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¿Se basa la catequesis en la fe y/o la teología?
Hans Urs von Balthasar
Título original
Gründet Katechese auf Glauben und/oder Theologie?
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Temas
Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Miguel García-BaróAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Revista Católica Internacional Communio 5 (Madrid, 1983), 102–108
1. La nueva situación
La pregunta que planteamos parece pasar por alto despreocupadamente los numerosos problemas graves que, desde el primer plano, nos acosan: ¿cómo debe concebirse un catecismo para nuestro tiempo? ¿Puede responderse con proposiciones de fe eclesiales a las cuestiones que oprimen a los adolescentes? ¿En qué relación se encuentra la clase de religión con las demás materias de una escuela o un instituto civiles? ¿Se da en la práctica la colaboración entre el profesor de religión, la familia y la comunidad? ¿Cómo hay que estructurar la formación de los catequistas? ¿Qué materia hay que tratar con prioridad: dogmática, ética, ciencia general de la religión (esta última tiene más probabilidades de interesar)…? Son cuestiones candentes que deben todas ser seriamente meditadas. Y, sin embargo, la nuestra tiene visos de ser la cuestión más palpitante, pues no versa solo acerca del contenido irrenunciable –o sea, acerca de la esencia– de la catequesis, sino que, justo por ello, trata del ser o no ser del cristianismo en el próximo y en el lejano futuro.
Antes de la Ilustración, mientras toda teología se entendía a sí misma como el intento de una interpretación del contenido misterioso del acervo de la revelación divina, compendiado en la confesión de la fe de la Iglesia, en la Iglesia católica no existía este problema que hoy nos asedia. «La teología –decía Tomás de Aquino– tiene por base de sustentación (prima principia) los artículos de la fe, que brillan ante quien tiene la fe gracias a una luz que se le concede; del mismo modo que los principios propios de nuestra naturaleza humana brillan por la luz del entendimiento agente. No hay [,pues,] que extrañarse de que no sean conocidos por los infieles, que carecen de la luz de la fe…»1. Pero –preguntará la Ilustración– ¿no deberían, también y sobre todo, resistir los artículos de la fe la claridad de la luz natural del entendimiento? En concreto, esto quiere decir: si la teología no quiere permanecer cerniéndose en un espacio «sobrenatural» vacío, ¿no tiene que plantearse en primer lugar la cuestión de cómo y con qué derecho –sobre la base de los datos históricos– surgió la primitiva fe cristiana? Nuestra fe, dicen los cristianos, descansa en el testimonio de la Resurrección. Pero ¿es que acaso bastan –preguntan Reimarus y Lessing– estos relatos contradictorios como fundamento de todo el edificio de vuestra fe? Y este fue solo el punto de partida de los innumerables problemas suscitados por la exégesis respecto de la tradición de las palabras y los hechos de Jesús. ¿Puede y debe el creyente sencillo poner entre paréntesis su fe en Jesucristo y sobre todo lo que va en la fe unido con Su persona –la Trinidad de Dios, la Iglesia y sus sacramentos–, hasta que se solucionen las cuestiones exegéticas, hasta que la teología (que tiene que ponerse al corriente de los resultados de la exégesis) esté de acuerdo sobre su relación con estos resultados?
