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Cristo: Alfa y Omega
En el Apocalipsis, Cristo dice de sí mismo: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Ap 22,13). Idéntica predicación se hace del Dios omnipotente (1,8; 21,6), pero Cristo mismo es el representante vicario de este Dios en toda la historia del mundo, cuyo sentido sellado solo Él abre. Todo el cielo le canta los mismos atributos que al Omnipotente (5,12s.). Así, Él se autodenomina también archē, «el principio de la creación de Dios» (Ap 3,14). El Apocalipsis repite lo que himnos paulinos y joánicos habían declarado con claridad meridiana1. Es importante que tanto Col 1,14-20 (y Ef 1,3-10) como Jn 1,1-18 no tratan de un principio de la creación supramundana, sino del fundador del mundo, que desde el principio apunta a su encarnación, sí, a su crucifixión: con la mirada puesta en Él «ha sido creado todo en el cielo y en la tierra» y tiene «en él su consistencia» (Col 1,16s.); «nada de lo hecho» ha comenzado a existir sin Él, a pesar de que eso pueda aparecer frente a Él, la Luz y la Vida, como oscuridad (Jn 1,3-5).
Se esclarece esto en dos direcciones: por un lado, Quien da forma al mundo de principio a fin es imagen, palabra y expresión de Dios (Hb 1,3); y, con ello, arquetipo de todo lo creado, que, en consonancia con Él, tiene que ser gráfico y verbal. Pero, por otro lado, el proceso desde el origen del mundo hasta su final aparecerá como un drama cruento, como una batalla en la que el Logos mismo interviene con vestimenta teñida en sangre y con afilada espada (Ap 19,11-13; Ef 1,7; 2,13-18; Col 1,20), sí, en la que Él mismo muere (Ap 1,18 etc.). Muerte altamente realista, sombría, en el abandono de Dios; muerte que a Él, que es desde el principio «Luz» y «Vida de los hombres» (Jn 1,14), le ha entregado en propias manos la llave de toda muerte y de todas las oscuridades que hay en ella: «Estuve muerto, pero como ves, estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del abismo» (Ap 1,18); «la muerte no tiene ya dominio sobre él; su vivir es un vivir para Dios» (Rm 6,10), ante el que «con su propia sangre entró de una vez para siempre» (Hb 9,12), para que todas las restantes sangrías y muertes del mundo y de su historia quedaran superadas.
No es ocioso traer hoy al recuerdo estas aseveraciones. Quizá resultaran plausibles en la pequeña, seis veces milenaria, imagen del mundo que tenía el mundo antiguo, donde el asesinato de Abel, el sacrificio de Abraham, el martirio macabeo eran perceptibles como contiguos y aún no había comenzado la historia posterior a Cristo. Pero para nosotros este mundo tiene una historia enorme; estamos perdidos en un universo donde se calcula con milenios de años-luz, en una historia de la tierra con muchos millones de años, con un comienzo de los hombres invisiblemente lejano, cuya propia historia repite en el plano de la autoconciencia las indescriptibles crueldades del mundo vegetal y animal. Un Dios, al que Nietzsche llamaba «Monstruo rumiante» y Reinhold Schneider un «Infierno rotante», ¿puede haber pronunciado sobre este universo el desconcertante «¡Muy bien!»? El devorar y ser devorado, que es la condición básica para la vida, incluso para la «evolución», y que se repite sin cesar en la historia humana, ¿no ha generado con razón en muchas culturas el deseo, sí, la esperanza, de una redención de la tragedia de lo que llamamos existencia y vida?
