parece haber sido descuidado. Que la Santa Misa es un sacrificio no solo de Cristo (Denzinger-Schönmetzer [DS] 802) sino también de la Iglesia, es doctrina solemnemente definida (Concilio de Trento, DS 1740,1742,1751), a la que también se adjuntan minuciosas explicaciones y de la que surgen muchas teorías que tratan de explicar de distintos modos el misterio de este carácter sacrificial, salvaguardando siempre la exigencia de que la unidad del «sacrificio visible que Cristo dejó en herencia a su querida esposa» forme una sola unidad con el sacrificio de la cruz, «ya que la oblación es una y la misma, como también es el mismo Quien se sacrifica (a través de la acción del sacerdote), y solo es distinta la forma de ese sacrificio», cruenta en la cruz e incruenta en el altar.
Pero el interrogante en el que queremos detenernos no atañe al sacrificio eucarístico en cuanto que constituye (y en el modo en que lo constituye) la continuación del sacrificio de Cristo; nuestro objetivo es más bien ver en qué sentido hay que considerarlo como un sacrificio de la Iglesia. Digámoslo de una vez: un sacrificio de toda la Iglesia y de toda la comunidad que participa en una celebración, teniendo en cuenta que solo el ministro consagrado está legitimado para ofrecerlo válidamente.
Si examinamos la liturgia y, en particular, los Cánones utilizados hoy en el rito latino, no podemos evitar vernos enfrentados a una cierta ambigüedad. Cuando al comienzo del Canon I se pide a Dios que «acepte este sacrificio (hostia) santo y puro», al que poco después se llama «sacrificio de alabanza» (hostia laudis), podemos preguntarnos si se sigue aquí tratando del pan y del vino, «estas ofrendas de tus siervos» (oblationem servitutis nostrae), o si en cambio se refiere ya al sacrificio de Cristo, cuya institución y entrega a la Iglesia se representa solemnemente en el recuerdo de la Cena que se evoca poco después. Pero también después de la consagración sigue habiendo (en los cuatro Cánones) un interrogante, que consiste en si la Iglesia se limita a presentar al Padre, con la acción de gracias, «el sacrificio puro, inmaculado y santo», o sea, el sacrificio de Cristo (offerimus tibi, gratias referentes, hoc sacrificium), pidiéndole que reconozca esta ofrenda (oblationem) como la del sacrificio «por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad», o si en esta ofrenda del sacrificio de Cristo la Iglesia se ofrece a sí misma. ¿Qué quiere decir en el Canon IV: «Te ofrecemos su Cuerpo y su Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo. Dirige tu mirada sobre esta Víctima (hostia) que Tú mismo has preparado a tu Iglesia»? ¿La respuesta está quizá en las palabras que vienen poco después: «Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que… seamos en Cristo víctima viva (hostia viva) para tu alabanza»? ¿O en estas palabras hay solo una parte de la respuesta, mientras que la otra sigue sin explicitarse? Dicho más claro: ¿basta con deducir de estas palabras que la Iglesia, en virtud de la ofrenda que hace del sacrificio de Cristo, queda incorporada a este (pasiva, aunque también voluntariamente), o, más allá de esto, la ofrenda del sacrificio de Cristo debe hacer de la misma Iglesia (activamente) (co)partícipe del sacrificio?
