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¿Qué significan las palabras de Cristo: «Yo soy la verdad»?
Hans Urs von Balthasar
Título original
Was bedeutet das Wort Christi: “Ich bin die Wahrheit”?
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Temas
Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Communio Revista Católica Internacional 9 (Madrid, 1987), 292–294 (primera parte); segunda parte traducida del alemán por Antonio Murcia para esta edición digital
I
Tales palabras pueden parecer por de pronto excesivas: un ser humano individual reivindica para sí aquello según lo cual todo ser humano se orienta, aquello a lo que todo individuo y toda comunidad ética aspira, aquello que debe regir en todas las relaciones humanas, si debe uno confiar en ellas, aquello que incluso no puede negarse en cierta manera a animales, plantas y cosas inertes, puesto que se rigen por leyes internas en cuya constancia confiamos, que el científico presupone y que los seres vivos patentizan por sí mismos en su evolución. ¿Cómo puede alguien incautarse para sí esta propiedad que rige todas las cosas? Esto puede hacerse comprensible mediante tres círculos de radio cada vez mayor.
1. Las palabras «Yo soy la verdad» se dicen en primer lugar en relación con la alianza de Dios con la humanidad bíblica. Significan entonces: Yo soy el cumplimiento de todas las promesas hechas por Dios, y en verdad no solo el cumplimiento de aquello que Dios ha promulgado acerca de la conducta recta del hombre en alianza amistosa con él en forma de instrucciones (los diez mandamientos), y en definitiva lo que Él ha introducido en lo hondo del corazón humano, sino asimismo del hecho de que el mismo Dios se revelará a sí mismo tal como Él es en verdad: como el Dios que en su amor por el mundo llega hasta el extremo (Jn 13,1) y se muestra como el amor sustancial (1 Jn 4,16), y ello en tan gran medida que no lo es solo para sí mismo, sino que lo manifiesta en la Cruz por el mundo y su salvación, y nos eleva en esa verdad de amor: «Dios es el amor, quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él» (ibid.). Para que Dios pudiera mostrarse como el amor en sí mismo, debía probar su amor al mundo, lo cual es llevado a cabo por Cristo mediante su perfecta revelación del Padre, y por su parte se manifiesta al mundo por el «otro Paráclito», el Espíritu Santo, enviado mediante Cristo por el Padre. Al descubrir la falta de verdad del mundo que rechaza al Hijo –este era el pensamiento central de la Encíclica papal de Pentecostés1–, Él es el «Espíritu de la verdad», el que «guiará hasta la verdad completa» de Cristo, «pues no hablará por su cuenta», sino que «recibirá de lo mío y os lo comunicará. Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16,13-14). El Dios que en primer lugar se manifiesta en un destino de padecimiento que abarca a todo el mundo (vicariamente) como amor, y después da pruebas de ser la única verdad definitiva ante el mundo, es el Dios trino de la Iglesia cristiana. Dentro de esta autorrevelación de Dios, Cristo se autodenomina, como hijo del Padre, «la Verdad», porque Él revela la más profunda esencia de Dios, que creó el mundo, y efunde su Espíritu y el del Padre, que da a conocer esto al mundo entero.
