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Postfacio al «Zapato de raso» de Paul Claudel

Hans Urs von Balthasar
Ottieni
Temi
Dati
Lingua:
Spagnolo
Lingua originale:
TedescoCasa editrice:
Saint John PublicationsTraduzione:
Antonio MurciaAnno:
2025Tipo:
Postfazione
Con este postfacio intentamos devolverle al eco con que la obra maestra de Claudel1 resuena en nosotros la pureza que corresponde a su significado y altura poética. Pues ante obras de arte de la magnitud de la Divina Comedia, de Hamlet o de Fausto (y la obra de Claudel ha trascendido la estrechez académica francesa y logrado para su país el rango de literatura universal) siempre se corre el riesgo de trazar precipitadamente líneas fijas alrededor de la totalidad –que no pasa desapercibida sino que es plenamente captada–, las cuales forman una tupida celosía que impide su contemplación viva. Sin llegar de lejos a ser como «Sturm und Drang», la pieza de Claudel se nutre precisamente del gusto por quebrar reiteradamente con una risa incontenible todo marco artificial que se tenga por definitivo. Un desdén inagotable se esparce sobre la poesía de la Academia Francesa, enmohecida, pálida, cultivada en hermético invernadero. El barroco español y su congelante gongorismo proporcionan los rasgos oportunos y aprovechados en cada ocasión para confeccionar la sátira. Por eso, a esta criatura sedienta de luz, aire y libertad no debemos atraerla a nosotros con esas bridas de las que precisamente se ha desprendido. Lo mejor será saltar sin silla sobre su lomo y, cogidos de sus crines, dejarnos llevar adonde ella quiera.
1. Horizonte
Las creaciones literarias de Claudel, y sobre todo El zapato de raso, tienen horizonte, en un sentido completamente diferente del que vemos en otras obras maestras. Las indicaciones para la puesta en escena de la primera jornada así lo explicitan: «El autor se ha permitido comprimir el país y las épocas, así como a cierta distancia muchas líneas de montañas separadas no hacen más que un solo horizonte».2 Y antes de la cuarta jornada se dice lacónicamente: «La orquesta, en doce compases, establece el horizonte de una vez por todas».3 En Claudel, horizonte es aquella realidad que se desarrolla a partir de dos experiencias definitivas unidas: la experiencia de la línea anhelante, fugitiva y la de la esfera plena, envolvente.
Claudel tiene ansia del mundo como antes de él solo los paganos, pero no los cristianos, la han tenido. Y, sin embargo, Claudel tiene ansia del mundo porque es cristiano. Antes de él ningún filósofo, teólogo, místico o literato cristiano ha experimentado el horizonte del mundo de forma tan dominante. La imagen griega del mundo astronómico influye decisivamente en la antigüedad cristiana y en la edad media: el camino del perfeccionamiento y de la purificación del hombre conduce a través de los círculos planetarios hacia realidades más espirituales, progresivamente más carentes de materia. El cielo divino empieza más allá del cielo de las estrellas fijas. El paraíso, si no se encuentra elevado en la tercera esfera planetaria (según la palabra paulina del «tercer cielo»), debe estar situado sobre un monte alto, inaccesible, tal y como lo encontramos todavía en Dante. El ideal de la época patrística es la «espiritualización». Cierto que, en el pensamiento, la poesía y la arquitectura medievales el «espíritu» se eleva a partir de la tierra: el ideal de la reconciliación entre la Iglesia y el mundo, las visiones de un reino-papal al final de los tiempos, muestran que la contraposición no se percibía como insuperable. No obstante, en la escolástica tanto la realidad última del mundo, la historicidad definitiva del ser, la rudeza del pecado y la irremediable tragedia del mundo, así como la dulzura y ardor de la belleza, del amor y del deseo terrenales siguen estando suavemente cubiertos por un velo fino, transfigurador, espiritualizante. Los grandes escolásticos pertenecen a órdenes religiosas. En la Summa Theologica alienta algo del espíritu de la Cruzada de los niños. Es significativo e íntimamente correcto que Tomás fuera glorificado por fray Angélico.
Llegó una tercera era en la cual el mundo niño había crecido junto a la madre Iglesia y le llegaba hasta los hombros. Durante un instante parecía como si ambos se reconociesen y fueran a abrazarse. Pero todas las esferas celestes, que el alma mundana de Dante todavía anhelaba, han sido destrozadas y el espacio a su alrededor se precipita en el abismo. Por el contrario, la tierra crece bajo la quilla de Colón, cuya línea recta ya no busca el horizonte por encima, sino delante de sí. Pronto llegó el descubrimiento espantoso y feliz: la línea curvada volvía sobre sí misma, el globo era una eterna cárcel. La humanidad ya no está solo geográfica y astronómicamente dejada a su suerte, sino que el anhelo que la dirigía hacia los ángeles torna sobre sí mismo: si hubiera un paraíso, no podría estar sino sobre la tierra; quizá en una tierra consumida en su propio deseo y culpa, en el fuego divino castigador y amoroso, pero tierra al fin, renacida y transfigurada. Durante un instante el reconocimiento mutuo entre el mundo y la Iglesia produjo las grandes llamaradas de un Miguel Ángel o un Rubens. Pero inmediatamente se separaron los caminos. Ningún pensador cristiano resultó atraído por esta visión, Lutero y Pascal cortaron de nuevo el lazo recién anudado, el mundo siguió su camino con la Ilustración y con un humanismo cada vez más superficial, mientras la Iglesia, a menudo poco menos desorientada, asesorando, advirtiendo y a la defensiva, seguía ese vuelo de Faetón.
Si hoy se habla comúnmente del final de una gran época histórica, que comienza en el Renacimiento, ¿no resulta completamente anacrónico volver a escoger, junto con Claudel, su propio punto de vista dentro del Renacimiento y el Barroco? Lo cual estaría, de hecho, equivocado si Claudel entendiese su punto de partida de forma histórica y no de un modo muy diferente, en el sentido de una vestimenta simbólica. Pero a él no le interesa en modo alguno la fidelidad histórica, como sobradamente prueban sus anacronismos intencionados y sus fantásticas transformaciones del material histórico (pensemos en Juan de Austria como hijo de doña Música, en el «canal de Panamá» de Rodrigo o en la corte de Felipe II en la costa mallorquina). Utiliza los motivos históricos como el compositor hace con secuencias de acordes previas. Tras el Renacimiento hay un kairós intemporal: el encuentro entre el mundo y la Iglesia. La experiencia insoslayable e irreductible de la mundanidad, una experiencia católica, consume el espíritu de Claudel y para darle cuerpo elige nuevamente el Renacimiento y ordena el material histórico alrededor de él como centro de irradiación. Aquel fuego que en su recorrido histórico pronto se extinguió en un montón de cenizas, es ahora encendido de nuevo, al final de la época –enriquecido con las experiencias de siglos y avivado por las ascuas del s. XX–.
