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Cómo Adrienne von Speyr nos ha enseñado a rezar
Martha Gisi
Título original
Wie Adrienne von Speyr uns beten lehrte
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Temas
Ficha técnica
Idioma:
Español
Idioma original:
AlemánEditorial:
Saint John PublicationsTraductor:
Comunidad San JuanAño:
2022Tipo:
Artículo
Este es un intento de responder en nombre de la Comunidad San Juan a la pregunta que a menudo se nos hace acerca de cómo Adrienne von Speyr nos ha enseñado a rezar. La verdad es que no puede responderse a la ligera. Una cosa es segura: ella nunca nos dio una receta infalible. En cambio, sí recuerdo un pequeño episodio que expresa en forma concentrada lo que Adrienne entendía por actitud de oración.
Una vez, cuando algunos miembros de la Comunidad estaban por emprender un viaje de formación, como lo llamábamos, a Florencia, en el momento de la despedida, Adrienne les dijo que debían asimilar con la mayor atención posible todo lo que les viniese al encuentro, contemplar las obras de arte con esmero, pero también disfrutar de ese tiempo de descanso y reponer fuerzas con helado y café, cuando esto ayudase a mantenerse receptivas. A la pregunta: «¿Y cuándo tenemos que rezar?», Adrienne respondió con su habitual prontitud de espíritu: «No dije nada sobre el respirar, ¿no es verdad? Pues, tampoco digo nada sobre la oración». Esto era una alusión a la actitud de oración, tan importante para Adrienne, actitud que también constituye el presupuesto para toda otra forma de oración.
En primer lugar, entonces, hablaremos de esta actitud de oración. Ciertamente, sobre esto diremos algunas cosas que ya son conocidas para la mayoría de ustedes. Pero, en toda mirada retrospectiva, sucede que se recuerdan cosas ya conocidas.
La oración es, pues, una función evidente y permanente del hombre, de la que tal vez ni siquiera sea consciente, y que le es tan necesaria como el respirar; un interior e ininterrumpido estar orientados [ordenados: San Ignacio, EE 46] hacia Dios, orientación que, de antemano, ve todo lo que el hombre encuentra en la luz Dios y a Él se lo agradece.
Esta actitud de oración es característica de Adrienne. Solo a partir de esta actitud su obra es realmente accesible y comprensible. Es justo decir que ella ha compuesto toda su obra en esta actitud: sus comentarios a la Escritura, sus meditaciones sobre temas particulares de la vida cristiana, sobre la Iglesia y los sacramentos, sobre la elección de estado de vida, etc. Es una actitud que, en contraste con el acto de oración particular, significa un ser, una disposición espiritual interior, una vigilancia, un silencioso presuponer la prioridad absoluta de la realidad divina. La atención se ordena constantemente a la acción de Dios, intenta reconocerla con una mirada amorosa y se expone a ella en todas las manifestaciones de Su voluntad. Adrienne expresa esto en El mundo de la oración: «La oración, así entendida, sería nuestro continuo estar ante Dios, nuestra constante presencia ante Él, nuestro no impedir en nada el trato con Él, nuestra voluntad de escucharle y de seguirle más allá de todos los obstáculos que existen en nosotros. Por tanto, una profunda y fundamental disponibilidad que constituye el fondo que sostiene todos los diálogos y actos de oración particulares. Esta disponibilidad ha de acompañarnos a lo largo de todo el trabajo cotidiano, para condensarse en ciertas horas en lo que suele llamarse oración en sentido estricto: en ese estado en el que ya no hay espacio en nosotros para nada más que para la voz de Dios, para escucharla y reconocerla» [El mundo de la oración p. 10].
En estas palabras nos sale al encuentro un segundo concepto que caracteriza toda la obra de Adrienne y que es idéntico al de actitud de oración: es el concepto de disponibilidad. La actitud de oración está llena hasta lo más íntimo de disponibilidad a escuchar y a seguir la voluntad de Dios en todo momento. Es la actitud que toma en serio el «Habla, Señor, tu siervo escucha» y no aquella a la que a menudo se puede pensar viendo el ajetreo actual en la vida de oración: «Escucha, Señor, tu siervo habla». En El mundo de la oración, Adrienne lo expresa de este modo: «Estar ante Dios en la fe significaría, en verdad, presentar rápidamente la propia vida a Dios, pero luego liberarse de ella e intentar ser tan franco e indisimulado ante Él que Él pueda mostrarse y revelarse a sí mismo. Contemplarlo a Él y no a uno mismo» [Ibid. 243].