2. El círculo se amplía si uno se remonta a la declaración neotestamentaria según la cual toda la existencia del cosmos presupone una previa decisión divina: solo puede crearse un mundo bueno si alguien más allá de todas las catástrofes morales intramundanas sale fiador y responde de esa bondad más profunda e inquebrantable. Por eso en el Nuevo Testamento se dice que la «sangre preciosa sin tacha y sin mancilla, del Cordero, estaba predestinada antes de la creación del mundo» (1 P 1,19-20), que Dios «sostiene todo con su palabra poderosa, que purificó los pecados» (Hb 1,3), que Dios «nos eligió antes de la creación del mundo para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo; por medio de su sangre tenemos la redención, el perdón de los delitos» (Ef 1,4-7), que los elegidos de Dios «desde la creación del mundo están inscritos en el libro de la vida del Cordero degollado» (Ap 13,8). Tales textos muestran unánimemente que la decisión por un mundo, cuyo destino Dios previó perfectamente, solo podía arriesgarse si existía antes en Dios mismo una garantía de que toda mentira demoniaca, todo crimen y toda negación iba a ser «sojuzgada desde el interior» mediante una acción de Dios en este mundo que asegurase el triunfo de su verdad sobre toda falsedad. Exactamente esto fue lo que tuvo lugar en la Cruz de Cristo: stat crux, dum volvitur orbis.2
3. Pero el universo no es en modo alguno pura ausencia de verdad, de modo que la Cruz (y con ella toda la vida) de Jesús fuera la única verdad. Lo dicho necesita una nueva ampliación, que se desprende casi por sí sola de lo dicho hasta ahora. Del Hijo de Dios hecho hombre se dice: Dios «le instituyó heredero de todo, Él es resplandor de su gloria e impronta (character: expresión exacta) de su esencia, Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (Hb 1,3), «todo se hizo por la palabra, y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1,3). Pero el Hijo es «desde el principio la Palabra», la perfecta autorrevelación de Dios, el cual expresó en la Palabra no solo su esencia, sino en esta también todo lo que en su libertad puede crear; por esto (como dicen los teólogos) en el Hijo se hallan coenunciadas desde toda la eternidad las posibilidades o ideas de todos los mundos posibles. Y cuando Dios decidió en su sabiduría crear el mundo existente, en este mundo la verdad de todas las cosas tenía su última e integral verdad en esa Palabra eterna que un día se haría hombre y revelaría la esencia de Dios. Todas las cosas llevaban en sí mismas aspectos de la verdad (los Padres de la Iglesia los llamaron «logoi seminales», fragmentos de la verdad total), aspectos que les correspondían verdaderamente en la medida en que estaban referidas a una suma de verdad por hacer; una suma que, según el plan de Dios, se hizo en la «mundanización» y encarnación del Logos, ya que intratemporalmente su Iglesia, pero al final de los tiempos también todo el cosmos tiene que ser integrado en su definitiva verdad –es decir, la del Dios autorrevelado y entregado–. De estos fragmentos de verdad forman parte las vidas, dolores y muerte de todos los seres individuales (¿y por qué habríamos de excluir a los seres vivos infrahumanos?), todas las buenas costumbres entre los hombres, además de los sistemas religiosos y filosóficos pensados por ellos en la medida en que se esfuerzan en moverse hacia la meta de la verdad absoluta. Tienen quizá contenidos de verdad muy distintos, que necesitan un examen y discernimiento en su relación con la verdad global, pero lo que en ellos tiende a esta verdad, será acogido en ella. Lo que realmente tiene «vida» orientada a Dios, lo que seriamente se halla en el camino hacia Dios, se encuentra ya en El que dice de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
II
No obstante, después de lo dicho podemos plantear la pregunta: ¿es suficiente con hablar únicamente de «fragmentos» de verdad cuando nos referimos a los seres de este mundo, con lo cual queda abierta la sospecha de que esos fragmentos podrían tener modalidades de ser o estructuras distintas? Ya que parece lógico, ya en relación con la verdad corriente (filosófica), hablar de una constitución común de todo aquello que pretenda ser verdadero. Dicho brevemente: en nuestra comprensión cotidiana, ¿hay distintas verdades o solo una?
No representa aún una objeción contra la unidad de la verdad el hecho de que cosas diversas puedan ser verdaderas cada una a su manera. Además, una pluralidad de verdades en el sentido estricto del término sería algo completamente incomprensible para la mente humana. Habría que plantear la cuestión de cuál de las verdades sería la verdadera, y en el caso de que la cuestión –existiendo verdades diferentes– fuera irresoluble, entonces la consecuencia «lógica» sería (en caso de que la palabra «lógica» siguiese teniendo algún sentido) la negación de toda verdad.