La situación que entonces no podía ser del todo comprendida por ningún pensador ni poeta, resulta hoy tan clara que su forma y expresión no tardaría en llegar. Claudel estaba predestinado para esa experiencia y forma, dado que había viajado por toda la tierra en la carrera diplomática y había vivido en todos los países, sumergiéndose con interés y gusto en todas las naciones y culturas. En él habitaba algo más que el eros del hombre renacentista. Después de aquellos descubridores e inventores heroicos y solitarios el mundo es más conocido, más abarcable. Mediante el tráfico mundial la humanidad se ha aproximado más estrechamente y de repente aparece como una unidad de esencia y destino. El paraíso es el globo terráqueo y Adán es la humanidad. Lo que interesa al poeta es la historia de este único Adán. En equidistancia con el teatro individualista de Shakespeare y con el genuino Gran teatro del mundo de Calderón, su drama une de forma inseparable la historia del héroe individual renacentista y la de la humanidad entera. Pues ahora, cuando se experimenta la unidad en lo concreto, Adán está en cada uno y ese cada uno es siempre solo Adán. El amor y la pasión de Rodrigo y Proeza son totalmente individuales, pero precisamente como tales son comunes en el más pleno sentido, pues ellos representan inseparablemente el amor y la pasión por la unión de toda la humanidad. Todo el orbe terreno es el escenario, no solo externa, sino interna y necesariamente. Toda vez que dos personas se aman, está en juego el destino de la tierra. Solo en la perspectiva de este horizonte tiene sentido el amor, y el horizonte del mundo y la pregunta de la tierra es su doble movimiento de pasión tendente e infinita, que ninguna frontera puede detener, y de calma circular infinita, que no quiere otra cosa sino a sí misma.
Claudel sabe que este problema es religioso y que la cuestión del horizonte solo puede resolverse en Dios. Sabe además que en su solución, más allá de la muerte, está comprometida la totalidad irreductible de la tierra. Este doble conocimiento determina su catolicismo. Pues solo el catolicismo asegura a la vez ambos. Ningún valor mundano debe ser despreciado por orgullo o resentimiento. El católico necesita de todo bien y no puede permitirse la menor negativa cuando se trate de un bien mundano. Incluso el pecado, la culpa y la muerte se encuentran siempre revestidos y encarnados en esos valores, y también a esos envoltorios del mal ha de decir el católico su sí amoroso, hasta el límite en que nos detiene la negativa desnuda (que es nada). Únicamente allí donde la jerarquización de los valores terrenos exige elección y priorización, es decir, donde en la misma constitución del mundo se aconseja un «no» sustancial y, con más fuerza todavía, ahí donde encontramos el no del mal en su pequeñez y miseria, es donde corresponde adoptar la actitud afirmativa del cristiano y decir voluntariamente no al mundo. Pues una aceptación absoluta del mundo es una contradicción en sí misma: no se puede afirmar sin reservas un ser compuesto en sí mismo de sí y de no, de ser y de nada, de valores y de vicios. Aceptar un no parcial significa de hecho decir realmente no. Sin embargo, el católico, si realmente se comprende a sí mismo, no exagera a su vez ese no y no vuelve la espalda, decepcionado del mundo, ante esa frontera interior del ser. Más bien lo que hace es llevar ante Dios tanto el sí como el no del mundo y buscar poder aceptar ambos desde Dios en la esperanza de la transformación definitiva. Porque sabe que Dios mismo ha puesto en el corazón ese no y esa nada, y han perdido así toda vigencia definitiva.
DON CAMILO: ¿Así que es la nada lo que Dios ha deseado en el seno de la mujer?
DOÑA PROEZA: ¿Qué otra cosa le faltaba?
DON CAMILO: ¿Y esa nada decís que desde entonces no es nuestra y ya no nos pertenece?
DOÑA PROEZA: No nos pertenece más que para hacer existir aun más por nuestra confesión
Aquel que es.4
Esa es pues la pregunta de este drama: ¿Cómo es posible simultáneamente ser totalmente del mundo y pertenecer completamente a Dios? ¿Cómo se compaginan la vocación del hombre hacia el mundo y su unidad con la llamada de Dios a la cruz y al fuego? No hay huida posible de esta pregunta. De ahí que no quepa ya una renuncia que no se produzca con la mirada puesta en el centro del mundo, comprometiéndose decisiva y definitivamente en favor de su destino. Pues el destino del mundo y el destino de la Iglesia son uno mismo e indistinto. La renuncia no es un no autónomo y elegido frente al sí del mundo, sino esto otro, estar abiertos sin reserva al amor aceptado, auténtico, el que quema, divide, tortura y crucifica. En este sentido la obra de Claudel es quizá algo así como una ascética prima y, en apuntes, una mística prima de un laico cristiano para laicos cristianos. La cruz no es ningún cadalso separado, que niegue el mundo, sino que el mundo mismo y el amor al mundo, desarrollado hasta el final según su propia lógica interna, están colocados a la sombra del Gólgota. La contradicción entre el anhelo eterno que se yergue como una flecha y la realidad cerrada en forma de círculo o de esfera es la señal de la cruz marcada a fuego en el ser del mundo. En sí mismo, el horizonte del mundo es la cruz.
Renacimiento y barroco españoles eran el escenario adecuado para dar espacio y forma a este planteamiento. De un lado, la realidad de este mundo, superlativamente exuberante, multicolor, riente y orgullosa: Rubens como adalid del evangelio –el capellán de mirada incrédula, de hereje condenado–, el holandés don Baltasar, muerto al final de la primera jornada, delante de los generosos melocotones, truchas, empanadas y vinos que hace poco había alabado calurosamente y preparado para el banquete nocturno de la vida, como en los cuadros de Jordaens, de Frans Hals o de Snyders, los personajes de Velázquez, orondos, enormes, como el introductor de embajadores, como don Gil, viejos lobos de mar como Diego Rodríguez, monarcas ávidos de lo mundano y orgullosos, como el rey de las dos primeras jornadas, amantes de la belleza, refinados como el virrey de Nápoles, intrépidos aventureros como Almagro, Guzmán y Ruiz Peraldo, y, allá abajo, toda una corona de humanidad vital, enjundiosa y ruda: la negra enrabietada, el chino astuto, el sargento ligero como una pluma, la casera resoluta, rudos pescadores mallorquines, el japonés sabio; cada uno sumergido por Claudel en esa apacible e irresistible luz del humor y la bonhomía, que deja entrever el resplandor de su tierna y secreta afirmación del mundo. Y detrás y por encima de esto, la figura inaudita de doña Música, que encarna el canto coral de la existencia, el canoro milagro del mundo, cándido y delicado, sostenido sin pausa y transformado en un misterio todavía más íntimo y divino en la muchacha María Siete Espadas. La existencia como canto, la existencia como gozo desbordante, la existencia como descubrimiento, como renovada conquista cotidiana, como la gran aventura. Y como culmen sobre todo este conjunto, las personas de los santos participando de la fiesta: María, que sostiene en sus manos el zapato de Proeza y con ello la clave de todo el espectáculo, Santiago, el patrón de Rodrigo, constelación de su amor, los cuatro santos de la Iglesia de san Nicolás de Praga, el ángel de la guarda de Proeza, mitad su conciencia peregrina y conducente a lo alto, y mitad atormentada por la maravilla del destino humano doloroso, y finalmente la misteriosa figura alegórica de la luna. Pero, por otro lado, el mundo del barroco, pleno de risa, nada sentimental, jovial y apasionado, aparece de nuevo sumergido en el rojo de la sangre, en el negro riguroso del sufrimiento. Ahí tenemos a don Pelayo, el implacable juez de su majestad, para el cual bondad y rigor son una misma cosa y que representa el espíritu de la santa Inquisición. Ahí está el padre jesuita que, clavado a la cruz, deja desangrarse su vida para nutrir misteriosamente las arterias de su hermano Rodrigo con la fuerza de la implacable verdad de la cruz. Ahí está el mismo amor imposible de Rodrigo y Proeza, cuyo significado no atraviesa menos profunda, salvífica ni inevitablemente que la flecha en el corazón de santa Teresa. Y gracias a la oración del jesuita en la hora de su muerte, con la profundización cada vez más dolorosa de esta herida de amor, toda España se va transformando lentamente, a partir del esplendor y la mundanidad de Carlos V, hacia la España emergente de Felipe II, negra, rigorista y, a la vez, completándose en lo profundo y volviéndose insubstancial en lo externo, para más allá dejar cristalizar así la última unidad del amor al mundo y el amor a Dios, bajo el disfraz grotesco de la corte, el artificio y la farsa. Esta doble figura de gozo mundano y de cruz convierte a España en una metáfora del mundo. «El escenario de este drama es el mundo y en especial España a fines del siglo XVI, a menos que no sea el comienzo del siglo XVII».5 El esplendor y la vaciedad del Barroco son una metáfora del esplendor y la vaciedad del mundo. La necesidad e imposibilidad del amor de Rodrigo y Proeza son una metáfora de la misma necesidad e imposibilidad de la existencia. Este es el horizonte.