Se ve inmediatamente qué alternativas se derivan de aquí para la catequesis. ¿Debe presentarse a los jóvenes la fe no «puesta entre paréntesis», tal como la Iglesia la confiesa solemnemente ante Dios, resumida, dentro de su liturgia, en el Credo, o en las oraciones de la Misa y en especial de los Cánones eucarísticos? ¿Pero no trabarán conocimiento muy pronto estos jóvenes con los problemas de la crítica bíblica histórica y no desconfiarán entonces de su ingenua fe eclesial? ¿No se debe, pues, comenzar más bien por los problemas exegéticos (que, a la corta o a la larga, siempre llegan a saberse) y ver, apoyándose en ellos, qué puede aún salvarse del viejo Credo? ¿Por qué no empezar en el Antiguo Testamento donde se tiene suelo firme bajo los pies, en la época de David y Salomón, y dejar estar el más o menos fabuloso período precedente –Abraham, Moisés, la Alianza del Sinaí, la conquista de la Tierra Prometida–? ¿Por qué no empezar con la fe postpascual de los apóstoles y abandonar en su irremediable penumbra sus fundamentos prepascuales –la historia de Jesús de Nazaret–? Esta última vía (es prácticamente la vía de Bultmann) ha sido emprendida con decisión, en los países de habla alemana y en otros, por algunos proyectos aislados de catecismo, con el resultado de que las claras afirmaciones de la Iglesia, que confiesa al Jesús histórico como el Cristo enviado por el Padre («Dios verdadero de Dios verdadero») suenan constantemente en expresiones vagas, que adrede quedan indeterminadas y que omiten muchas proposiciones de fe. ¿Cómo podría esta problemática no afectar inmediatamente a la enseñanza de la religión en escuelas e institutos?
¿Las consecuencias? Bien claras están: la fe puesta aquí, al menos provisionalmente, «entre paréntesis» no es, con seguridad, en los aleccionados por nosotros, la misma que la fe de un Pablo, que sabe que Cristo «le amó y ha muerto por él» y que le responde, por ello, con una fe de total entrega a su persona (Ga 2,20). ¿Quién querría vivir y morir por un Jesús del que no se sabe bien quién fue, si un sabio, un profeta, o un hombre convencido de ser un elegido de Dios pero que quizá sea tan solo un exaltado?… ¿Hay salida para la teología y para una catequesis que no puede ser independiente de ella?
2. La fe y la teología
Para quienes se han ocupado más detenidamente con los métodos y los resultados de la exégesis histórica, la relación de esta con la fe eclesial pierde de modo notable tensión y dramatismo. Podemos distinguir tres campos de problemas.
a) La mayor parte de lo que formulan los exegetas son hipótesis. El estado extremadamente complejo de las fuentes, por ejemplo, de los Sinópticos, pero también, desde luego, de los Hechos de los Apóstoles y, de otra manera, del Evangelio de Juan no permite más que poquísimos juicios categóricos. Muy a menudo se levantan nuevas hipótesis sobre otras aceptadas provisionalmente. La literatura exegética está repleta de expresiones como «presumiblemente», «verosímilmente», «quizá», etc., con las que atestigua su sinceridad. En ocasiones, cuando un número suficiente de «especialistas» se ha pronunciado a favor de una hipótesis, olvida estas cláusulas de prudencia; pero basta entonces para compensar la preponderancia estadística con que se adelante un investigador inteligente y animoso con una hipótesis más plausible. En los breves siglos en que se ha ejercido la crítica bíblica con el método crítico histórico, tal cosa ha ocurrido innumerables veces. Para aducir únicamente un ejemplo de nuestros días: el desarrollo de la cristología y de la doctrina sobre los títulos de Cristo, tal como se configuró desde Bossuet a Bultmann, y que fue repetida como cuasi infalible, ha quedado en amplia medida obsoleta debido a las investigaciones de M. Hengel.