Para llegar a este último factor, los teólogos se han dedicado a hacer las especulaciones más ingeniosas, aunque por lo general descaminadas. Con la intención casi constante de partir de la idea de sacrificio propia del Antiguo Testamento, donde a la presentación de la víctima seguía de ordinario su aniquilación (en general por combustión), se fraguó en primer lugar la teoría llamada de la destrucción o inmolación: las sustancias del pan y del vino «se destruyen» para convertirse en la carne y sangre de Cristo. Mediante las palabras de la consagración, Cristo, o bien pasaría a una «condición inferior» (o sea, a comida); o bien estas palabras llevarían a cabo una «inmolación» real del Cordero, si el Resucitado no fuera incapaz de sufrir; o bien simplemente la separación de las especies de la «carne» y de la «sangre» de Cristo representaría simbólicamente sobre el altar su condición de muerte, su «inmolación mística». Se podría también decir que el acto de la Iglesia consiste principalmente en la ofrenda, pero en la inmolación, que el propio Jesús consuma («Esto es mi cuerpo…»), la Iglesia en el sacerdote colabora instrumentalmente. La encíclica Mediator Dei escoge la penúltima teoría, según la cual la misa «es una acción sacrificial propiamente dicha, en la que el sumo y divino Sacerdote, con su inmolación incruenta, lleva a cabo lo que ya realizó en la cruz», ahora de modo solo incruento, donde la «separación cruenta» está simbólicamente representada sobre el altar por la separación de las dos especies. En su teología mistérica, Odo Casel ha subrayado la perfecta identidad entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa, una identidad que concierne al acto interior de inmolación de Cristo. Sin embargo, en todas las teorías que ponen a Cristo como autor primario de su propia inmolación, hay que añadir que Él, con las palabras «Haced esto en memoria mía», autorizó a la Iglesia a celebrar sacramentalmente (a través de sus sacerdotes) este sacrificio suyo. Pero todo esto no nos hace todavía avanzar en relación con el interrogante planteado en el título.
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Para aproximarnos al núcleo de la pregunta, tenemos que abandonar cualquier comparación con los sacrificios veterotestamentarios y preguntarnos en qué consiste la absoluta unicidad del sacrificio de la cruz. Seguramente no consiste en primer lugar en el hecho de que los verdugos clavaran a Jesús al madero de la cruz (según Juan, a la misma hora en que se sacrificaban los corderos pascuales en el Templo), sino en que Dios, por amor al mundo, «entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16), «le hizo pecado» (2 Co 5,21), es decir, «lo echó» a la tiniebla total del abandono divino, al lugar de los pecadores abandonados de Dios, y en que Jesús tomó sobre sí voluntariamente este «sacrificio» (Jn 10,18). Solo así se puede considerar la Cruz como la forma suprema del «sacrificio de expiación por nuestros pecados» (1 Jn 2,2; cfr. Rm 3,25). Las categorías «cruento»-«incruento» designan solo de manera imprecisa el elemento más profundo de este sacrificio, ya que más que de una separación física de la «carne» y de la «sangre», se trata de una condición espiritual. El sacrificio de Jesús por los pecados del mundo fue para el Hijo de Dios, que vive en la cercanía e intimidad del Padre, su renuncia suprema e inconcebible.
Aquí es donde surge la pregunta sobre si en algún punto del sacrificio de la misa se realiza algo mínimamente análogo que nos dé derecho a hablar de una identidad entre la Cruz y el altar (que excluya cualquier multiplicidad del único Sacrificio).
En el concepto corriente de sacrificio hay siempre la idea de una renuncia. Ya los sacrificios paganos implicaban una renuncia a productos provenientes de las plantas y de los animales que se ofrecían a los dioses. Lo mismo vale para los sacrificios del Antiguo Testamento; baste pensar en la inmolación del primogénito de un animal en sustitución del primogénito del hombre (como sucede de modo explícito en el sacrificio del Moria). Pero Dios no perdonó a su Hijo, como se le permitió a Abrahán (Rm 8,32). La Iglesia que sigue a Cristo en la cruz, ¿no tendrá que renunciar a nada? En este punto podríamos recordar la renuncia de la comunidad primitiva a la posesión de bienes (Hch 2,44), e igualmente podrían aducirse «las aportaciones que para el culto se exigían a los fieles, lo mismo que sus limosnas para los pobres», aportaciones «que se hicieron coincidir cada vez más con la celebración eucarística», tanto más cuanto que ya desde hacía tiempo se las designaba como «ofrendas»; y desde entonces se podría seguir la larga historia de la «procesión de las ofrendas de los fieles», en la que los fieles llevaban al altar «todos los productos de la economía agrícola», tanto de tipo animal como vegetal2, por lo que Gregorio VII en 1078 inculca de nuevo el «antiguo deber»: «Ut omnis christianus procuret ad missarum sollemnia aliquid Deo oferre». Podríamos también referirnos al «estipendio» de la misa que se originó allí y que todavía hoy muchos lo interpretan como una ofrenda, y finalmente a la costumbre de pasar por la asamblea el cestillo durante la presentación de las ofrendas. Pero aunque todo esto parezca plausible, ¿sigue teniendo alguna relación con la renuncia original y verdaderamente terrible de Jesús en la cruz, esa renuncia cuya actualidad recordamos aquí y ahora como presente? ¿O este sacrificio de la cruz ya no se hace presente y actual, sino que solo se trata, como piensan los protestantes y muchos católicos repiten con ellos, de un puro y simple «banquete»?