2. El amor
En la historia de la literatura universal, Rodrigo y Proeza alcanzan el mismo rango que Dante y Beatriz, Tristán e Isolda o Hiperión y Diotima. Emparentados con las otras tres parejas, destacan sobre ellas en lo que representan. La ardiente, pecadora y atormentada Proeza, que al final explota en el aire y se convierte en «estrella flameante en el soplo del Espíritu Santo»,6 es más humana que Beatriz. No se queda, como Isolda, inmóvil en una interpretación eterna de su amor dispersa y delirante, como aura de una sensualidad divinizada, sino que, con la clarté de la francesa que es, plantea la pregunta por la infinitud de su amor y la resuelve con una agudeza y un rigor, únicamente superados por su coherencia vital. También ella aspira como Isolda a la nada de todas las cosas, pero no para así («inconsciente, máximo gozo») desparramarse, sino para derretir en el infernal, ardiente y torturante Mogador las últimas costras de su amor y ser solo llama clara, más pura todavía. Y lo que la diferencia de Diotima es también que no queda atrapada en el dilema trágico y presuntamente eterno entre la espada y el placer, entre el infierno y el cielo, puesto que ella misma no es una diosa, sino que como persona, pecadora y humilde, hace entrega a Dios de sí y de su amado. Y del mismo modo que Proeza es más humana que las tres heroínas, así también Rodrigo es más humano que Dante, Tristán o Hiperión. Le preocupan poco el infierno, el purgatorio y el paraíso; su tarea varonil es la tierra y a él se le ha encomendado forjar la unidad del mundo, desde América hasta Asia. No es tampoco un héroe solitario como Tristán, sino que tras él hay millones que empujan hacia la luz y que se sostienen o caen con él. Por eso Rodrigo a quien más se parece es a Hiperión, colocado entre el amor absoluto y la acción política viril. Pero cuando ambos fracasan en la acción y han de refugiarse en el arte o en la soledad, cuando la amada difunta luce sobre ellos como la estrella hasta entonces inalcanzable, la dirección que toma el destino de ambos es completamente contraria. El «alma feliz» de Hiperión, profundamente «ofendida» por la hiriente dureza del mundo, se refugia en el ineludible duelo de la contemplación de la belleza. Mientras que Rodrigo, sin resentimiento y manteniendo hasta el final un humor gruñón espléndido, se convierte en vendedor de imágenes de santos de más o menos dudosa procedencia, en víctima de una intriga completamente grotesca, y cae hasta ser traidor a su patria, para terminar de pinche de cocina en un monasterio carmelita. Al dramatismo fugitivo e imaginario de Hiperión, inmortalizado como huida, se contrapone el de Rodrigo: realista, afirmativo y, a través precisamente de su afirmación, imperecedero. Rodrigo y Proeza resultan así la primera pareja amorosa cristiana de la literatura universal en la que su gran pasión terrena es concebida inmediatamente como cuestión religiosa. El desenlace de todo el drama en el mundo espiritual del Carmelo y el prólogo jesuítico, colocado a su vez como tema conductor, no enmarcan en absoluto este amor terreno como el claustro de una narración romántica, sino que sirven para determinar el plano cristiano sobre el que la acción amorosa se desarrolla desde un principio.
Este amor aparece al comienzo como fuerza oscura de la naturaleza, que rompe como corriente violenta todos los diques. Proeza, la joven esposa de Pelayo, es arrastrada por encima de toda advertencia, por encima de su propia resistencia, por encima del cadáver de don Baltasar. Por su parte, Rodrigo es atraído mágicamente, sin resistencia, por encima del honor, por encima incluso de la religión (en el diálogo con el criado chino). Ambos son imputables de culpa, delito y pecado; no hacen caso de nada, están sordos, se arremolinan como hojas en esa tormenta, que lo es todo. Nunca llegan a poseerse mutuamente, pero desde ahora son exclusivamente el uno para el otro. Claudel no cuestiona lo que es un fenómeno natural, le basta que esté ahí, que lo ha apresado también a él una vez implacablemente (todas sus obras están agitadas por esa experiencia oscura, del modo más inmediato el más conmovedor de sus dramas: Le partage de midi). ¿Pero es pecado? Etiam peccata! También el pecado está presente, es también una de las fuerzas de este mundo, mezclada en todo. El autor no justifica nada, solo describe lo que hay. Y se postra de rodillas ante el milagro de que «Dios escribe derecho en renglones torcidos».
Si en esta tormenta que mutua e irresistiblemente atrae a Rodrigo y Proeza hay culpa, no es menos cierto que en ella ha despertado lo imprescindible, lo absoluto. Camilo, que ama a Proeza, le ha descrito al principio como cebo ese castillo del desierto africano en el que «ya no hay nada»: el vacío del mundo. Proeza sabe ahora que su propio amor es tan inmisericorde, que lo exige todo cada vez más, que en su ardiente remolino todo lo va a destrozar y que, al final, le señala ese desierto que le ha mostrado Camilo y al que de hecho la envía Pelayo, con la conformidad del rey. De modo que, mediante el amor, a la mujer se la obsequia con el absoluto sufrir y resistir en la nada, y al hombre con la absoluta impaciencia frente a toda empresa humana y, ya que aspira a lo incondicionado a través de su obrar y crear, con su capacitación como conquistador del nuevo mundo, tal y como el rey de España reconoce con precisión. El fuego que Dios ha lanzado sobre la tierra va a prender, de modo activo o pasivo, hasta devorarlo todo. La chispa ha prendido en el núcleo íntimo de la criatura y seguirá quemando la mecha hasta la detonación final.
Sin embargo, enseguida asistimos a la manifestación de la absurda contradicción inicial. Encadenado irremediablemente a un cuerpo, inseparable de lo sensible, siempre zarandeando los barrotes de la cárcel corporal, ese amor absoluto ha de destruir gimiendo precisamente aquello de lo que no puede prescindir. Tan grande es el tormento de la finitud que se levanta como muro entre las dos almas, que la pared divisoria del matrimonio de Proeza y Pelayo es sólo una metáfora externa del mismo:
DON RODRIGO: Quiero confrontarla como testigo de esta separación entre nosotros tan grande, que la otra, por el hecho del hombre que antes que yo la tomó no es más que la imagen,
Este abismo que va hasta los fundamentos de la naturaleza.7
En la totalidad de la obra de Claudel no aparece ningún matrimonio feliz. El matrimonio solo es un lazo santificante, un anillo férreo que rodea al sacramento de lo imposible. De modo que el matrimonio no es ocasional y casualmente una cruz, sino que lo es sustancialmente, pues encadena mutuamente dos finitudes que quieren lo infinito, crucificada cada una en la nada de la otra. En La ville, con Lâla, se adelanta Claudel a darnos su definición de la mujer: «Soy la promesa que no puede ser cumplida». Si entre Rodrigo y Proeza no se alza esta cruz del matrimonio es porque resulta a todas luces superflua a la vista de la cruz de su amor. Proeza es la primera en comprender que ella misma es «la promesa incumplible» y con ello necesaria para la realización del eterno anhelo de Rodrigo.