b) Es más importante lo segundo. Muchas de las teorías expuestas por la exégesis como «posibles» o «verosímiles» parecen en un principio amenazar en sus fundamentos a la fe cristiana. Consideradas con más detenimiento, no solamente pueden conciliarse con ella, sino que revelan en ella rasgos plausibles e incluso profundidades insospechadas. El hecho de que, por ejemplo, Jesús no quisiera aceptar ningún título de grandeza (el título «Hijo del Hombre» sigue estando en discusión), examinado más profundamente, no habla en contra de su verdadera grandeza, sino a favor de ella, que no consiente expresarse en ningún título –al alcance de la comprensión de los que lo rodeaban–. El que Jesús no haya hablado expresamente del sentido salvífico de su futura pasión y su muerte –los pocos lugares que tratan de ello quizá (?) fueron interpolados con posterioridad– sólo muestra en realidad su discreción; lo contrario, que hubiera venido muy bien a exegetas y teólogos, habría sido en él una falta de delicadeza. Por ello, la puesta entre paréntesis o la total supresión del «pro nobis» –imprescindible para la fe eclesial– en el Credo (a propósito de la Encarnación y la Pasión) es completamente superflua. De que Jesús anunciara su próxima glorificación en palabras que sonaban «apocalípticamente», no puede inferirse que creyera en un pronto fin del mundo y que se equivocara, sino que alcanzaba en su poder redentor realmente hasta el fin del mundo terrenal: su resurrección tiene para él lugar en la conclusión de los tiempos. A partir de que, como se dice tantas veces, no se anunciara a sí mismo, sino que proclamara el Reino de Dios, y de que solo después de su muerte se situara en el centro del credo de la Iglesia primitiva, no se sigue–esto lo reconoce hoy la teología liberal– que Jesús no uniera desde el principio directamente la venida y la presencia del Reino de Dios con su propia persona, cosa que, naturalmente, jamás había hecho un profeta antes de él. De que Jesús no «fundara» una Iglesia al modo como se funda una sociedad con estatutos y órganos, no se sigue que (¿quizá a causa de un pronto fin del mundo?) no haya querido ninguna comunidad permanente de los suyos, e incluso no la haya preparado muy claramente; pero tenía que dejar al Espíritu Santo toda la fecundidad visible de su misión terrenal –incluso la interpretación de su Pasión–. Finalmente, se reprocha a los evangelistas que no hayan arrojado luz postpascual sobre la figura prepascual de Jesús. Puede que sea así en muchos casos; pero ¿no se suple de este modo la luz de la comprensión para lo ya realizado en el Santo –luz que faltó a los discípulos, y no a Jesús–? Por lo menos, este es el tenor de la confesión de ellos (Lc 18,34). Y así podríamos continuar aún largamente. Siempre parece que la crítica interpone un veto contra el credo eclesial, pero este puede tomar un sentido plausible ante la objeción; el cual altera quizá de alguna manera algo que hasta entonces se aceptaba sin parar mientes en ello, pero no pone en cuestión lo esencial, antes bien suele destacarlo más plásticamente.
c) Mas ¿no quedan, con todo, casos en que la «luz natural de la razón» se opone reciamente a la «luz sobrenatural de la fe»? Tenemos, por una parte, todo el complejo de cuestiones en torno a la madre de Jesús. ¿No es sospechoso que, acerca de que Jesús nació de una virgen, no se diga nada en Pablo y Marcos, sino solo en los prólogos tardíos a Mateo, Lucas y Juan2 (1,13)? Y en lo que hace a los hermanos de Jesús, ¿es que adelphos no quiere decir en griego, en primer lugar, hermano carnal? Por otra parte, no es de extrañar que solo tardíamente haya llegado a conocimiento general el secreto del origen de Jesús; y, en cuanto a los «hermanos», la palabra semítica que hay tras la griega significa normalmente también primos y otros parientes (esta costumbre se ha conservado hasta hoy)3. Solo quien medita más profundamente comprende además que si se supone la paternidad de José cae por su base la filiación exclusiva de Jesús respecto de su Padre eterno y, con ella, la divinidad de su Persona, el misterio de la Trinidad de Dios y también la posibilidad de una expiación en el lugar de y por los pecadores.
Tenemos, por otra parte, la espinosa cuestión siguiente: ¿puede realmente haber pronunciado Jesús en el Cenáculo las solemnes palabras de la Consagración, que parecen una reflexión sintética posterior sobre el sentido de la Pasión y la relación de la Antigua con la Nueva Alianza? He aquí la pregunta con la que responder: ¿quién podría haber inventado tales palabras y haberlas puesto en boca de Jesús, si los discípulos –evidentemente siguiendo sus preceptos– se reúnen después de Pascua para la fracción del pan, e incluso es reconocido el propio Resucitado en la fracción del pan (Lc 24,31)? Pablo, el primero que transmite literalmente las palabras de la Consagración, declara haberlas recibido como tradición de la Iglesia (1 Co 11,23).