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Tenemos que volver a pensar en los dos estadios por los que pasó el sacrificio de Cristo –la cena y la cruz– y preguntarnos en este punto por qué el acontecimiento de la cena, en el que ya se habla del cuerpo inmolado y de la sangre derramada y que se manda repetir, precede al de la cruz. Está claro que esto sucedió para que los que ya participaban anticipadamente en el inminente sacrificio de Cristo tuvieran una parte especial en su plena realización (desde el Monte de los Olivos hasta la cruz y la muerte), una participación eclesial, por así decir, eminente, en ese sacrificio por el que el mundo iba a librarse de la culpa. Aquí podemos citar las palabras que pronunció Jesús en su última oración: «Por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19); al decir esto, Jesús se refiere en primer lugar a los discípulos y luego a sus sucesores; es decir, a todos los que en la conciencia de la fe participarían en la consagración del sacrificio de Jesús. Esto quiere decir que la Iglesia, a la que Pablo llamará Cuerpo de Cristo, fue incorporada por Jesús de una manera totalmente especial al sacrificio de la cruz; y la invitación que se le dirige, de tomar cada día la cruz siguiéndole, no es una exhortación puramente moral, como tampoco los sufrimientos de los apóstoles, de los mártires y de todos los discípulos están en una relación de compromiso puramente exterior respecto de la Cruz, sino que Cristo asocia ya anticipada y expresamente todos los verdaderos sufrimientos de la Iglesia a su sacrificio de la cruz, naturalmente en virtud de su propio acto gratuito y de las aportaciones de los cristianos. Y en este sentido, ciertos sufrimientos de los fieles incluso antes de la Cruz –como por ejemplo el abandono o la «noche oscura» que impone a sus amigas Marta y María (Jn 11)– pueden considerarse ya como una participación en su sacrificio de la cruz.
Solo si comprendemos esto, podemos pasar al segundo estadio de la Pasión; es decir, a los sufrimientos del abandono que Jesús experimentó en la cruz, y preguntarnos de qué modo es asociada la Iglesia a su sacrificio; pero ya no de modo pasivo sino activo, coparticipando en su realización, en cuanto que se identifica con el único e irrepetible sacrificio de Jesús. En este punto hay que distinguir enseguida dos aspectos, los dos importantes.