DOÑA PROEZA: ¡Y ya que no puedo darle el cielo, puedo al menos arrancarlo a la tierra! ¡Solo yo puedo otorgarle una insuficiencia a la medida de su anhelo!8
Y comprende que al crucificarlo despierta en él la sed insaciable que lo conduce, más allá del mundo, hasta Dios. Ella es un cebo divino, como le dirá el ángel. El varón, Rodrigo, no lo entiende. Es ciego como un animal para todo lo que no sea la promesa que le ha llegado a través de la mujer. Lo único que comprende, sin percatarse del todo, es la imposible simultaneidad del paraíso y del tormento infernal. Lo único que sabe es que está herido y que toda su existencia se desangra gota a gota por esa herida. Aunque hace tiempo que ha renunciado al cuerpo prohibido, sigue sintiendo el deseo ardiente y reclama lo imposible. No es capaz de decidirse por el paso incomprensible que Proeza le propone: desprenderse de todo para encontrarlo todo. Ya tarde, cuando hace tiempo que Proeza ha muerto, comprende su amor solo como vacío ardiente, a la vez santo e infernal, muy parecido al amor de Hölderlin, Rilke o Morgan:
DON RODRIGO: ¡Yo pienso en cambio que no ha de ser jamás! Esa ausencia esencial, oh amada mía, aun cuando viva estabais y
Os poseía entre mis brazos
En ese abrazo que acalla la esperanza,
¿Quién sabe si ella era otra cosa que un
Aprendizaje y un comienzo de ese
Deseo sin fondo ni esperanza al que estoy predestinado,
Puro y sin contrapartida?9
Siete Espadas contesta: «¡Pero lo que decís es el infierno!». Y, en efecto, Rodrigo está así muy cerca de la posibilidad espantosa de Camilo, que se encierra en su nada, en la abrasadora soledad, e impide a Dios el acceso a él. Y por eso, porque en su obstinada fijación a este mundo el varón no concibe una apertura hacia Dios, ni siquiera allí donde solo hay vacío, por eso en el cuarto acto ese mundo en torno a él le será arrebatado con la más cruel de las destrucciones, y será también la gracia de Proeza incluso esa destrucción. Proeza será grandiosamente desterrada en un astro, su crucifixión es llama recta, ascendente. Rodrigo se consumirá atormentado en su cuerpo vivo, su crucifixión será putrefacción y descomposición. Pero ambas formas, la del camino a través del infierno y la del camino a través de la profundidad, son un camino, y al final confluyen en la misma meta. Los dos caminos de muerte son espantosos, los dos dichosos, los dos necesarios.
Y así se abre también el acceso al misterio último de este amor. Según su lógica no es suficiente que cada uno de los amantes encienda en el otro ese fuego inextinguible que en quien prende lo sobrepasa y salta hasta lo eterno. No es suficiente que abra en el otro la herida final, la nada escondida. Tiene cada uno que clavar la espada mortífera en el alma del otro –lo cual es más horrible que una muerte corporal–, esa espada que es a un tiempo amor y abandono, cariño último y crueldad final. Lo que la monja abulense recibió de la mano del ángel es lo que Dios da en mano a cada uno de los amantes, si se aman realmente y hasta el final. Proeza es la primera en adivinarlo, en el éxtasis doloroso de la primera separación:
DOÑA PROEZA: ¡Ah, lo que me pide tengo con qué proveerlo!
Sí, no basta con faltarle, quiero traicionarlo,
Eso es lo que de mí aprendiera en ese beso en que se unieron nuestras almas.
¿Por qué habría yo de rehusarle lo que su corazón ansía? ¿Por qué ha de faltar algo a esa muerte que al menos puedo darle, ya que no espera de mí la alegría? ¿Es que él me lo ha evitado? ¿Por qué he de evitar lo que en él hay de profundo? ¿Por qué le rehusaría ese golpe que veo en sus ojos que espera y que en el fondo de sus ojos sin esperanza leo?10
El destino cabal de Rodrigo no es otro que la espada de Proeza, clavada cada vez más profunda en él. Pero también Proeza ha de recibir de Rodrigo la muerte. A él le ha entregado su alma, todo. En sueños comprende ahora, con las palabras del ángel, que debe ser libre, definitivamente libre y aniquilada, para ser así realmente y por completo de Rodrigo. Pero, ¿cómo recuperará su alma, si Rodrigo la retiene abrazada?
EL ÁNGEL DE LA GUARDA: ¿Pero cómo puedes consentir en darme lo que no te pertenece?
DOÑA PROEZA: ¿Mi alma no es ya mía?
EL ÁNGEL DE LA GUARDA: ¿No la has entregado acaso a Rodrigo en la noche?
DOÑA PROEZA: Hay que decirle entonces que me la devuelva.
EL ÁNGEL DE LA GUARDA: Es de él de quien debes recibir permiso.
DOÑA PROEZA: ¡Déjame, bien amado! ¡Déjame partir! – ¡Déjame convertirme en una estrella!
EL ÁNGEL DE LA GUARDA: Esta muerte que hará de ti una estrella, ¿consientes en recibirla de su mano?
DOÑA PROEZA: ¡Ah, doy gracias a Dios! ¡Ven, Rodrigo querido! ¡Estoy pronta! ¡Levanta sobre esta cosa que te pertenece tu mano mortífera! ¡Sacrifica esta cosa que es tuya! ¡Morir, morir por ti me es dulce!11
Y a pesar suyo Rodrigo tiene que entregarla a la muerte. Finalmente, así se administran mutuamente, de forma válida y definitiva, el sacramento del vacío y de la ausencia, el misterio fundamental del sacramento del amor: «Consomme l’absence!».12 Pues solo así puede Proeza entrar en la fuente ilimitada del mismo ser y, compenetrada con el amado, convertirse en la ausencia plena, en el complemento fundante de su existencia:
DOÑA PROEZA: ¡Toma, Rodrigo, toma, mi corazón, toma, mi amor, toma este Dios que me colma!
La fuerza por la cual te amo no difiere de aquella por la cual existes.
