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La Iglesia como misterio
Cuando uno comienza a creer seriamente, reconoce que lo más grande es el amor –San Pablo lo ha dicho con suficiente insistencia–, que el amor ha de ser una parte integral y constitutiva de su fe, que no puede aumentar y profundizar su fe de otra manera que no sea amando. Sus primeros intentos serán hechos a tientas, provocarán desengaños, pues él tiene una cierta idea, pero aún ninguna experiencia de lo que es el amor. Comprende que puede amar, porque Dios lo ha amado primero –no solo Dios en el cielo, sino el Dios hecho hombre por amor a él–, porque muchos hombres por amor al Hijo y al Dios trinitario han dado un primer paso para seguir al Señor. Pero toda la circulación del amor sigue siendo para él algo más bien teórico, cerrado en sí y fuera del círculo humano real. Tiene noticias de ese amor, que suenan como una admonición y cuyo sentido no le resulta nada claro. Intenta amar, actúa, pero estos actos se deshacen. Carecen de firmeza y estabilidad. Parecen depender de un momento, de una disposición peculiar. Y viendo claro que nunca será capaz de amar como debiera, implora por el amor. Suplica a Dios, a la Madre del Señor, a los santos. Y comienza a contemplar los misterios del amor. Ve, por ejemplo, como santa Teresita cumple las cosas más cotidianas en una voluntad de amar, hace pequeñas cosas para sus prójimos, por amor ofrece pequeños sacrificios al Señor, creyendo que Él los acoge, los lleva a cumplimiento e incluso, allí donde Él los necesite, les da un valor más alto, que para ella misma permanece invisible, pero que da su fruto en el reino de lo Invisible, del Misterio. El creyente contempla especialmente la vida del Señor y ve que toda ella consiste en amor: amor al Padre y al Espíritu, a la obra del Padre, a los hombres. En ella, cada palabra, cada acción es una afirmación, una expresión del amor. Y, en un momento oportuno, se le abre lo esencial: comprende que solo puede comenzar a amar desde el lugar donde Dios mismo ha fundado el amor. Pues Dios no ha dado su amor solo en las pequeñas cosas de la vida diaria ni solo en el misterio escondido de la vida trinitaria, sino que se lo ha dado al hombre en la Iglesia. Sí, en su esencia verdadera la Iglesia no es otra cosa que la expresión del amor del Hijo por el hombre. Por eso ella se mueve desde la cruz hacia la cruz. Desde la cruz, pues desde ella el Señor deja surgir la célula originaria de la Iglesia, es decir, su Madre y Juan: Juan, obsequiado con la Madre del Señor; la Madre, confiada al discípulo de su amor. La ley que rige esta comunidad, su fundación y su vida no tiene nada que ver con la ley de la naturaleza, y quedaría necesariamente incomprensible si no resplandeciera a través de ella –y así revelara por un instante– el misterio fontal del amor eclesial. El misterio de una Iglesia que recibe a todo creyente en su seno, para hacer de él un amante que solo se relaciona en el amor. El ser acogido en la Iglesia y la gracia de vivir en ella están llenos de los misterios de ambos, del Señor y de la Iglesia. Si un miembro se examinara para ver si su fe, su vida cristiana y su participación en los sacramentos le dieran derecho a participar en la circulación del amor eclesial, entonces él debería dar una respuesta negativa. Sobre todo debería decir «no» cuando se le preguntara si su pertenencia a la Iglesia hace crecer el tesoro de amor de la Iglesia. En el mejor de los casos tendría el sentimiento de que dilapida lo que le fue ofrecido. Y así el amor en la Iglesia deviene también un misterio del individuo en ella, allí donde este se sabe protegido en esta vida del amor, sin comprenderla en lo más mínimo.
Dios ha amado tanto a los hombres que Su amor basta, que Su amor puede transformar las acciones de los hombres. Su tesoro de amor sobrepasa de tal modo toda medida que nunca puede agotarse, que incluso necesita de cada uno de nosotros para disiparse como corresponde, para donarse a los hombres según la medida excesiva del Hijo del Dios.
Este supremo misterio del amor, misterio que nunca nadie llegará a comprender en toda su plenitud, toca y determina toda la vida de la Iglesia. Ennoblece al ministerio, llena los sacramentos, crea la presencia de una fuerza activa de amor en cada oración, en cada sacrificio, en cada pensamiento cristiano. Y une a los hombres, hace de ellos, tal como son, una Comunión de los Santos; lo cual, ellos lo saben, sería una idea ridícula si no fuera por la presencia misma de ese misterio. No de modo que el cristiano esté en un lugar como pecador y, al mismo tiempo, en otro como santo. Pero el amor vive en él por la fuerza de Dios y de los que aman en la Iglesia y por la fuerza difusiva y comunicativa del misterio, de manera que continuamente es recreada una unidad entre el santo que él ha de ser y el pecador que él aún es. Este misterio de transformación es un misterio intra muros: el espacio de la Iglesia es lo suficientemente amplio para recibirlo, lo suficientemente amplio para conservar vivo en sí el amor del Señor. No existe tibieza ni debilidad en este amor, tampoco defraudación ni infidelidad. Su amor es, vive, permanece. Y se lo puede sentir en las acciones de la misma Iglesia. Se lo puede reconocer, quizá como un amor que puede llegar a ser definido, allí donde Pedro se presenta y cumple el ministerio. Se puede hablar de él, expresarlo, comprobarlo. Pero él también vive allí donde Pedro retrocede y deja a Juan la prioridad, donde el amor al Señor recibe casi un carácter de amistad, el ministerio palidece, tan solo reinan la confianza, la fe y la esperanza. Vive en el sacramento de la confesión, en el sacramento de la eucaristía, en los sacramentos que actúan en toda una vida: en el matrimonio, en la ordenación sacerdotal, y también donde el hombre se separa de la vida terrena para presentarse ante el juicio de Dios.
