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El crucificado, ¿es bienaventurado?
Hans Urs von Balthasar
Título original
Ist der Gekreuzigte “selig”?
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Temas
Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Juan J. AgüeroAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Communio Revista Católica Internacional 9 (Madrid, 1987), 100–102 (tr. revisada para esta edición electrónica)
Las Bienaventuranzas con las que se inicia el Sermón de la Montaña han sido inspiradas es verdad, también, por las bendiciones de los «pobres de Yahveh» al final de la Antigua Alianza, pero dependen en su esencia más profunda del camino en seguimiento de Cristo, como lo demuestra la última de ellas: «Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por causa mía» (Mt 5,11); Marcos añade: «Y a causa de la “Buena Nueva”, que vosotros anunciaréis».
El arquetipo de perseguido y de insultado es Cristo, lo es, sin duda alguna, en cuanto crucificado abandonado por Dios. Antes y después de su muerte, ha «gozado» de haber podido sufrir; con esto, no se dice en absoluto que se haya sentido «bienaventurado» en la cruz, y, por esta razón, que los «perseguidos», «los que padecen hambre y sed de justicia», «los que lloran» deban sentirse, a su vez, bienaventurados. La «bienaventuranza» puede aplicarse a la vía de gracia que deben recorrer, no al estado que deben atravesar. «Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra pena acabará en alegría. Cuando una mujer va a dar a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre haya venido al mundo» (Jn 16,20-21).
Si se admite que Aquel que ha sido abandonado por el Padre en la cruz no se siente «feliz» en ningún sentido (sino en el sentido puramente objetivo, ya que su sufrimiento constituye el acto de amor más puro y la obediencia suprema al Padre), no es necesario suponer de aquellos a quienes Jesús declara bienaventurados que su aflicción, su hambre, su situación de perseguidos vaya acompañada de sentimientos de felicidad.
Sin duda se ha querido desenmascarar la expresión «bienaventurado» como una traducción defectuosa del hebreo al griego y al latín. En su traducción de toda la Biblia (Desclée de Brouwer, 1985, p. 1883), André Chouraqui lo ha traducido por «en marcha» (poco más o menos: poneos a ello: estáis a pie de obra). Y ha anotado que la palabra viene del hebreo «ashrei»: designa la rectitud del hombre que marcha por un camino que va directamente hacia Yahveh. En este caso, la pura rectitud objetiva, y a través de ella la «bienaventuranza» de quien sigue a Jesús en el camino de la cruz, serían subrayados más fuertemente todavía. Pero la diferencia existente entre este sentido y «bienaventurado» no es considerable, porque, si se dice al final de las Bienaventuranzas (Mt 5,12): «Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros», esto significa también que los afligidos deben alegrarse ya antes con la alegría del más allá y que Isaías ciertamente no se alegró mientras permanecía sometido al suplicio de la sierra.
En cuanto al aspecto subjetivo de las «Bienaventuranzas», la solución que se adopte dependerá esencialmente de lo que el Crucificado, «hecho pecado» por el pecado del mundo (2 Co 5,21), ha experimentado en su Pasión. Esta se ha mostrado ante Él como algo humanamente insoportable, tal como aparece claramente en su oración en el Jardín de los Olivos. A los discípulos de Emaús, a quienes llama «lentos y torpes para entender», explica, partiendo de toda la Antigua Alianza, que «el Mesías debía padecer todo eso» (Lc 24-26). El grito de abandono constituye en Marcos y Mateo la única «palabra de la cruz» transmitida; en Marcos, Jesús expira «con un gran grito». Es seguramente auténtica la expresión: «Tengo sed», a la que se responde con la esponja empapada en vinagre; seguramente auténtica también la entrega de la Madre de Jesús a Juan. En Lucas las palabras que expresan exactamente el verdadero comportamiento de Jesús («Perdónales…», «En tus manos…», «Desde hoy tú estarás conmigo en el Paraíso.»), pueden perfectamente ser ajustadas interpretaciones, sin que podamos decidir con certeza si han sido pronunciadas tal cual. De esto se derivan dos consecuencias. A primera vista parece inverosímil que Jesús haya recitado el Salmo 22 («Por qué me has abandonado») hasta el final de tono gozoso, aunque el versículo 17 hable de manos y pies atravesados. La otra consecuencia: sin duda Jesús, en plena conciencia de haber sido abandonado, no ha perdido su «fe» en el Padre, al que se dirige diciendo: «Dios mío, Dios mío», y con quien mantiene un diálogo unilateral, entregándose en las «manos que ya no son sentidas» del Padre. En cuanto a la expresión: «Todo se ha cumplido», se la considera, sin duda con razón, como una palabra de confirmación del Espíritu Santo (en San Juan, es exactamente la expresión de Cristo glorificado en Pascua).
Propondría, consecuentemente, decir lo siguiente: toda teología (incluyendo los ecos que llegan hasta nuestros días) que admite que Cristo en la cruz no ha sufrido más que en «la parte inferior de su alma», mientras que «la parte superior de su espíritu» permanecía en la visión celeste bienaventurada, devalúa el drama de la Redención; no se da cuenta de que es el Hijo todo entero quien asume la situación del mundo pecador separado de Dios, lo «infiltra» con su obediencia absoluta y con ello le sustrae su fuerza. El Dios trinitario puede hacer más que lo que imaginan los piadosos teólogos. De esta forma resulta absolutamente verdad que este «abandono» entre el Padre y el Hijo (hecho posible por el Espíritu de los dos) es una forma extrema de su amor recíproco y del amor trinitario de Dios por el mundo. Después de todo, la muerte de Jesús y su caída a los infiernos constituye una posibilidad del amor más vivo de Dios. Es por lo que Juan llama a la muerte y resurrección de Jesús, sin separarlas, la «glorificación» (del amor divino).
Para aquellos que son declarados bienaventurados, se deduce de esto que durante el período de su prueba no necesitan sentirse gozosos en ningún sentido sicológico de la palabra. Que esto sea concedido a algunos, por ejemplo a los mártires, en virtud de la gracia de la Resurrección, es ciertamente posible. Pero no es necesario. En las ocho bienaventuranzas, la felicidad es prometida solo para el futuro: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados», etc. Esta presciencia puede fortalecerles en el sufrimiento: de esta manera quienes padecen hambre y sed de justicia verán un día reinar la justicia: todos, incluso los pobres que no se defienden, los constructores de la paz, los misericordiosos, etc., deben saber de antemano que se encuentran «en el buen camino» (como lo interpreta Chouraqui), pero un camino que no puede llevarles por el momento, mientras pasan junto a la cruz, a una felicidad terrestre o celeste. «Tome su cruz cada día» (Lc 9,23). «Yo estoy crucificado con Cristo» (Ga 2,19). «Yo muero cada día» (1 Co 15,31).
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