¡Unida estoy por siempre a esa cosa que te da la vida eterna!13
Pero tras este misterio mortal sigue todavía sin respuesta la pregunta por aquella posibilidad espantosa que Claudel despliega ante nuestra mirada atónita en el diálogo entre Camilo y Proeza. Tras la muerte de Pelayo, Proeza se ha convertido en la esposa de Camilo, con el fin de dar cumplimiento a la palabra de honor dada al rey de España: solo así pudo reducir a Camilo y conservar Mogador. Camilo la ha torturado y azotado. Pero con ello Camilo le ha donado la liberación final de todo límite: cuando encuentra la cuenta alegórica de su rosario, que ella había perdido en la arena de la playa, y cuando la coloca en la mano de la durmiente, la cuenta se transforma enseguida en el globo terráqueo. Por su horizonte se eleva el ángel, en su totalidad encuentra ella a Rodrigo completo y, finalmente, arrebatada en la danza circular de las estrellas, se adentra en la eterna transfiguración divina. Es lo que Camilo le ha donado. Camilo es un renegado blasfemo (de modo trágico se trasluce en él el rostro de Rimbaud, que tanto le gustaba a Claudel), Camilo es el alma congelada en el hielo de la soledad luciferina. Y lo único que ese hielo deja derretirse es el alma completamente liberada de Proeza, únicamente por Dios poseída. Al final del diálogo Camilo deja caer como un velo toda burla blasfema y coloca a la paralizada Proeza ante la alternativa desnuda: dejar ir a Rodrigo y pertenecer solo a Dios, o arrojarlo a él, a Camilo, en el infierno. Y Proeza, como náufraga agarrada a un madero, lanza ciega cuatro veces su grito: «¡No, no renunciaré a Rodrigo!».14 Esta misma Proeza que anteriormente en el sueño ha roto todo lo que la unía a Rodrigo y poco después, en el diálogo con el amado, de cuya mano unida a la suya se desprende, suave pero decididamente, precisamente ella parece ahora no querer dejar al hombre para quien vive en exclusiva, aunque sea al precio de la condenación eterna de un alma. Y, sin embargo, aquí se realiza una vez más el misterio de este amor. La renuncia que el ángel exigía de Proeza no es la renuncia que reclama Camilo. El ángel quiere la sublimación de su amor en Dios y la liberación de toda barrera mundana, esclavitud trágica, y con ello quiere la sublimación en lo definitivo y eterno de ese mismo amor, en el que ya no domine la contradicción entre el amor a Dios y el amor al mundo. Mas la blasfemia de Camilo, como él mismo reconoce, consiste en que para él Dios y el mundo nunca pueden coincidir. Por eso se ha hecho musulmán, de modo que Alá lo sea todo y el hombre nada, y estén así eternamente confrontados. Por eso también no puede dejar de querer aniquilar el amor de Proeza a Rodrigo, para salvarse él mediante el amor a Dios de Proeza. En esto consiste la justificación última de Claudel para el amor terrenal, humano: que incluso ese dilema sea una blasfemia. «Porque no aman a nadie, creen que aman a Dios», ha dicho Péguy de algunos cristianos. Pero, ¿no dice san Juan: «quien no ama a su hermano, al que ve, cómo puede amar a Dios, a quien no ve?».
3. El mundo
El amor es un polo del drama, el otro es el mundo. Aunque ambos están estrechamente unidos, aunque también Proeza tiene un cometido en el mundo y Rodrigo un cometido en el amor, sin embargo, esencialmente la mujer está destinada al amor y el hombre al mundo. Hasta ahora hemos hablado sobre todo del amor de Proeza, toca hablar del mundo de Rodrigo. También para el hombre la actuación que transforma el mundo no es nada sin el amor, pero dicho amor es precisamente la estrella que guía su actuación. La presión constante, la insatisfacción permanente de su amor le da la fuerza para ese continuo obrar que, sin mirar el éxito y dejando lo logrado como paja tras de sí, persigue hasta el fin del mundo, esa idea fija que el amor ha depositado en su corazón. Así se expresa el propio Rodrigo en la escena final del tercer acto cuando los amantes, tras diez años de separación, en vez de arrojarse en brazos el uno del otro, delante de toda la corte del virrey van deshilvanando los hilos del destino de su amor con el digno talante de una tragedia griega. Con solemne discurso explica Rodrigo a sus oficiales el papel de la mujer en la vida del héroe, por el que se tiene ante todos los que escuchan:
DON RODRIGO: ¿De dónde, si no, habría venido para Marco Antonio y César y para todos esos grandes hombres en los cuales os he hecho pensar hace un instante
Los nombres y cuyos hombros a la altura de los míos siento,
El poder de esos ojos de súbito y de esa sonrisa y esa boca, como si no hubieran nunca antes el rostro de una mujer besado,
Si no fuera en sus vidas apresadas por el manejo de fuerzas temporales, la intervención inesperada de la beatitud?
Un relámpago ha brillado para ellos por medio del cual el mundo entero ha sido herido ahora de muerte, suprimido para ellos,
Una promesa que nada en el mundo puede saciar, ni siquiera esa mujer que un instante se ha convertido para nosotros en el vaso.15
La hazaña del hombre es solo desenganchar este hilo insoportablemente tendido. De semejante delicadeza sobrenatural toman su origen la injusticia brutal, diamantina, el heroísmo resplandeciente, propio de fieras, como muestra la escena de Almagro, los inventos vesánicos, adquiridos mediante la muerte de decenas de miles, como el transporte de embarcaciones por las montañas de Panamá, el desplazamiento hasta Filipinas y Japón, y por último, sumergidos ya en la niebla de la locura, el plan de la expedición inglesa. La creación del mundo y la unificación de la tierra sirven para llenar el inmenso espacio vacío que produce el amor en el corazón del héroe y que se traduce inmediatamente en la necesidad de redondear el horizonte de la tierra y de hacer partícipes de ella a todos sus habitantes. Si Proeza comprende antes que Rodrigo el sentido cristiano del amor, también Rodrigo comprende en profundidad desde el principio el sentido cristiano del logro de la unificación. «Como persona católica» emprende primero el imprimir un rostro a América, después sacar a Japón de su aislamiento e incluirlo en el coro de los pueblos, y finalmente presentar ante el rey de España aquellos proyectos políticamente descabellados, por los que lo acusarán de traición a la nación española. Desde el drama novel La ville, pasando por la titánica tragedia de la conquista Tête d’or, hasta la cuarta y quinta Gran Oda y las Conversations, Claudel no ha dejado nunca de expresar nuevamente su fe ardiente en la unidad y en la creciente unificación del mundo. Y que no buscaba con ello una difuminación de las peculiaridades de los pueblos, cuya pérdida equivaldría a la desaparición de una magnífica polifonía en favor de un unísono aburrido, lo muestra precisamente El zapato de raso con su multicolor individualización de todos los países y naciones. Claudel, como poeta e igualmente como católico, ve en cada pueblo singular algo irrepetible y, precisamente porque es insustituible, lo reclama en el corro de amor de la totalidad.
Sin embargo, puesto que en Rodrigo el impulso a la acción es una criatura de su amor, no puede ser de otro modo, sino que ha de tener parte en su destino. En ese impulso reside una contradicción, que resulta en secreto idéntica a la contradicción de su amor. La cuarta Gran Oda ha representado esa contradicción con una disonancia cruel y estridente. Lleva por título «La musa que es gracia». En un diálogo entre el poeta y su musa, aparecen al principio ambos en contraposición rítmica, armonizada, de apariencia realista y artística, y de inspiración idealista. La musa, como inspiración extática, atrae al poeta por encima de la tierra hacia lo eterno. El poeta, virilmente decidido y volcado a la realización, tira de la musa hacia la tierra. Pero las exigencias de la musa son cada vez más insistentes, sus reclamos y amenazas cada vez más inflamados: quien se ha consagrado a ella ha de estar dispuesto a lo más extremo, a renunciar a todo lo terreno. El poeta deja hablar a la mujer y retorna al varón. La mujer no tiene oficio, únicamente el hombre sabe lo que vale esa fidelidad tenaz al terreno y al suelo austero, glorioso, que él ha de cultivar con esfuerzo. Es entonces cuando la musa deja caer su máscara de lo estético y muestra al escritor un rostro divino. «Me llamas la musa y mi otro nombre es la gracia». El movimiento trascendente del ideal y de la inspiración no descansa hasta desembocar en lo absoluto. El arte solamente es una transición a la mística y en ese camino no hay límites ni paradas. Pero ahora despierta en el escritor el instinto de la tierra, oscuro y pertinaz. Se tapa los oídos y vuelve apasionadamente hacia la tierra y de la poderosa batalla emerge una vez más la «hermana del dolor» –ese bosquejo temprano de Proeza y de casi todas las figuras femeninas de Claudel–, la figura nocturna del amor terreno, dubitante.