Como última ocasión de conflicto entre fe e Ilustración puede aducirse la ya mencionada divergencia de los relatos de la Resurrección. Pero ¿cómo podría encerrarse en palabras mundanales un acontecimiento que sucede de la historia tempoespacial a la eternidad, si no es haciendo saltar de algún modo en pedazos esas palabras? Todos los trozos que narran el acontecimiento contienen un aspecto fragmentario de la verdad, que es demasiado grande para quedar recogida en un relato intramundano.
Además, ¿por qué acumular tantos interrogantes en torno al acontecimiento pascual, cuando sobran alrededor del no menos extraordinario acontecimiento de Damasco, en el que no solo un grupo de hombres desalentados, sino un rabioso perseguidor fue obligado a dar, de por vida, un giro de ciento ochenta grados?
Y, en fin, ¿por qué se va con críticas tan por menudo a los milagros de Jesús (negar todos ellos sería absurdo), cuando en los Hechos de los Apóstoles se narran sin gran ruido los milagros de los discípulos y cuando un Pablo remite impávido a sus milagros auténticos como refrendo de su apostolado: «los signos (semeia) del apóstol, que se realizaron entre vosotros, en toda perseverancia, por milagros (semeiois) y portentos (terasin) y prodigios (dynamesin)» (2 Co 12,12)?
En resumen: todos los testigos neotestamentarios quieren únicamente informar sobre la persona de Jesús y su singular destino, tanto confesándole como encareciendo la veracidad de sus informes (Lc 1,1-4; Jn 19,36); ninguno pone el acento, en absoluto, sobre su propia fe. Así, pues, se encontrarían desde el principio en camino errado toda catequesis y todo medio auxiliar para ella que quisiera partir de esta fe cristiana primitiva (como de un factum psicológico) y no de su contenido. Dice una regla hermenéutica elemental que solo puede entenderse un texto cuando se introduce uno en la intención de lo que afirma. Nuestro texto (único en la literatura universal) no quiere ser sino la mediación entre el acontecimiento salvífico que ha tenido lugar en y por Jesús («Dios reconcilió en Cristo al mundo consigo» –2 Co 5,19–) y el compromiso total de la existencia del oyente de esta nueva con su contenido.
Por consiguiente, en la teología que medita la nueva no puede haber ninguna «puesta entre paréntesis» («abstención», epoche) de la fe que concierna a la entrega de la vida al contenido de la nueva. Los ejemplos aducidos en a), b) y c) muestran más bien que la investigación exegética de los acontecimientos prepascuales y la meditación teológica de estos sucesos y de su relación con la Pasión y la Resurrección, en vez de disolverlo, hacen ver el nexo creado por la fe en algunos respectos de un modo nuevo –y también, cosa notable, más profundo–. La «suspensión» que es posible y que realmente se exige en la investigación teológica tiene lugar dentro de la actitud creyente –pues la fe representa un id quo majus cogitari nequit–; toda salida de ella a una presunta neutralidad significa una doble pérdida: la del ápice del sentido del texto que se quiere interpretar, y la de la propia existencia, a la que el texto apunta.