Si quisiéramos hacer el intento de medir el amor de la Iglesia con una medida fija que sea accesible para todos los hombres, una que sea importante y significativa para todos ellos, no llegaríamos a ninguna parte. Porque el amor uno y único de Dios en su Iglesia es tan omnipresente y se difunde de tal modo a través de todos sus resquicios y articulaciones que no puede ser reducido a una forma o a un concepto particular. Ninguna balanza tiene los platillos adecuados para pesar este amor. Si nos representáramos a todos los orantes que buscan al Señor, a todos los que lo asedian con sus peticiones personales, a menudo triviales. Si intentáramos expresar la oración de la Iglesia, repetir las palabras que miles y millones en el pasado utilizaron y darles un contenido que fuera digno de la fe. Si nos representáramos a todos los que simplemente rezan para estar junto al Señor y acompañarle en una disponibilidad siempre mayor que no pretende prescribirle nada. Si pudiéramos hacer todo ello: en cada una de esas experiencias deberíamos llegar a intuir que toda vida y todo pensamiento, toda chispa de Espíritu y toda forma de amor están siempre protegidos en el Misterio del amor eclesial que todo lo comprende. De algún modo podríamos seguir el camino que un hombre recorre para entrar en el santuario de esa realidad que todo lo comprende. Sin embargo, pronto llegará el momento en que todas las cosas entran y pierden sus límites en el misterio que siempre permanece misterio. Con la misma intensidad que el Señor se ha revelado a sí mismo y ha revelado la Iglesia, del mismo modo ha dejado protegido el núcleo del misterio que entraña la vida divina y su perfecta fecundad, para que nosotros no retrocedamos espantados ante los abismos de la realidad real ni ante la inmensidad del amor. El Señor lo ha dejado reservado para ser revelado en la vida eterna. También lo ha hecho para que los hombres no se sientan rechazados por la distancia y así puedan guardar los mandamientos de Dios y mantener viva la esperanza que les fue confiada. El misterio de la vida eclesial y todo el misterio del amor en la Iglesia es una realidad tanto reservada cuanto soberanamente revelada: una realidad tan revelada que los santos y los ángeles en el cielo no se cansan de contemplarla, y en relación con ella poseen la visión de Dios. Pues allí contemplan una realidad viva que pertenece a Dios y en ella les está permitido contemplar y poseer a Dios. Sobre-abundantemente revelada incluso, porque es la trasparencia y claridad última de la vida eterna. Y también porque ella sobre-pasa nuestros sentidos: nosotros la veremos cuando seremos liberados de todo lo que nos limita y de todo lo que opaca nuestros sentidos, de manera que el misterio pueda aparecer como la realidad manifiesta y radiante en su evidencia.
Lo velado en la Iglesia –reservado para el cielo, pero que ya fluye activamente a los hombres en la tierra– permanece superior a toda comprensión. Pero esta realidad inconcebible también posee una especie de omnipresencia. Nosotros podemos entrar en cualquier iglesia e intentar acoger con una clara mirada lo que es digno de ser visto: el edificio, su estructura, los grados que dirigen al altar, los ritos que allí se realizan, la exposición del Santísimo, los movimientos del sacerdote, el ir y venir en el coro, el avanzar de los creyentes, su permanecer ensimismados en oración y su alejarse enriquecidos por esta vivencia. Y todo esto que vemos de un modo tan claro se continúa en lo invisible, significa un inicio que es acogido en una realidad ulterior, escondida, protegida. Así como los creyentes son acogidos en el espacio y en las acciones visibles de la iglesia, así la entera Iglesia visible es acogida en una realidad invisible, que es presupuesta, creída, vislumbrada y nunca totalmente comprendida en todo lo que ella es y realiza. Todo significa mucho más de lo que nosotros, incluso en la fe, podemos llegar a conocer. Este sentido más grande, esta revalorización de todas las cosas eclesiales detrás del velo de lo visible es un signo de que la Iglesia es y vive allí donde solo Dios es y vive, es decir, más profunda y realmente que todo lo que podemos representarnos como la posibilidad más extrema, solo remotamente posible.
Porque las alegrías que el Señor derrama provienen de las alegrías que Él experimenta en su Ascensión al cielo. Son las alegrías de su regreso al Padre y para nosotros las alegrías de la visión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El misterio de la Iglesia es un misterio del amor, e igualmente un misterio de la alegría. Y si este misterio aparece como sufrimiento y pesa con dureza, esto es una disposición para la vida presente, con el fin de despojarnos aún más de lo que nos impide ir a Dios. A nosotros, las personas individuales, y a nosotros, la Comunión de los Santos: a todos aquellos para los que el Misterio de la Iglesia está vivo.
Adrienne von Speyr
Título original
Die Kirche als Mysterium
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Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Comunidad San JuanAño:
2022Tipo:
Artículo
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