Para Adrienne, el requisito previo para una verdadera actitud de oración es siempre una inversión de la perspectiva que no ve las cosas desde el hombre, sino que intenta verlas desde Dios. Es una auténtica «conversión» que debería tener lugar en cada oración. Este cambio libera al creyente de sus preocupaciones cotidianas y le permite, de nuevo, estar desnudo ante Dios como Adán que, en el Paraíso, ha escuchado la voz de Dios. Adrienne dice que «Adán vive simplemente ante la mirada de Dios en la fe y en la alegría, y todo lo que él hace corresponde a las intenciones de Dios. “Debes dominar” [Gn 1,28] le dice Dios, pero no se nos dice nada sobre una respuesta de Adán. Es evidente que él comprende la palabra de Dios y la pone en práctica» [ibid. 7s].
Después del pecado original, sin embargo, al inicio de toda oración se da una situación embarazosa, nos dice Adrienne en este contexto. Cuando Dios llama al hombre: «Adán, ¿dónde estás?», él se presenta ante Dios revestido de todos sus apegos egoístas. En primero lugar, el cristiano tiene que dejarse liberar y desvestir de todos estos afectos desordenados y auto-referenciales para poder volver a exponerse desnudo ante la mirada divina que busca. Por tanto, la conversión necesaria al inicio de toda oración debe consistir en un consciente desprenderse de todos los apegos a los deseos propios, en una renuncia que nos prepara para la actitud de oración: esto mismo es exigido de la forma más enérgica por Adrienne, siempre de nuevo y en todas sus variaciones. Ella nos presenta esta renuncia, en realidad, como una ayuda para superar las dificultades que el cristiano enfrenta cuando se dispone a entrar en la actitud de oración. En esto, Adrienne también era muy realista en las instrucciones sobre la oración que daba a la Comunidad San Juan: uno debe dejar de lado su estado de ánimo, su irritación sobre cualquier evento o aflicción, también si la aflicción fuese sobre sus pecados. Y la conciencia de que «uno puede hacerlo», de que tiene de antemano una visión general del curso de la oración: esto también sería un obstáculo. Muy a menudo, la actitud de oración consiste, sobre todo, en el perseverar cuando ya no ve nada. En esto puede haber una cierta humillación, una especie de abajamiento, al admitir tácitamente nuestra propia incapacidad. Tal vez sea precisamente esto lo que ahora es requerido, para que la confianza pueda ascender tanto más generosa hacia Dios y ser cumplida por Él.
Desde aquí se hace visible la última fundamentación de la actitud de oración y de su dimensión profunda en Adrienne. En última instancia, esta actitud se funda en el Dios trinitario y solo en esta mirada es realmente posible. Ella tiene como su lugar originario el estar del Hijo ante el Padre. «Lo que el Hijo hace ante el Padre, eso mismo es lo que Él muestra a los hombres para que aprendan de Él a estar [presentes] ante el rostro de Dios». En esta actitud, en este estar ante el Padre, el Hijo toma consigo e introduce por gracia a los redimidos. Todo lo dicho hasta ahora tiene su lugar en la vida trinitaria: porque el Hijo, por amor al Padre, ha redimido a los hombres del pecado original, del ensimismamiento del yo, encadenado a sí mismo, el hombre puede estar de nuevo desnudo ante Dios y encontrarle como le encontraba en el Paraíso.
Esta visión puede, ciertamente, verse como una consecuencia última de la propia «conversión» de Adrienne, de su conversión a la Iglesia. Porque entonces ella buscaba la verdad, como dijo una vez, y así se alejaba de su persona para «convertir» toda su mirada hacia Dios en una donación de sí incondicional, por eso fue siempre más profundamente introducida en la verdad llena de misterio del Dios trinitario y fue desbordada por su gracia.
Que por esto Adrienne no se haya perdido en una especie de quietismo se ve en la manera en que ha concretizado su actitud de oración permanente en la oración explícita y en su comportamiento cotidiano. Aquí siguen algunos ejemplos más. Del reconocimiento de que la gracia, también la gracia de la oración, dimana de la cruz, nace en Adrienne, ante todo, la voluntad de hacer penitencia. «Si es reconocida esta fuente escondida de todas las gracias, el cristiano no se dará por satisfecho, sino que deseará de alguna manera, aún en modos deficientes, hacer penitencia: en el espíritu del seguimiento y del amor» [El hombre ante Dios, edición alemana, p. 34].
En Adrienne, esta voluntad y esta disponibilidad para la penitencia estaba presente en una medida extraordinaria. No es este el lugar para describir hasta qué punto esta disponibilidad ha determinado toda su vida y, sobre todo, su sufrimiento. Todos nosotros lo sabemos. Aquí solo diremos una palabra sobre cómo esta disponibilidad se expresaba en los hechos cotidianos, al menos en la medida en que nos fue posible comprobarlo. Con frecuencia, cuando uno presentaba a Adrienne una intención propia o de alguien de nuestro entorno, por ejemplo, de un colega de trabajo, ella no decía, por ejemplo: «Rezaré por esto», sino «haré algo por esto», y uno presentía que se refería a un acto de penitencia.