De nuevo hay que prestar oídos aquí a Reinhold Schneider y comprender por qué él limita a una esfera histórica muy estrecha la validez de los textos bíblicos citados arriba. «Con la pregunta del Maestro de la Ley: “¿Qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?” está caracterizada la situación psíquica sobre la que descansa el Evangelio … La gravedad de esta pregunta sustenta la totalidad de la cultura cristiana con todas sus irradiaciones. Pero ¿es ella esencial al hombre? ¿Es indispensable? No. Ni los presocráticos ni los estoicos la formularon; masas ingentes de pueblos desaparecieron y desaparecen de la historia sin haberla padecido. Entre la imagen del hombre y el ansia de vida eterna cabe establecer una separación tan clara como entre el hombre y la creencia en una muerte eterna o el ansia de extinguirse. La pregunta respondida por la venida de Cristo, pero anterior a Él, está localizada con toda precisión en la historia; es, pues, voz de una variable, de una constelación muy especial. Aquí fracasan en un punto determinado la proclamación y la misión. ¿Qué puede significar la victoria de Cristo sobre la muerte para personas de pueblos que se han entregado a la muerte y que no tienen la menor ansia de eternidad? El mensaje pascual no puede alcanzarlos».2 Vistas así las cosas, Cristo sería la medida de una determinada cultura; en concreto, sobre todo, porque no rehúye la crueldad mala de la existencia, sino que deja que se desfogue hasta el final en Él. Y Schneider se inclina ante esta «cabeza llena de sangre y de heridas», pero «Cristo no es el ordenador del mundo»3, eso lo tiene que ser una especie de Shiva, un «Omnidestructor». «La religión es una protesta heroica contra el mundo de la experiencia»4. «¿Quién se tranquilizará de verdad con las explicaciones teológicas acerca del conocimiento moderno, del problema cósmico, de la vida y de la historia?»5.
Con todo, puede resultar asombroso que el mismo autor, desde el principio, haya leído en el signo de la dialéctica del poder la historia del mundo y sus puntos culminantes dramáticos: poder cuya necesidad y legitimidad jamás es negada y que, sin embargo, se contradice a sí misma al igual que cada instinto de vida en la naturaleza se entrega a sí mismo a la desaparición. ¿Por qué, en esta trágica dialéctica de toda existencia humana, no percibir la «filigrana de la Cruz» tanto en la naturaleza como en la historia humana? ¿Por qué reconocer como el misterio descifrable la cruz de Cristo, hacia la que se mueve la historia del mundo desde el principio, y, sin embargo, atribuir toda su prehistoria como simple «infierno rotante»6 a una divinidad distinta y absurda? ¿Acaso no figura el acusador grito de Job –reconocido como válido por Dios– en la Biblia, que conoce también el espantoso axioma de que «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hb 9,22)? Y si la Escritura lo opina primero en un plano puramente veterotestamentario, ¿por qué ese axioma no debería tener validez en la historia del mundo, por qué, en virtud de la sangre de Abel que clama al cielo, su asesino no debería haber sido sellado por Dios con una «marca para que, si alguien tropezaba con él, no lo matara» (Gn 4,15)?
Sin duda, hoy los abismos de la naturaleza se nos presentan de forma distinta que, todavía, a la Ilustración, a la que le gustaba poner por las nubes una rosada finalidad en todo. Nosotros reconocemos la misma finalidad, a veces, como casi infernal; y si a los antiguos el horror de la guerra, de la aniquilación y de la crueldad se les presentaba como algo que hay que aceptar con serenidad (Tucídides) y que retratar (Tácito), hoy nos espantamos de modo creciente ante lo que, mediante nuestro saber y poder, se convierte en cúmulo de amenaza de aniquilación total, y meditamos, semiincrédulos, en un remedio. Pero si Reinhold Schneider pensaba demostrar la limitada validez de la proclamación cristiana diciendo que numerosas personas y religiones muy elaboradas buscaban una salida de lo que en el plano intramundano se presenta como vida, ¿cómo no habrían de tener ellos razón, mientras vida y muerte parezcan estar entrelazadas de la forma que muestra nuestro cosmos? Al fin y al cabo, precisamente esas religiones han inventado la «rueda de los renacimientos», de la que, sin embargo, solo se puede escapar por todos los medios de la negación. Porque esa vida tiene en sí, desde un principio, la muerte. Proseguir la procreación –en el mundo vegetal, animal, humano– significa perennizar el morir. Por eso, la invención de un nirvana sin muerte no está muy lejos, desde el punto de vista formal, de lo que la Biblia describió como vida sin muerte: «Estuve muerto, pero, como ves, estoy vivo por los siglos de los siglos para Dios y tengo las llaves de la muerte y del abismo».