Dos largas décadas separan este poema trágico y El zapato de raso. En ese largo tiempo de maduración se ha producido el milagro: la musa llameante, no de esta tierra, y la hermana de la noche, grave y ctónica, se han convertido en una y la misma: Proeza, la pecadora, la amante resplandeciente, la estrella celeste. Pero esto no significa que la brecha horrible que desgarra a los hombres entre el cielo y la tierra sea ahora transitable sin dolor para Rodrigo ni para el propio Claudel. Para el héroe que no pudo seguir hasta el final la transformación de la Proeza terrena en la celestial la única actitud comprensible es la de la cuarta Oda. De ahí que sea necesario ahora enseñarle a la fuerza lo que no quiso reconocer voluntariamente.
El camino de Rodrigo viene descrito en el «cuarto acto», que tantas veces ha sido mal comprendido y cuya interpretación correcta es la que hace posible comprender la pieza completa. Tras la trilogía trágica de los tres primeros días, el cuarto parece al principio como un drama satírico irrelevante, como un «entretenimiento» entre la muerte de Proeza y el final de Rodrigo, quizá también como el espejo doloroso que sostiene ante sí el escritor que envejece y cuya fuerza creadora va menguando lentamente. Y no olvidemos que un acto final así, digamos ligero, lírico e intimista, se ha convertido casi en una forma fija del moderno diálogo teatral francés. Pero el sentido de esta forma, que en otras obras suele ir envuelta por lo general con un velo de elegancia sentimental, se presenta en Claudel con seriedad y casi con espanto. El cuarto acto se convierte en el sostenerse o caer del mundo de la acción de Rodrigo y de sí mismo –y ello como culminación de su amor por Proeza–. De todas las variaciones formales se introduce lo cómico, grotesco, burlesco, hilarante, irreal, teatral, en el mundo del héroe. Las cosas no desaparecen, pero pierden su gravedad existencial, palidecen. Como momias salidas de sus tumbas, que un soplo es suficiente para reducirlas a polvo.
Claudel dio a este cuarto acto dos símbolos esenciales: por una parte, Felipe II y el desastre de la Armada, y también el escenario en sí: el mar.
Felipe II representa ese momento en el que empieza a desmoronarse el dominio exterior más poderoso que jamás haya ejercido un pueblo, en el que un ceremonial vacío va sustituyendo a formas vitales anteriores mientras, justamente por la extinción del esplendor externo, llega por instantes a su madurez plena una forma espiritual interna. Claudel muestra también ambas cosas, pero relegadas a su contraposición grotesca. Desde el punto de vista psicológico, es poco creíble que el monólogo melancólico del rey ante la calavera, que en una especie de trance le revela el desastre de la Armada, sea recitado por la misma persona que el grotesco discurso académico de la escena cortesana posterior. Pero para Claudel no se trata ya de psicología. Lo onírico del primer monólogo y lo burlesco del segundo son solo dos formas expresivas de lo mismo: de la irrealidad del tiempo final de Felipe II. Ciertamente que apenas barruntamos aquí al Felipe del Escorial, al Felipe de la plenitud madura, simultáneamente ya cansada pero también consolidada. Pero también se requería esto, pues la página de plenitud de este rey precisa mostrar un rostro trascendente, su transfiguración solo puede ser intuida a través del desastre.
Todavía más importante y completa es la segunda metáfora: «Toda esta jornada se desarrolla en el mar».16 Sobre barcos, en barcazas y botes, sumergidos y navegando en el agua. Para valorar el alcance de la metáfora habría que tener siempre presente el significado del mar en la obra de Claudel, sobre todo en la segunda Gran Oda: «El Espíritu y el agua». La mar es para él el suelo nutricio de la tierra, tal y como es cantado en los tonos del canto de alabanza a la isla inglesa en la «Gruta de Fingal». Inglaterra y toda tierra firme semeja un barco mecido sobre esa sima maravillosa y horrible. Pues el agua es el elemento a la vez destructor y fecundante, y por eso es la metáfora, más todavía: el reflejo sensible del Espíritu. El agua penetra por los poros más pequeños de la existencia densa, masiva, y disuelve desde dentro lo imperceptible y lo recompone de nuevo en su genuina claridad cristalina. La gota de agua transparente, resplandeciente a la luz del sol, es la metáfora del Espíritu y de su transparencia divina. Pero para serlo tiene el hombre que disolver su propio espesor seco, pecador, con un sufrimiento espantoso, tiene que liberar esa agua oculta en lo profundo, de modo que brote con enorme presión hasta la superficie de su existencia. En la segunda Gran Oda se transita por esas cuatro imágenes, sin delimitación clara entre ellas: la imagen del torrente desbordado que arrastra consigo todas las culturas y fecunda así las tierras, la imagen de las lágrimas que brotan imparables, en las que el «alma salada» emerge y es vomitada, la imagen de la simiente eyaculada desde la prisión más íntima de la vida, y la imagen de la lluvia torrencial del bautismo vertida sobre la naturaleza internamente destrozada. Todos estos motivos resuenan de nuevo en El zapato de raso, pero estas aguas salvajes o torrenciales han desembocado ahora en la mar inmensa y calmada. El chino –supeditado por entero a lo erótico– ronda el misterio de la vía láctea celestial y, al final del segundo acto, la metáfora de la luz de la luna prepara esa mar. Ahora es la luna el medio líquido, lechoso en el que los dos amantes, tras la crisis y el dolor del día y de la fusión de sus almas, descansan, nadan, duermen y actúan. Durante el cuarto acto este flujo de luz extática se convierte en agua real y, no obstante, llena de misterio, que todo lo arrastra, penetra y abraza.
Todo se decide en la simultaneidad de ambas funciones del agua: deshacer y crear, engullir y alumbrar. El mundo sumergido en la sombría irrealidad, muestra en él al mismo tiempo su realidad más corpórea. De este modo se completa el tema del amor, donde vaciar y colmar eran un único proceso.