Pero aunque debamos abstenernos de tal conclusión, habrá que establecer algunas diferenciaciones generales. La «verdad» inherente a lo fabricado por el hombre (una máquina, por ejemplo) es controlable. También son verdaderos o falsos los hechos que él puede controlar («he dormido siete horas», «el tren ha salido a las diez», «París es la capital de Francia»: ha sido construida y declarada capital por hombres); cualquier afirmación sobre ellos será cierta o falsa (intencionadamente o no). Por el contrario, los seres creados por Dios, como la piedra, los seres vivos o el hombre, son susceptibles de ser investigados cada vez más profundamente en su constitución ontológica (con lo cual pueden descubrirse leyes verdaderas en ellos), pero su verdad no puede ser desentrañada por completo. Podemos constatar diferencias entre los seres, como hacemos al distinguir entre vivos e inertes, plantas y animales, pensamiento instintivo y racional, pero la comprobación de estas diferencias (pensemos en las cuestiones a raíz de la teoría de la evolución) conserva algo precario y provisional. La investigación avanza partiendo de la configuración externa y aparente de los seres en dirección a su esencia y puede constatar así «regularidades objetivas» («verdaderas»), pero se cuidará siempre de suponer que ha descifrado definitivamente la «esencia» más profunda de un ser natural (incluida la del ser humano).
Desde dos perspectivas podemos acercarnos a lo que debemos caracterizar como «verdad». Desde la perspectiva del objeto, que tiene el don de «representarse» de diversas formas, de «expresar» su ser; esas diversas formas revelan parcialmente su ser, pero dicen más de sus capacidades que de su esencia. Desde la perspectiva del sujeto que busca la verdad, que, partiendo de las apariencias del ser, intenta hacerse un juicio «cierto» (¿por aproximación?) acerca del ser en cuestión. El progreso en investigación pone de manifiesto que dicha aproximación a la verdad necesita tanto de ser corregida como de ser insertada en hipótesis más amplias (y relativizada, por tanto). Es altamente improbable que un investigador responsable «mienta», pero con frecuencia sí puede «equivocarse», y la investigación posterior puede corregir sus resultados o integrarlos en una comprensión más amplia.
En su exposición del «elemento negativo de la cosmovisión de Tomás de Aquino», Josef Pieper se ha ocupado en profundidad del hecho de que un pensador tan grande y positivo se haya pronunciado con frecuencia de forma restrictiva sobre la capacidad cognitiva de la razón humana. «Las esencias de las cosas nos son desconocidas», «las profundidades ontológicas de las cosas nos son desconocidas», «las diferencias esenciales no nos son accesibles».3 Tomás ofrece dos motivos para esto: de una parte, que las cosas creadas son copia de la imagen primigenia que reside en el ser divino y son, por tanto, deficientes; y, por otra parte, la debilidad de nuestro poder cognitivo (imbecillitas intellectus nostri), que ni siquiera alcanza a leer en las cosas aquello que tienen de información sobre la verdad absoluta.
Y esto no es válido solo para la esencia de los seres en sentido estricto (essentiae), sino también para el simple hecho de ser (esse): este es ciertamente, según Tomás, lo primero que la razón humana atestigua, y sin embargo nunca tiene un concepto adecuado de él; «pone» («afirma») el ser a la vista de las formas de manifestación de los entes que se «expresan», pero dentro de un dinamismo inherente que tiende hacia el ser en cuanto tal (más allá de su concepto) y que hace que de las cosas limitadas en su ser pueda predicarse el ser (y no el mero «maya») únicamente de camino hacia ese puro ser sin más. A propósito de esto se plantea la célebre cuestión de si la razón humana, dotada para el conocimiento verdadero, necesita para alcanzar dicho conocimiento una «iluminación» proveniente de la mente divina (con lo cual al mimso tiempo le sería otorgada la intelección de la creaturalidad o procedencia divina de los seres finitos) o si tal «iluminación» ya le ha sido dada en su constitución. Esta sería la diferencia entre una teoría del conocimiento más agustiniana o más aristotélico-tomista, pero Tomás ya no considera esa diferencia muy relevante (non multum refert: De spirit. creat. 10 ad 8). No cabe una postura más alejada del agnosticismo que la de Tomás, pero tampoco más cuidadosa a la hora de formular una teoría simplista de la verdad. Para él la verdad es un «trascendental» que penetra y sustenta a todo ser y que precisamente por eso no es reductible (como tampoco el ser como tal) a una fórmula breve.