Sin duda nos topamos aquí con un enigma insoluble para nosotros: ¿Es la figura de la muerte como aniquilación cruel, consecuencia o castigo por una culpa original? La Escritura parece responder de forma afirmativa a este interrogante; el que «sometió a la creación a la nulidad (o vanidad)» (Rm 8,20) es «naturalmente Dios» (H. Schlier7), por lo que no es válida la objeción de que la naturaleza sucumbió a esta crueldad mucho antes del pecado de Adán. «¿Praeviso peccato?» Entonces, más bien, ya que se trata de un único plan universal de Alfa a Omega, praevisa cruce. En este caso, la recapitulación, de la que habla la Escritura con la mirada puesta en Cristo, tendría una carga del todo distinta: todas esas alevosas formas de matar que la naturaleza idea para conservar durante un tiempo la vida, hasta que esta misma se convierte a su vez en abono de una ulterior evolución, todas estas formas de procreación de, a su vez, destinados a la muerte, formas suscitadas mediante el placer sexual, todas las guerras y matanzas de los pueblos para disfrutar de poder durante un breve tiempo, todo eso no serían sino los impotentes vástagos y ensayos previos desde alfa para, en la omega de una muerte total, pero libre y amorosa, irrumpir en una vida que no tiene ya más a la muerte como rival, sino como «engullida en la vida», «privada de su aguijón» (Is 25,8; 1 Co 15,54s.).
No es que el camino de alfa a omega consista sólo en trágicos fracasos ante dicha irrupción. No solo la definitiva «boda del Cordero» está prefigurada por doquier en las relaciones carnales, sino también el mysterium de la Eucaristía en una disposición extrema del Viviente a dejarse comer (a pesar de todos sus necesarios instrumentos de defensa) en favor de una vida ajena. Hans André ha descrito esto en sus profundas obras como el gran «sacrificio de la naturaleza»8, con similar conocimiento de la ciencia natural y de la teología. Para él, «todas las cosas están amparadas en Cristo, introducidas en el camino hacia la patria, hacia la casa paterna del ser. Pero, en el camino sacrificial a través de los tiempos, también asumidas en el desamparo … es decir, en la recepción de la herida». André ve también claro que la fertilidad sexual, que engendra siempre solo mortalidad, se supera en la Iglesia de Cristo en una fertilidad virginal hacia la vida eterna.
Empalman aquí sin solución de continuidad los grandes esbozos que tratan de descubrir en la totalidad del sacrificio del mundo desde alfa a omega una presencia de Cristo, no solo del Logos divino, sino de su incipiente encarnación; esbozos, sobre todo, de Maurice Blondel y Teilhard de Chardin (al que K. Rahner trató de incorporar a veces a su síntesis), cuyas construcciones sutiles no podemos exponer aquí en detalle. Sobre Teilhard tal vez baste con decir que para él el «Cristo cósmico» (que, en su opinión, no era otro que el Jesús histórico del Evangelio) «era al mismo tiempo el Alfa y la Omega, el principio y el fin, la piedra angular y la clave de bóveda, la plenitud de todo y el llenado por todo, el concluyente, el que da a todo su consistencia»9, que, con ello, «es no solo una vaga existencia venidera, sino, al mismo tiempo, la realidad y la irradiación ya actual del misterioso centro de nuestros centros»10, la «omega hacia la que todo converge y desde la que todo irradia»11. El «pan-cristismo» de Blondel es a la vez filosóficamente más osado (porque desearía ser más exacto) y más fragmentario; la muy compleja historia de su intento de identificar con la función de Cristo en el cosmos el leibniziano vinculum substantiale que pone unidad entre las cosas, su vacilación y su evasión final al problema de la conciencia de Cristo aparecen expuestos en el estudio de X. Tilliette Le Christ des Philosophes, 2 vols.12. También ahí se menciona el parentesco con el «Primogenitus» de Schelling, con el Logos joánico de Fichte, con el Hombre-Dios de Hegel. En cuanto a K. Rahner, habría que investigar aquí en concreto su «Existencial sobrenatural» válido para todos los hombres y, con ello, la orientación transcendental de la humanidad a la encarnación de Dios en el Cristo histórico.
