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Semana de oración por la unidad de los cristianos
Adrienne von Speyr
Título original
Weltgebetsoktav
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Temas
Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Comunidad San JuanAño:
2022Tipo:
Artículo
El relato de la Creación nos dice que Dios Padre crea el universo en siete días y que el Espíritu aletea sobre las aguas. En virtud de este acto de creación el mundo es una unidad: procede de un lugar único de Dios y surge de su mano única. A partir de este solo relato aún no es posible hacerse una imagen detallada de la amplitud y del contenido del mundo. El sentido de la narración es revelar el acto de la creación y la unidad que resulta y permanece por haber sido creada. El mundo conserva su unión con Dios. Dios le habla al primer hombre y le entrega el señorío sobre las cosas. El cosmos, sus plantas y animales están bajo el dominio del hombre; lo están por la palabra de Dios, y así es el orden. El hombre está bajo el dominio de Dios en una linea clara, unívoca de obediencia. Pero, así como todas las cosas provienen del Padre, así todas son creadas para el Hijo. Esta línea hacia el Hijo no está en ninguna contraposición con la línea que va desde Adán hacia Padre y la que va desde las cosas hacia el hombre. Todas las líneas forman juntas una unidad perfecta, todas se ajustan a la unidad planeada y realizada por Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Cuando el Hijo aparece en la tierra, instituye un orden nuevo. El hombre se había separado de Dios, en el mundo entero reinaba el desorden y en todas partes la unidad había sido rota. El Hijo crea en sí mismo una unidad nueva, en su cuerpo, en su muerte y resurrección. Y para que el hombre reconozca más claramente el orden querido, Él crea la Iglesia con todas sus leyes, pero también y sobre todo la crea como expresión de su amor, como una unidad claramente visible: una unidad que reinará en ella y en su vida ordenada bajo el Hijo. Pues la Iglesia es su Esposa y entre Esposo y Esposa reina un contacto vivo, un intercambio puro de amor divino y eclesial, un eterno encontrarse el uno en el otro.
Pero también en la Nueva Alianza se da un intento de separación: lejos de la Iglesia, lejos del Señor, de las maneras más diversas. Si bien la Iglesia permanece perfectamente intacta en su sustancia y el Señor persevera inmutable en su Gloria, en el mundo, sin embargo, sigue creciendo el desorden. Y la Iglesia, en su pureza intacta y en la unidad que en ella reina, debe atreverse a hacer el intento de repatriar lo que el Señor le había confiado: el mundo entero. El mundo no ya en la fase de la creación, sino en la fase de la redención. Un mundo llamado a volver a la unidad por el sufrimiento del Señor, pero también por su oración y por la oración confiada a la Iglesia y administrada por ella. Este llamado no es nada teórico, es experimentado en la práctica: cada oración de un creyente llama y hace volver a la unidad, de modo activo y eficaz, cada oración de un creyente busca la voluntad del Padre, se subordina a los deseos del Hijo y los percibe en el corazón de la Iglesia.
Ahora bien, dado que el hombre pierde rápidamente sus fuerzas y devine inseguro en su oración –uno pronuncia, sí, palabras, pero muy a menudo simplemente deja que pasen de un modo insustancial–, la Iglesia nos exhorta a renovar la oración y fija el período de tiempo que el Padre utilizó para la creación, una semana junto con su día de reposo divino, para rezar por el retorno al hogar del mundo fragmentado, roto y sin fe. Durante esta semana es un deber de todo cristiano rezar por la unidad. Antes de comenzar, él puede poner ante los ojos de su imaginación la fragmentación extrema y real del mundo. Representarse el globo terrestre con los innumerables lugares a los que la evangelización no ha llegado o que han sido mal misionados, los amplios territorios que se han separado de la Iglesia, contemplar cómo por todos los poros la incredulidad se va filtrando en el corazón de la fe. Aún más, atreverse a echar una mirada en el interior de la Iglesia y ver cómo tantos fieles rezan oraciones vacías, ya nada saben de la unidad y se han olvidado de su vocación. Frente a esta imagen, él comenzará a rezar; desde lo exterior a lo interior o desde lo interior a lo exterior. Pero la nueva unidad no es algo abstracto (una mera unidad de intención o del ánimo), tampoco algo meramente numérico cuantitativo (un número de edificios o parroquias). Ella vive, ella es la unidad del Hijo con su Esposa, a imagen de la unidad del Dios trinitario. En ella hay espacio para cada hombre único con su modo único de ser, con su libertad, con sus dones. Un espacio que le promete a todo hombre el perdón y la vida nueva. Pero también un espacio que hace nacer en cada uno el deber de rezar. Este deber tiene como núcleo la alegría, porque es eficaz. Y quizá precisamente en la semana de oración por la unidad todo el que rece sentirá hasta qué punto la oración es parte del tesoro de la Iglesia y cómo Dios la usa donde le place, sentirá que también los que no tienen fe y todos los territorios que no han escuchado la Buena Nueva son –no obstante– incluidos por Dios, sentirá quizá justamente ahora que paganos, judíos, sectarios recobran nuevamente la fe. Hoy por la oración de hoy, o también ayer o en un futuro lejano por esta misma oración de hoy.
Y cada forma de rezar es agradable a Dios, con tal que sea auténtica. Dios puede escuchar y cumplir cada oración en el sentido de la unidad. Él es todo oídos ante el Padre Nuestro y el Ave María de cada día, como también lo es ante cada oración en la que un creyente intenta expresar y comprender todo lo que él quisiera que vuelva al hogar común. La institución de una semana de oración tiene su fundamento último en la «oración sacerdotal» donde el Señor nos habla de la unidad [Jn 17]. Sus palabras no han perdido nada de su sentido, la vuelta al hogar común es más urgente que nunca. Y si nosotros vislumbramos cuán uno son en Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu, también podemos vislumbrar cuán uno debería ser el mundo, si se convirtiera a la vida nueva y a la fe nueva por la palabra orante del Hijo, a la que tenemos la gracia de participar por nuestra frágil oración. En la simplicidad de un corazón creyente que tiene la gracia de recibir la unidad como el regalo supremo y que así, en virtud de ella, puede rogar por nuevos hermanos en todo el mundo y también recibirlos, para que el mundo se haga uno con la Iglesia, como la Iglesia es una con el Señor y el Señor con el Padre en el Espíritu Santo.
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