Dejemos a un lado, por demasiado vaga y necesitada de aclaraciones diversas, la fórmula de sobra conocida de adaequatio intellectus ad rem. Mejor volvamos a un punto ya insinuado más arriba. Los entes creados tienen todos la capacidad de «darse», «representarse», «expresarse». En su esencia escondida reside la posibilidad de revelarse en determinada medida. Desde la perspectiva del sujeto, la razón tiene la posibilidad de formarse una opinión juzgando adecuadamente a partir de las señales que le llegan de fuera, empezando por una «palabra interior» (verbum mentis, en Tomás), que de antemano (dado que el hombre no puede existir como ser social sin el lenguaje) ya se traduce en palabra semántica (tal y como ha subrayado la nueva filosofía del lenguaje). De esta forma llegamos al significativo resultado de que allí donde tiene lugar la verdad confluyen una palabra objetiva de las cosas reales (por ej., el vuelo de un pájaro) y una palabra subjetiva(-social) de quien las piensa.
De repente estamos de nuevo ante la afirmación del prólogo de san Juan, que todas las cosas han sido creadas en el Logos divino (razón, expresión, palabra) y que solo gracias a su participación en el Logos son reconocidas como verdaderas. Todas las cosas, las que existen y las que (además) tienen conocimiento, en cuanto existen, tienen forma de palabra, y hablan en definitiva, dado que proceden del mismo único Logos, un único lenguaje o participan de una única verdad. Dado que ambos, tanto el objeto como el sujeto, solo participan en ella, la verdad absoluta los supera de modo inalcanzable, a no ser que dicha absoluta verdad los capacite por pura gracia de la infinitud que le es propia («y a los que el Hijo se lo quiera revelar», Mt 11,27). En sí mismas, en cuanto cosas creadas, reciben una participación deficiente en aquella verdad divina que nosotros conocemos por revelación como trinitaria: ella es El que se expresa en la entrega amorosa, la Palabra amorosamente recibida y la unión y fruto de ambas, el Espíritu Santo. La participación deficiente alcanza para hacer de la criatura una «imagen» del Dios trinitario, en la que la imagen primigenia puede «encarnarse» si es su voluntad. Y con ello volvemos al resultado de la primera parte: la Palabra encarnada puede llamarse «la Verdad», pues realiza simultáneamente ambas acciones: representa al Padre trinitario en el Espíritu Santo y lleva en sí a plenitud toda verdad incoativa en cuanto propia de la imagen creatural.
Finalmente, hay que añadir algo más: cuando Jesús dice: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9), esto implica dos aspectos. El primero, que quien ve al Hijo lo vea como realmente es, es decir, no como un hombre perfecto, ni como un trasunto imperfecto de la relación trinitaria bajo apariencia humana, sino en la plenitud de amor de su vida, actuar, muerte y resurrección como expresión propia del Padre eterno, que solo en el Espíritu Santo puede ser reconocida. El segundo, que dicho «ver» no puede realizarse de otro modo en una vida mortal sino en un seguimiento de Cristo progresivo, cada vez más cercano, en un vivir en la obediencia lo que Jesús es como hijo: Solo quien «lo hace» descubre si Jesús es la verdad (Jn 7,17; 8,31), de modo que en su correr tras la verdad «no se imagina que la ha alcanzado», sino que ha sido realmente «alcanzado por ella» (Flp 3,12-13). Y así como la confluencia entre sujeto y objeto tiene lugar en un lenguaje socialmente configurado, así también la confluencia entre la Palabra absoluta como encarnación y como seguimiento creyente tiene lugar en un lenguaje fundado mediante la encarnación de Dios: el de su Iglesia.
- El autor se refiere a la encíclica «Dominum et vivificantem» sobre el Espíritu Santo, promulgada el 18 de mayo de 1986, domingo de Pentecostés [N. del T.].↩
- Mientras el mundo da vueltas, la cruz se mantiene firme [N. del T.].↩
- Josef Pieper, Philosophia negativa, München 1953; 2ª ed., titulada Unaustrinkbares Licht. Das negative Element in der Weltansicht des Thomas von Aquin, München 1963, p. 38. Allí vienen estas citas de Tomás.↩
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