Este tercer volumen de los «Ensayos teológicos» gira en torno al misterio del Espíritu Santo. El primer volumen fue edificado en torno a la Palabra encarnada, el segundo en torno a la Iglesia que se conforma a la Palabra, y ambos volúmenes se completan recíprocamente. El Espíritu Santo es, por una parte, ciertamente el Espíritu que reina entre Cristo y la Iglesia, de modo que los temas de los primeros volúmenes encuentran su desarrollo orgánico en el presente volumen. Pero Él es también el Espíritu creador que procede de la unidad Cristo-Iglesia (como procede de la unidad eterna Padre-Hijo) y, de este modo, es apertura de la unidad de amor entre Esposo y Esposa hacia lo nuevo, hacia el niño, hacia el mundo creado, hoy –también y precisamente– hacia el mundo mundano no cristiano. Que una tal apertura pueda significar también un peligro para el hombre protegido en la Iglesia lo experimentamos diariamente y de un modo creciente, especialmente si el hombre se confronta con el mundo mundano de un modo rápido y sin la debida preparación. Por eso algunos ensayos poseen un carácter nuevo: ellos buscan concentrar el mensaje cristiano, indicar al centro irrenunciable, asegurarlo, estudiarlo desde todos sus lados y periferias; están en la escuela del Espíritu que no cumple su tara económica de otro modo que explicando a las generaciones el mensaje del Encarnado, Crucificado y Resucitado en una forma creativamente nueva e introduciéndolas en su verdad.

En la segunda parte son ofrecidos algunos fragmentos de una doctrina sobre el Espíritu que quisieran dejar sentir algo de su acción: en el modo como Él guía a los hombres hacia el Dios vivo (Fe), como Él discierne los espíritus de este tiempo (Crisis), como nos consagra en el misterio del Encarnado (Noche), como sopla cual apertura inconcebible a través de las estructuras finitas de la vida humana (Hálito). Todo esto es y permanece sólo una indicación, otros estudios bien distintos podrían ocupar el lugar de los actuales. Es suficiente si por este ramo de trenzado sencillo el Viento que todo lo atraviesa puede despertar un vislumbre del «olor de vida que lleva a la vida» (2 Co 2,16).

Del Prefacio