En sus instrucciones concretas sobre la oración, también sobre la oración vocal, siempre de nuevo nos ha remitido a la manera como Cristo ha orado, por ejemplo, en el Padre Nuestro, en donde en primera línea se trata de las intenciones del Padre y del perdón del pecado, el cual consiste, entre otras cosas, también en el hecho de no dejar hablar al Padre y en pedir, más bien, que mi voluntad se cumpla así en la tierra como en el cielo.
Con predilección, siempre de nuevo volvía a hablarnos del «sí» de María a la voluntad de Dios, que la Madre solo pudo pronunciar gracias a su actitud de oración. Adrienne veía un profundo significado en el hecho de que algunos artistas hayan representado a María de rodillas en la Anunciación, teniendo su mirada totalmente dirigida hacia Dios en el momento de ser interpelada por el ángel. En el diálogo que sigue, María somete sus propias ideas y también sus dificultades, completamente comprensibles, a las palabras sobrenaturales del ángel: «En la aparición del ángel se ve que la dimensión de su actitud y la de su oración son una sola cosa, perfectamente entrelazadas la una con la otra. Ella dice sí desde la plenitud de la gracia divina, pero también pregunta “¿Cómo será posible, pues no conozco varón?” Esto la caracteriza como la mujer sensata, normal, inteligente, prudente y, al mismo tiempo, como la perfectamente donada. Como la que calcula humanamente y como la que todo lo pone en el platillo de Dios. “Hágase en mí según tu palabra”» [El mundo de la oración, p. 92].
Con sus indicaciones, Adrienne estaba atenta, sobre todo, a hacer estallar las pequeñas representaciones humanas, a remover los impedimentos que pudieran deformar la mirada hacia Dios. En referencia a la oración de petición, que para Adrienne tenía incondicionalmente su lugar sobre todo respecto al prójimo, ella dice por ejemplo: «Puede ser que yo rece por la conversión de una persona que conozco, sin embargo, alguien se convierte en algún lugar de China».
Para advertirnos contra toda clase de auto-referencialidad en la oración, nos contó con horror y dolor el caso –que vio durante una visita al hospital– de una colega a la que encontró acostada en una cama aplicándose el estetoscopio a sí misma.
Con su profunda empatía, formada en la oración, ella reconocía rápidamente esa tendencia y no dudaba en intervenir tomando medidas útiles, aunque en el momento no fueran del todo evidentes para nosotras; por ejemplo, cuando una vez, de improviso, envió a una de nosotras a un lugar donde no hablaba la lengua y donde apenas podía hacerse entender, lo que la obligaba a tener que adaptarse en todo al ambiente extranjero. Adrienne conocía muy bien los rodeos y los secretos del corazón humano, como lo muestra esta página: «Existen, por supuesto, las ilusiones: yo puedo suplicar en la oración por una determinada respuesta de Dios, por ejemplo, que Él se digne mostrarme si yo debo actuar así o asá; pero si mi deseo por hacer esto y no aquello es muy acentuado, la respuesta de Dios puede fácilmente quedar sepultada. Yo no dejo a Dios tomar realmente la palabra, sino que me escucho a mí mismo en un tornavoz amplificado. Entonces no se habría ganado nada en el conocimiento de Dios. El hombre ha abajado a Dios a su nivel y, además, intercambia lo que Dios ha de decirle con lo que él quisiera oír… En su deseo de comprender a Dios, el hombre se lo construye según sus propios pensamientos y opiniones y así, sin darse bien cuenta, ya ha acabado de antemano con todo lo que en Dios es realmente divino… Si el cristiano no es consciente de este peligro a tiempo, terminará siendo frente a Dios un sabelotodo y su oración le llevará a las antípodas del conocimiento de Dios» [El hombre ante Dios, edición alemana, p. 28s.].
Cualquier tipo de actitud de sabiondez le resultaba un horror, pues en esa actitud reconocía lo contrario a la actitud de oración. Sin embargo, tanto aborrecía la sabiondez («es que me corta», podía decir en estos casos, con esta expresión suiza que se refiere a la leche cortada) cuanto apreciaba el buen humor, si este expresaba una especie de serenidad despreocupada y de relativización de la propia opinión o el rechazo a «tomarse demasiado en serio». Aquí también residía, muy probablemente, el fundamento de su propio humor con el que solía relativizar las situaciones difíciles en su vida. Ella mantuvo esta actitud hasta el final. Uno recuerda espontáneamente a Tomás Moro, que subió al cadalso haciendo una broma, cuando se escucha a Adrienne preguntarse en broma, pocos días antes de su muerte, si todavía habrá lugar para ella en el Paraíso.
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