El primer aspecto es el de una participación existencial en el sacrificio de la cruz, como se le pidió en primer lugar a la Madre de Jesús y también al discípulo amado, así como a la Magdalena y a las otras piadosas mujeres que habían seguido a Jesús. En todas esas personas –especialmente en María, que quizá nunca como en esta hora llega a ser el modelo original de la Iglesia– hay una actitud de aceptación y de identificación con la consumación del sacrificio del Hijo. Y, sin embargo, a pesar de la intensidad máxima de su dolor, se mantiene intacta la diferencia entre Cristo y la Iglesia, «cabeza y cuerpo», pues en la coparticipación del sufrimiento y del abandono («He ahí a tu hijo») hay solo el «sí» a su dolor. En María se encuentra el modelo original de la más íntima disposición de la Iglesia; ella en su sufrimiento dice un «sí» activo al sufrimiento inhumano y sobrehumano de su Hijo, y significativamente en esa misma circunstancia es confiada a Juan y con ello a un sacerdote, que reúne en sí las dos cosas: la coparticipación existencial en el sacrificio al asistir al martirio del Amado, y el encargo y la función de repetir en la Iglesia «como memoria» este acontecimiento de expiación. Al ser confiada a Juan, el discípulo, María se encuentra incorporada a la Iglesia, cuyos primeros representantes son los Once, con Pedro a la cabeza, y en cuyo seno María entrará y desaparecerá como partícipe de la oración común (Hch 1,14).
Así se evidencia el segundo aspecto, el eclesial y litúrgico; pero ahora está claro que no puede ser separado del primero, es decir, del aspecto existencial. Es lo que Pablo recuerda a los corintios cuando les exhorta: «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor… Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo» no sea que «coma y beba su condenación» (1 Co 11,23-29). Este anuncio de la muerte del Señor no puede ser algo puramente formal, sino que también debe ser de algún modo existencial; la Iglesia tiene realmente que completar «lo que falta a los padecimientos de Cristo» (1 Co 1,24); es decir, debe realizar eso para lo que el Crucificado ha dejado un lugar abierto en su sufrimiento, abierto al compromiso activo y de participación de María-Juan-Pedro y de todos los que ellos representan. Es evidente que este «sí» (en el dolor mariano-joánico, en el que podemos incluir también las lágrimas de Pedro) solo puede pronunciarlo una Iglesia que ama y para quien la inmolación de su Señor tan amado representa lo más alto que se pueda imaginar como sacrificio. Pero esto plantea una pregunta a quien asista y participe en una misa: ¿puede él encontrar en su propio corazón un lugar donde poder pronunciar con sinceridad y a título personal el «sí» de los que están al pie de la Cruz, un lugar en el que le resulte grave que Jesús tenga que morir –Él, el muy amado– en el abandono de Dios que él ha merecido? Más allá de cualquier solemnidad litúrgica y petrina, ¿no podría ser este el lugar donde tratar realmente el tema del sacrificio de la Iglesia dentro del autosacrificio de Cristo? ¿El lugar donde la santa Iglesia, en su dolor más profundo, muestra al Padre el sacrificio de Cristo y lo presenta, intercediendo por sí y por el mundo, a ese Padre para quien el sacrificio más grande debe ser el de no poder librar a su propio Hijo, queriendo llevar a término el proyecto trinitario de reconciliación de Dios con el mundo?
Podemos terminar estas reflexiones con unas palabras de uno de los grandes teólogos de la Eucaristía, Maurice de la Taille, que dice: «Es de importancia decisiva que haya en la Iglesia muchas personas verdaderamente santas, y la Iglesia debe procurar cultivar la espiritualidad de estos hombres y mujeres, si gracias a su fervor se acentúa cada vez más el valor de las misas y resuena cada vez más clara en el oído de Dios la voz infatigable de la sangre de Cristo que grita en esta tierra. Pero la sangre de Cristo grita verdaderamente en los altares de la Iglesia y grita por nuestra boca y mediante nuestro corazón en la medida en que nosotros le damos la oportunidad de gritar»3.
Este texto nos da la ocasión para una nueva y más profunda reflexión global. Los que aquí gritan junto con la sangre de Cristo, en realidad no gritan cada uno por sí mismo; si es un gritar junto con Cristo, entonces este grito se eleva a Dios por todo el mundo.