Desde el principio del acto, la Armada ha naufragado y con ella ha naufragado sustancialmente también Rodrigo. Pero la falsa noticia de la victoria permite ahora toda esa intriga construida en el aire, que encumbra a Rodrigo una vez más a una fama hueca, sombría. Así se desarrollan y representan los motivos de la actividad artística de Rodrigo, el engaño de la actriz, la burla de la creación de Don Méndez Leal, todo en definitiva, consciente o inconscientemente, una sátira sangrienta del mundo estético, del acto de Elena y de la escena del homúnculo en el segundo Fausto. Cierto que Claudel comparte personalmente la visión del arte de Rodrigo e incluso que oímos al poeta hablarnos directamente a través de la máscara de su personaje. Pero aquí no se trata en absoluto de si Rodrigo tiene razón o no frente a las opiniones del rey de España. Lo esencial es la creciente irrealidad de ese mundo entero de la época de Rodrigo y, pese a toda la «necesidad» de sus inspiraciones, la radical huida al reino de la exuberante fantasía, sin nexo terreno constatable alguno. Esto queda reflejado dolorosamente en el coqueteo de Rodrigo con la actriz, en cuyo transcurso todos los tonos heroicos y auténticos del amor a Proeza se desvanecen lamentablemente y resuenan nuevamente falsificados: irrealidad y descomposición también del amor de Rodrigo en toda su grandeza mundana y heroica. Él, con su sagacidad, con su perspicacia, se ha vuelto del modo más extraño previsible y ciego. Es inevitable pensar en el final de Wallenstein o en la escena de los lémures en Fausto. Aunque para Claudel la actuación de los lémures comienza ya en el acto de Elena. Al igual que los planes volátiles de unificación del mundo que la fantasía de Rodrigo despliega ante el rey de España solo son aparentemente idénticos con los planes de unificación del mundo del joven Rodrigo, y resultan con razón desenmascarados como erráticos por Siete Espadas y como traición por el rey. Cierto que Rodrigo no lo ve así y tiene motivos de peso que presentar frente a los argumentos de Siete Espadas. Pero tiene razón únicamente en su esfera ideal e irreal, mientras que evidentemente yerra confrontado con la realidad. De nuevo aparece aquí la contradicción entre el poeta y la musa: Siete Espadas, cuyo padre le reclama en obediencia una actuación plenamente personal y concreta, representa a su vez el papel de la «Gracia» exigente e implacable de la cuarta Oda. Mientras que Rodrigo, que se ilusiona pensando que es el constructor del mundo terrenal y diamantino, y que obstinadamente «se tapa los oídos y se vuelca sobre la tierra», hace tiempo que se ha convertido, por su desobediencia, en alguien irreal, fantasmal y fuera de esta tierra. Se precipita así en una esfera de irrealidad existencial que Claudel sabía sostener mágicamente durante toda la obra mediante una fantástica carpintería escénica. En esa esfera de lo «imposible de refrenar», que coincide con la misma fantasía del poeta: don Leopoldo Augusto, que en el fondo es un don nadie fatuo e inane, Ramiro e Isabel, cuya completa existencia, excepto la cabeza, solo es un decorado pintado, los esquemas ridículos de una ciencia esquemática y ridícula de los profesores Bidince e Hinnulus, Don Méndez Leal, que literalmente no representa más que el fantasma desvaído de un lacayo, y finalmente la actriz, cuya identidad es tan insignificante que se repite en dos personajes.
Del tono de la conversación entre Rodrigo y Siete Espadas casi se percibe el estremecimiento del miedo que una vez más alcanza al poeta en su envejecer: tener que ser a la vez el hombre individual, cumplidor, y el portador universal de visiones creativas para el mundo entero. Ambos combaten entre sí: pues la acción escueta a la que Siete Espadas lo convoca hace imposible su ejecución completa, mientras que volcado a la «unificación de la tierra» el poeta de lo fantástico olvida la actuación existencial. No hay duda: en Rodrigo deja aparecer Claudel el anhelo más profundo de su corazón, pero se coloca, sin embargo, de parte de la pequeña Siete Espadas y le quita la razón a su héroe y a sí mismo. Anteriormente ya había dicho Rodrigo que es más fácil pintar un santo que formarlo a partir de su propia sustancia.
Y por eso es absolutamente necesaria la conclusión. Mientras en la grotesca escena última en la corte el suelo se mueve de manera fantástica y se desliza fatalmente bajo Don Rodrigo, mientras este va cayendo un peldaño tras otro, hasta resultar botín de la trapera carmelita junto con un montón de chatarra vieja, Siete Espadas, hija del amor (de Proeza) y amante de la música (es decir, del hijo de Doña Música), se dirige nadando a la nave de Don Juan de Austria. Para que el simbolismo resulte todavía más patente: la acompaña la joven carnicera que, sin embargo, se ahoga a causa del miedo y del cansancio. Mientras de Rodrigo se va desprendiendo de una corteza tras otra, cobra protagonismo la bendita agua. Siete Espadas se baña en el tibio y agradable elemento de la eternidad, en el medio trasfigurado del amor que todo lo cubre, en la música íntima de las cosas. María de las Siete Espadas es la espada encarnada, la que Rodrigo clava en Proeza y Proeza en Rodrigo, el agua del corazón que toma forma y mana de la herida de ambos. Así se cierra este desarrollo del «mundo» con la misma metáfora en que desembocaba la realidad del «amor», con la simultaneidad de la completa degeneración del mundo y la completa encarnación de lo divino en el mundo: con la sublimación protectora del mundo en la mar de la vida divina llena de gracia y rebosante de corrientes.
4. Amor y mundo
Pero todavía queda un paso por dar: amor, el reino y la genialidad de Proeza, y mundo, el reino y la genialidad de Rodrigo, no han sido todavía comprendidos en toda su trascendencia. Claudel subraya con la máxima fuerza que en su obra no hay dos motivos separados, independientes, ni siquiera magistralmente entrelazados, sino que ambos motivos son uno solo. Esto se aprecia ya en el hecho de que no solo en el varón se da la tensión trágica entre la obra y el amor, sino que también la mujer, interiormente y de modo necesario, se ve involucrada en el mundo de la acción e incluso de la política.
Quizá sea lo más peculiar de la poesía de Claudel el que todas las grandes escenas en las que el destino individual del protagonista principal experimenta una evolución, siempre desembocan en una visión etnológica, geográfica o astronómica, como también a la inversa toda consideración de política general o cósmica siempre está enlazada con el destino individual. El monólogo del jesuita une inseparablemente la oración por Rodrigo con la salvación de partes enteras de la tierra. Pues Rodrigo «es de aquellos que no pueden salvarse sin salvar toda esa masa que sus formas asumen tras de ellos».17 Camilo atrae a Proeza a África, y la atrae no sólo con la «nada» de la fortaleza costera de Mogador, sino con esa parte de la tierra completamente privada de la gracia y que se trata de redimir. La conversación de Rodrigo con su criado chino referente a Proeza desemboca en una visión astronómica y una evocación de la China. Detrás del idilio en la selva siciliana entre Música y el virrey de Nápoles está en primer plano la Italia humanista, y después se amplía todavía más la mirada en Praga: desaparece Música, como sumida en el anonimato, y se convierte en el corazón de Alemania, mientras los santos patronos de Oriente, de checos, rusos y griegos la rodean en representación de sus pueblos. Dionisio (Saint Denis) traza el puente entre la mística bizantina y la claridad francesa. También Santiago es al mismo tiempo santo y constelación. El monólogo de la luna amplía el instante de la felicidad entre Rodrigo y Proeza hasta la de toda la humanidad en el paraíso. En la discusión entre Rodrigo y Almagro se decide el destino de Sudamérica. El diálogo onírico del ángel con Proeza comienza a la vista del girar del globo terráqueo, se ensancha dando paso a la confirmación del destino de Japón, China, India y Oceanía, para finalmente culminar en dimensión cósmica. Para salvar a África, Proeza se ofrece en matrimonio a Camilo. La incursión simbólica de Rodrigo en Panamá y su expedición al Japón son solo un eco de la visión de Proeza. Su último encuentro con su amada se amplía a las dimensiones de la historia universal como el encuentro del hombre luchador con la eterna promesa femenina. La conversación sobre el arte de Rodrigo con Daibutsu tiene como trasfondo la inclusión del Japón y de la cultura japonesa en el conjunto de la humanidad. Todo el personaje de Siete Espadas está indisociablemente unido con la guerra turca y, de nuevo, con la redención de África. E incluso en la farsa con la actriz se trata del destino de Inglaterra y de América.
De modo que no hay ningún destino individual que no sea a la vez social e histórico-universal. En Adán están ambos indisolublemente unidos. Toda piedra que cae al agua traza ondas concéntricas hasta los límites de la tierra. Y ambas realidades, la individual y la universal, están tan estrechamente unidas que Proeza no puede alcanzar a Rodrigo porque ha de comprometerse con el destino de África, y Rodrigo no puede permanecer con Proeza precisamente porque de su misión depende toda América, y si Rodrigo se hace culpable es porque no quiere renunciar a sus tendencias idealistas y estéticas ante la necesidad política de la guerra contra los turcos.