Todos estos intentos parten de textos paulinos y joánicos. Con ello están determinados y delimitados de dos maneras: por un lado, mediante una clara distinción entre generación intradivina del Hijo y creación libre de la criatura según el arquetipo del Hijo; por otro lado, mediante el ordenamiento de todo el cosmos («cielo y tierra», «potestades y poderes», materia, plantas, animales, hombres y su historia) a la encarnación de Dios en Cristo, encarnación no previsible desde la atalaya de la creación, no postulable y, sin embargo, reguladora finalmente de todo. Hasta qué punto culmina en ella la totalidad de la batalla cósmica entre vida y muerte lo pone de manifiesto la Cruz, en la que el No del mundo es absorbido y superado en el Sí absoluto de Dios (2 Co 1,20), con lo que –única teodicea posible– toda la contrariedad de la historia de la naturaleza y de la humanidad se encuentra integrada en la «locura de Dios», y «la locura de Dios es más sabia que los hombres» (1 Co 1,25), para fastidio de todos los optimistas y pesimistas filosóficos. Reinhold Schneider tiene toda la razón cuando de ningún modo quiere ver el cristianismo separado de la tragedia; solo que no se puede pasar por alto que el evangelista Juan ve la Cruz y la Resurrección como la única inseparable gloria, lo que el trágico Personaje en la Cruz evidencia incluso en su grito de abandono: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Lo curioso es que, a pesar de todas las retrospectivas desde omega, el misterio de esta victoria de Dios ni se puede sospechar ni hay una aproximación a él. Así, por ejemplo, la teoría sociológica de Girard del «chivo expiatorio» no es una aproximación a la Cruz. Cuando la sociedad descarga su malestar sobre un chivo expiatorio «sacro», ella se alivia psicológicamente, pero el proceso tiene que comenzar constantemente de nuevo, al igual que, según la Carta a los Hebreos, los sacrificios veterotestamentarios tenían que ser ofrecidos de continuo, porque, en último término, eran ineficaces. Cristo no es un chivo expiatorio porque Él, en su envío por el Padre, tiene el poder de cargar sobre sí eficazmente, «de una vez por todas», el pecado: su Pasión es acción libre y victoriosa solo porque Él es Hijo de Dios. Es posible que todos los signos y símbolos hallados en la historia del mundo, todos los caminos y técnicas de redención, apunten en una dirección, pero en cada caso es indispensable una conversión, si se quiere que la prolongación de esa dirección alcance la meta omega. «Nadie se engañe: el que se las da de listo entre vosotros al modo de este mundo, vuélvase necio para ser listo de veras» (1 Co 3,18). No hay aproximaciones a Cristo. Teilhard siempre tuvo esto muy claro13. Su Cruz, su Resurrección y la unidad de ambas, es decir, su Eucaristía, carecen de analogías.
- No cabe aquí tratar acerca de los supuestos estadios previos de estos himnos ni de su primer sentido deducible: la pauta nos la determina el texto del que disponemos, el existente.↩
- Winter in Wien (1958), pp. 98-99.↩
- Ibid., p. 18.↩
- E. Schneider, Der Balkon (1957), p. 170.↩
- Ibid., p. 169; cfr., p. 84: «El misterio universal del Dios incognoscible, que ciertamente dirigió a los hombres la Palabra en carne, pero no les confió su secreto, impenetrable tanto en la naturaleza como en la historia». Schneider confiesa en repetidas ocasiones la fascinación que le produce la India (Verhüllter Tag, 1954, pp. 77, 83, 86), pero la instrucción cristiana le contuvo, a pesar de la veneración que sentía por el «maestro de vida» Schopenhauer.↩
- Winter in Wien, p. 213.↩
- Römerbrief, p. 260.↩
- Ante todo: Annäherung durch Abstand. Der Begegnungweg der Schöpfung (Salzburg 1957), y: Wunderbare Wirklichkeit. Majestät des Seins (Salzburg 1955).↩
- Science et Christ (1921), Werke IX, p. 60.↩
- Esquisse d’une dialectique de l’Esprit (1946) VII, p. 152.↩
- L’Énergie humaine (1937) VI, p. 183.↩
- 2a edición, Institut Catholique de Paris 1981, pp. 118-140.↩
- Henri de Lubac, Teilhard posthume (1977), ante todo pp. 59-75.↩
Hans Urs von Balthasar
Título original
Le Christ Alpha et Oméga
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Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
FrancésEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Abelardo Martínez de LaperaAño:
2024Tipo:
Artículo
Fuente:
Revista Católica Internacional Communio 18 (Madrid, 1996), 90–95 (tr. revisada para esta edición digital)