Pero en este punto tenemos todavía que preguntarnos sobre la distinción que hemos hecho entre oblatio y sacrificium. En el gesto que realizó Cristo en la Cena, que era un gesto de ofrenda, ¿no está ya también presente de manera anticipada el sacrificio total de sí mismo en cuanto que ofrece a Dios y a la Iglesia su sangre ya derramada y su carne ya torturada? «Nadie me quita la vida, sino que la ofrezco yo mismo» (Jn 10,18); la consumación del sacrificio –por obra del Padre que lo abandona en la cruz, por obra de los soldados que ejecutan su acción cruenta– no solo está prevista en la ofrenda, sino que se toma anticipadamente en cuenta como ya sucedida. ¿No es posible afirmar algo análogo a propósito de la «Iglesia que grita» en su acto de ofrenda? Podemos responder afirmativamente, con dos condiciones. La primera es que en los dones presentados, el pan y el vino, la comunidad reunida trate de presentarse a sí misma, y esto en su única intención eclesial precisa, es decir, no por sí sino por la salvación del mundo, en cuanto que ella no es en realidad otra cosa que el «sacramentum salutis» para todo el mundo (Vaticano II, Lumen Gentium, 48,59). Pero la segunda deriva directamente, en el plano teológico, de que la Iglesia no existe en realidad como dimensión autónoma, sino solo como la prolongación, como el «cuerpo» de Cristo, llena de su Espíritu. Por eso, aun siendo ella el sujeto activo (y pasivo) de la acción sacrificial –y ya no volveremos sobre esta afirmación–, la Iglesia solo puede ser este sujeto dentro de la subjetividad englobante de Cristo Hombre-Dios. Para emplear una imagen muy usada: la Iglesia puede ser «esposa» (en su relación al esposo) solo porque es y en cuanto que es al mismo tiempo «cuerpo», «una carne». Por eso, al reflexionar sobre sí misma y sobre su propio sacrificio, debe tomar conciencia inmediata de que su acción (¡real!) de ofrenda y de sacrificio sólo puede entenderse dentro del sacrificio consumado por Cristo para la salvación del mundo. Aquí es donde la acción de la Iglesia encuentra su fundamento, y solo desde aquí puede esperar conseguir una eficacia verdaderamente redentora. Y en este trenzado indisoluble vuelve a hacerse actual lo que se consumó con anterioridad. La Iglesia solo es «esposa» en virtud de su sentimiento de puro amor al esposo, de un amor que la traspasa y que es mucho más profundo porque tiene que sufrir que el esposo se sacrifique para que ella pueda no solo existir como su «cuerpo», sino también consumar a la vez este sacrificio suyo como su «esposa». Es la que desde siempre ha sido arrebatada («sume») y que como tal está necesaria y libremente comprometida («et suscipe»), de modo que ahora su estar incluida en el sacrificio de Cristo y su dejarse conscientemente incluir en una acción de sacrificio total, se han convertido en una misma cosa.
Recitadas con este espíritu, las plegarias de «inmolación» de la misa preconciliar, que ahora se nos autoriza a celebrar de forma renovada, pueden adquirir un significado comprehensivo que no sabrían y no podrían tener donde se entendieran como una acción de la Iglesia todavía momentáneamente separada de la acción de Cristo. «Offerimus tibi, Domine,… pro nostra et totius mundi salute». La comunión, en la que desemboca todo el acontecimiento eucarístico, es algo que, para poder ser acontecimiento eclesial, ha sucedido ya desde siempre entre el Esposo y la Esposa.
- Die Messe, ein Opfer der Kirche?, en Spiritus Creator (Johanncsverlag, Einsiedeln 1967), pp. 166-217.↩
- Una detallada presentación histórica de esto en J.A. Jungmann, Missarum Sollemnia II, trd. esp., El sacrificio de la misa, Madrid 1959, parte II, pp. 549-569.↩
- Mysterium Fidei (París 1931), 1. II, c. V, par. 2, p. 331.↩
Hans Urs von Balthasar
Título original
Ein Opfer, das nichts kostet? Eine Anfrage
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Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Vicente Martín PindadoAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Revista Católica Internacional Communio 15 (Madrid, 1993), 230–236 (tr. revisada para esta edición digital)