3. Catequesis: hacer posible la intuición
Tal como se suele afirmar y como enseña una tradición dos veces milenaria, la catequesis solo puede tener éxito cuando une información y confesión. Tiene que abrir los ojos y enseñarles a ver el fenómeno que reclama nuestra vida entera porque determina a esta vida ya siempre como gracia que se anticipa. Simplificando, se lo puede determinar desde el límite de la vida, desde la muerte: es cosa que se encuentra en el fenómeno Jesús el que se pueda y se deba exponer por él la vida, porque él mismo ha expuesto su vida por mí. Pablo cree «en el hijo de Dios, que me amó y se ha entregado por mí»; y esta fe significa para él: «Estoy crucificado con Cristo. Vivo, pero ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí». Un paso más todavía: una «ley», como la de la Antigua Alianza, tiene siempre un fin y presenta un rendimiento; pero la muerte de Jesús «por amor hacia mí» sucede de un modo puramente «gratis», desde un abismo de amor que no deja tras sí más preguntas; luego yo tengo que darle respuesta desde el mismo amor gratuito –Pablo lo llama «fe»–. Por eso dice en el mismo lugar que «ha muerto para la ley» (Ga 2,19-20).
La información puede permanecer siendo completamente objetiva también como confesión. Se trata, en efecto, únicamente de expresar con objetividad que la revelación cristiana es incomparable con ninguna otra religión; de que la afirmación ya expuesta –«Dios es amor»–, que ninguna otra religión puede arrostrar, solo se mantiene si todos los aspectos capitales de la verdad cristiana se ven como una unidad y unos en otros: la Trinidad, vislumbrable desde la Encarnación, la Pasión por nosotros y la Resurrección de Jesús; desde su Eucaristía (communio sanctorum scil. rerum) dentro de una Iglesia apostólica y también visible; desde la salvación del hombre concreto entero en la eterna vida trinitaria («resurrección»). Para poder presentar fidedignamente este entrelazamiento, el catequista tiene que apoyarse en buena teología; en teología que no se pierda en exangües especulaciones infructuosas y que no suprima, por moda o a efectos polémicos4, aspectos esenciales, sino que exponga los miembros capitales de la Revelación en una «figura» que pueda ser abarcada unitariamente en una ojeada espiritual precisamente también por la fe «ingenua» ensalzada por Jesús. Tiene, por ello, también que explicar a sus oyentes por qué todo el edificio se pone en peligro y aun se aniquila si se quita del muro una piedra angular. Entre los elementos esenciales no hay ninguna «hierarchia veritatum» que consintiera arrasar lo incómodo. Solo la íntegra totalidad de la Revelación y la fe es plausible, para toda situación humana y toda generación. Solo ella da una respuesta suficiente a las preguntas más antiguas y más nuevas del hombre: ¿de dónde? ¿A dónde?
- Prólogo del Comentario a las Sentencias, art. 3, sol 2 ad. 2. Ya Guillermo de Auxerre había dicho concisamente: «Articuli fidei sunt principia per se nota». Cfr. M.D. Chenu, La Théologie comme Science au XIIIe siècle (pro manuscripto) 21943.↩
- Sobre Juan: J. Galot, Être né de Dieu, Jean 1,13. Roma, Instituto Bíblico, 1969.↩
- Acerca de las cuestiones que son aquí pertinentes orienta espléndidamente: Joseph Ratzinger, Die Tochter Zion. Johannesverlag Einsiedeln, 1977 [tr. es. La Hija de Sión, Saint John Publications 2022, doi: https://doi.org/10.56154/vx].↩
- Solo un ejemplo de ello: la proposición «la Eucaristía es un banquete» es, desde luego, verdadera, pero se usa en la mayor parte de las veces polémicamente contra el carácter sacrificial de la Eucaristía. Ahora bien, es cosa clara que el sacrificio de Cristo (el analogatum princeps en el sacrificio quería decir que todos los demás «sacrificios» en el paganismo y en el judaísmo son, en el mejor de los casos, grados previos respecto de él) no quiere llevarse a efecto sin la participación de la (amante) Humanidad; para esto se hallan al pie de la Cruz la Madre y Juan. Y quien recibe eucarísticamente al así Sacrificado no puede realizar la acción de gracias al Padre (eucharistia) sin entregarse totalmente a la inmolación de sí mismo de Jesús (Hb 7,27). Esto lo expresan muchas oraciones de la Misa.↩
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