Con sublime simbolismo queda manifiesta esa unidad en el gran diálogo de Proeza con el ángel. Ante los soñadores gira lentamente el globo terráqueo (aquel que es una cuenta del rosario que Camilo ha encontrado) y les descubre el rostro cósmico de los amantes. El horizonte último del destino de Rodrigo es el más lejano geográficamente: el archipiélago japonés, y desde ese horizonte emerge la figura de su ángel protector. La vía entre la Proeza terrena y su imagen ideal celeste es también la vía del destino en su viaje al Japón:
DON RODRIGO: ¡Tengo horror del pasado! ¡Tengo horror del recuerdo! Esa voz que creí oír ahora desde el fondo de mí mismo, detrás de mí
No es hacia atrás, sino adelante que me llama; ¡si hacia atrás no tendría tanta amargura ni dulzura tanta!18
Ante él, al final del camino, se encuentra Proeza. Y cuando Rodrigo traspasa por la mitad un continente, cuando construye el transbordador de Panamá para unir un océano con otro, esa hazaña política es una misma cosa con su amor: construye el camino hacia el océano interior de su amada. Y todavía más: cuando abre ese portón gigantesco lo que hace fundamentalmente es abrirle el portón a Proeza, a través del cual la deja libre, y la durmiente le reprocha al amado, cuya mano retiene la suya, y su sombra se proyecta sobre América:
DOÑA PROEZA ¿Por qué retenerme en este umbral a medias roto? ¿Por qué querer vedarme aquella puerta que tú mismo habías abierto?19
Así sucede que cuando Rodrigo lleva el evangelio a Japón, frente al vacío en que permanecen los pueblos paganos no ofrece otra cosa sino su propio y mucho más profundo vacío, el de un amor nostálgico, un vacío como solo un corazón católico puede experimentar. Bajo esa figura se presenta él como anunciador del evangelio:
ÁNGEL DE LA GUARDA: Así son esos pueblos que gimen y esperan, el rostro vuelto hacia el Sol levante.
Es a ellos que él ha sido enviado como embajador.
Él trae consigo bastante pecado como para comprender sus tinieblas.
Dios le ha mostrado bastante alegría como para que él comprenda su desesperación.
Esa Nada a bordo de la cual están desde hace tiempo sentados, ese Vacío dejado por la ausencia del Ser, donde se burla el reflejo del Cielo, era necesario aportarles a Dios para que lo comprendiesen de una vez.
No es Rodrigo quien aporta a Dios, pero es necesario que él venga para que la falta de Dios donde esas multitudes están sentadas sea contemplada al fin.20
En este horizonte extremo de la tierra se dividen los caminos de los dos amantes: el horizonte de su amor es el horizonte de la tierra.
Y ahí donde el amor y el mundo se hacen uno, cobra un significado sobresaliente el que sea un jesuita quien abra la acción y una carmelita quien la cierre. Delante del recorrido enorme que emprende su curso, tenemos la oración del jesuita, como un resorte secreto, que sólo el espectador puede descubrir, reflejando así el espíritu de su orden religiosa. Y al final del recorrido, como un cesto que recoge de nuevo la pelota, tenemos el Carmelo y su peculiar espíritu de sencillez hasta la «basura», que es como se ve barrido Rodrigo. El jesuita nos hace saber que Rodrigo, su hermano, fue en su tiempo novicio de la Compañía de Jesús y que abandonó el noviciado porque «su misión, según él imagina, no era la de esperar, sino conquistar y poseer».
EL JESUITA: Mas, Señor, no es tan fácil rehuiros, y si él no va hacia Vos por lo que tiene en él de claro, que vaya por lo que en él haya de oscuro.21
Por eso el hermano, por el hermano que no quiere el amor divino, ruega el amor trágico y la sujeción educativa al cuerpo y al alma de una mujer, es decir el «otro» camino por el que contra su voluntad la llama puede inflamarse todavía. Pero el componente trágico no es ciego ni reposa sobre sí mismo. Es lo trágico de aquel que por debajo de su anhelo mundano siente que sigue activo el aguijón de lo religioso. Rodrigo, el novicio jesuita, es un animal herido para siempre. Y su permanente huida del Dios cazador lo único que hace es lanzarlo a través del mundo entero en el ineludible lazo del cazador, quien al final cobra la presa agotada, definitivamente rendida, como se recolecta un fruto maduro, largo tiempo cultivado. Proeza sabrá por el ángel que ella ha sido el «cebo» para esta noble presa. El jesuita ha sido escuchado y su ideal, ese incansable transitar con el corazón abierto y sin reposo alguno a través de todos los caminos de la tierra, se ha realizado también en Rodrigo, a pesar de su resistencia. Y Proeza se somete voluntariamente a la misma ley al desprenderse, de antemano y para siempre, mediante la entrega en ofrenda de su zapato a la Virgen, de todo lo basado en sí misma que se tuviera por definitivo:
DOÑA PROEZA: ¡Os prevengo que dejaré de veros en seguida y que voy a poner en marcha todo contra vos!
Pero cuando intente lanzarme hacia el mal, ¡que sea con un pie cojo! La barrera que habéis puesto,
Cuando quiera yo franquearla, ¡que sea con un ala cercenada!22
Ambos destinos llevan clavado el aguijón de todo gran amor apasionado en este mundo. Pero no es cierto, por mucho que duela, que por medio de él el amor humano quede roto y relegado como mero medio para llegar a Dios. En el último momento, cuando ya todo está perdido, también la realización del amor humano irrumpe con fuerza, tal y como muestra la escena maravillosa y simbólica en la que aparece Diego Rodríguez en el cuarto acto. Por eso la última palabra de este drama, en el que tanto sufrimiento se agolpa, es la palabra «alegría», que resplandece en todos los pasajes decisivos. Alegría es lo que los amantes esperan el uno del otro y, al final, obtienen. Alegría es la música personificada, que penetra como un elixir grato por todos los poros de la existencia. Y no es lo último esa alegría que respira la maravillosa lengua francesa de Claudel, que resuena siempre amplia, orgullosa, brillante, chispeante, agradable y cálida, como el secreto y la revelación irreprimible de la excelsa alegría.
- Cfr. Jacques Madaule, Le Drame de Paul Claudel, 1936 y «Der Schuh der Donna Prouhèze», en Eugen Gottlob Winkler, Gestalten und Probleme, 1937. También el reciente y excelente análisis de Emil Lerch: Versuchung und Gnade. Betrachtungen über Paul Claudel und sein Schauspiel «Der Seidene Schuh», Viena, Heiler, 1956 y la bibliografía allí citada.↩
- I, Introducción (18). Para esta cita del Soulier de satin y las siguientes, en la medida en que ha sido posible identificarlas, se utiliza la versión española de C. Viola Soto: El zapato de raso, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1955. Los números entre paréntesis se refieren a las páginas de dicha edición. [N. del T.]↩
- IV, Introducción (262).↩
- III,10 (237).↩
- I, Introducción (18).↩
- III,8 (213).↩
- I,7 (62).↩
- II,14 (160).↩
- IV,8 (329).↩
- II,14 (159).↩
- III,8 (217).↩
- III,13 (253).↩
- III,13 (259).↩
- III,10 (239).↩
- III,13 (253).↩
- IV, Introducción (262).↩
- I,1 (22).↩
- III,9 (224).↩
- III,8 (202).↩
- III,8 (219).↩
- I,1 (22).↩
- I,5 (43).↩
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