Gloria: la “estética teológica” en el conjunto de la trilogía

¿Por qué la primera parte de esta síntesis teológica [es decir, la trilogía Gloria – Teodramática - Teológica] se llama «Gloria»? Porque primero se trata de hacer visible, sin más, la revelación de Dios. Y Dios –ciertamente, bajo los incógnitos de la naturaleza humana y de la Cruz– sólo puede ser realmente conocido en su señorío, en su magnificencia, en lo que Israel llama kabod y el Nuevo Testamento gloria. Esto significa que Dios no viene primariamente como un maestro para nosotros («verdad») ni como «redentor» conveniente y útil para nosotros («bien»), sino que viene para manifestarSE e irradiarSE a sí mismo en la gloria de su eterno amor trinitario, en ese «desinterés» que el verdadero amor tiene en común con la verdadera belleza. El mundo fue creado para la gloria de Dios, y por ella y hacia ella también será salvado. Y sólo a quien posee un sentido inicial para lo que es el amor «gratuito», por haber recibido el rayo de luz de esa Gloria, puede hacérsele visible la presencia del amor divino en Jesucristo. Aisthesis, la percepción, y aistheton, lo percibido como amor luminoso y siempre particular, están juntos como objeto de la teología. Lo «glorioso» corresponde en un nivel teológico a lo que el trascendental «bello» es en el filosófico. Pero belleza es para el pensamiento occidental –desde Homero y Platón pasando por Agustín y Tomás hasta Goethe y Hölderlin, Schelling y Heidegger– la última propiedad del ser como tal que todo lo abraza y recapitula, su última y misteriosa fuerza de irradiación, por cuyo amor se ama al ser en su totalidad, a pesar de los horrores que esconde para los entes. Por medio del resplandor del ser, a partir de su profundidad última, se abre en el signo exterior del acontecimiento bíblico –a contracorriente de la expectativa del hombre y viniendo de un origen más allá del mundo como lo manifiesta su carácter único e inconcebible– aquella Gloria de Dios que la Sagrada Escritura, la liturgia eclesial y los lemas de los santos fundadores reconocen y alaban sin cesar.

Tercera parte de la trilogía, primer volumen: “En el espacio de la metafísica”

En el segundo volumen de esta obra, Abanico de estilos, los rayos de luz del pensamiento cristiano irradiaron de modo kerigmático desde el sol (aún no visible) de la revelación cristiana. El tercer volumen, En el espacio de la metafísica, tiene una tarea complementaria: insertar tan profundamente como sea posible lo cristiano en el pensamiento humano. La gloria de lo divino que brilla en el mundo fue, gracias a Homero, la primera experiencia de una forma estética en Occidente. Y resulta evidente que el arte tiene su origen y, a su vez, la capacidad de originar sólo mientras configura a partir del mito experimentado como una realidad viva. La filosofía ocupa el lugar de ese arte mítico. Ya en los presocráticos, incluso en Platón la filosofía aún estaba impregnada de la luz del mito, pero entrañaba en sí una ambigüedad a la hora de determinar el sentido fundamental de la trascendencia: ¿es un producto del poder del hombre o es una manifestación de Dios? Virgilio y Plotino cierran magníficamente la Antigüedad con esta misma pregunta fundamental. ¿Qué hará el cristianismo con el antiguo «kalón»? ¿Esculpir a partir del kalón una custodia para el pan de la Gloria? Boecio, los victorinos, Tomás de Aquino, Nicolás de Cusa: ¿qué ha sucedido en verdad gracias a ellos? ¿Es ese eros un vestido del ágape? ¿Qué lugar tiene aquí la cruz? El desastre del nominalismo le roba a la creación todo destello de luz divina: anochece. ¿Qué caminos quedan? De momento, tres: la teología cristiana de la serenidad y el abandono (Gelassenheit) (Eckhart, pasando por las mujeres místicas, hasta Ignacio de Loyola y el «grand siècle» constituyen una gran familia), pero ¿qué lugar tiene aquí el mundo? Luego, el intento de volver a insertar a la teología, que se ha vuelto oscilante, en el fundamento de la Antigüedad (desde Cusa, pasando por el Renacimiento, el Barroco, el Iluminismo, hasta Goethe y Heidegger), pero ¿dónde queda aquí lo distintivo cristiano? Finalmente, la filosofía del espíritu (de nuevo, desde Eckhart y Cusa hasta Descartes, Leibniz, Espinoza y los idealistas), pero si el espíritu del hombre domina al ser en el concepto, se apaga la gloria de lo real, es reemplazada por la «sublimidad» del pensar (Kant, Schiller), la cual en Hegel vuelve a ser parte del pasado y, entonces, sólo queda la fatalidad furiosamente materialista.

El problema entre metafísica y teología no soporta ninguna solución por la fuerza. Y no es que porque los modernos piensan «así», el anuncio cristiano debe, acomodándose, también pensar «así». ¿Cómo puede no ser ciego para Dios quien se ha vuelto ciego para el ser? ¿Es lícito decir que el cristiano que lo quiera o no es heraldo de la Gloria de Dios en el presente, merced a ello asume sobre sí el peso de la metafísica?

La presentación está compuesta por textos del autor, extraídos de “Sobre su obra”.