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Teología del descenso a los infiernos en A. von Speyr
Ponencia en el simposio sobre Adrienne von Speyr y su misión su misión eclesial, Roma, 27-29 de septiembre de 1985
Después de la descripción que ha hecho el Dr. Maas acerca de las experiencias de Adrienne von Speyr sobre el Sábado Santo a partir de sus propios textos,1 me resta a mí ahora la tarea de plantear la pregunta de cómo dichas experiencias y su descripción se podrían integrar en la tradición católica. El tiempo disponible es tan breve que, en lugar de las muchas posibles citas que se podrían tomar de la historia de la teología y de la espiritualidad, solo se podrán trazar un par de líneas fundamentales. En la primera parte se dirá algo sobre la actualidad teológica del tema; en la segunda, se retomarán y explicarán más en detalle algunos puntos de las descripciones de Adrienne.
1. Sobre la actualidad del tema hoy
Difícilmente se encontrará un teólogo importante de este siglo que haya mantenido totalmente inalterada la presentación del tema del infierno predicada en los manuales y, en el pasado, desde los púlpitos. Una cierta perplejidad y un gran silencio dominan este campo. ¿No sería ya tiempo para un replanteamiento fundamental como lo exige Adrienne? Pero, ¿no estamos acaso ante una disyuntiva imposible de superar? o, expresándolo desde una perspectiva histórica: ¿no estamos ante el dilema: Orígenes o Agustín? Pero incluso si la tradición de Agustín hubiese llegado a su fin, no podríamos regresar simplemente a Orígenes.
Cito a Adrienne: «La verdad no consiste simplemente en una alternativa: o alguien está en el infierno o nadie lo está. Ambas cosas son una expresión parcial de la verdad total» (Cruz e infierno II, 85). Al hacerlo, ella tiene claro que la predicación habitual acerca del infierno no puede seguir hoy como de costumbre (id. 58). Sobre Orígenes, ella ha hablado muy claramente: «Orígenes piensa que un buen maestro de la Iglesia mostrará siempre todo el orden cristiano de salvación y, por tanto, no aislará de él el infierno como si fuera un hecho absoluto e inconexo, que, considerado aisladamente, lo pone todo en cuestión, obscurece la gracia y hasta la hace incomprensible». Para Orígenes, el infierno «forma parte de la economía de la Salvación. Pero la Iglesia ha eliminado simplemente a Orígenes y en su lugar ha dado demasiado espacio a Agustín». Estas palabras perentorias necesitan una explicación más detallada.
En primer lugar, el cardenal Henri de Lubac ha señalado que la enseñanza de Orígenes no es tan simple como la que había condenado el emperador Justiniano. Orígenes dice que el fuego del juicio será algo mucho más terrible de lo que los hombres puedan pensar: en realidad, es algo inimaginable. Así como en el corazón de ningún ser humano ha aflorado lo que Dios ha preparado para los que aman, tampoco ha aflorado en el corazón de nadie cuál será su castigo. Sin embargo, como Pablo y Juan en muchos lugares, él dejó abierta una esperanza para la salvación de todos los hombres. Por el contrario, Agustín tiene un conocimiento seguro de que una multitud de hombres están condenados. Si son muchos o pocos es, en el fondo, una cuestión secundaria.
Adrienne, por su parte, nunca sostuvo un saber de que ningún ser humano puede ir al infierno. Estaba convencida de que San Ignacio tiene razón en hacer meditar a cada individuo en los Ejercicios cuán merecedor sería de condena eterna, dejándole, sin embargo, concluir la contemplación con una conversación con el Crucificado. Adrienne, como Pablo, deja el juicio de cada vida en manos del único Señor. «Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor» (1 Co 4,4).
Antes de dedicarnos a Adrienne, quisiera presentarles algunas frases tomadas de las lecturas de las oraciones de la Liturgia Romana de las Horas para su consideración. El miércoles de la primera semana del Año Litúrgico se dice: «Nadie tiene mayor misericordia que quien entrega su alma por los condenados» (Bernardo). El miércoles de la primera semana de Adviento leemos también: «Cristo, que creó el mundo entero, salvó también al mundo entero» (Bernardo). Y en la gran homilía redescubierta por de Lubac, que ahora se lee el Sábado Santo, Cristo habla a Adán en el infierno: «Despierta, levántate, tú que duermes. No te he creado para que permanezcas encadenado en el infierno […] Levántate, tú, obra de mis manos, imagen mía, porque fuiste creado a mi semejanza. Vámonos lejos de aquí, pues tú estás en mí, y yo en ti: nosotros formamos una persona única e indivisible». Se podría citar, entre muchos otros, a Buenaventura: «Cristo es el principio universal suficiente para todos, por eso se extiende a través de lo celestial, lo terrenal y lo infernal. Por Él se recupera lo infernal, se sana lo terrenal, se restaura lo celestial» (Breviloquium, 4,1). «Él es el más elevado y el más bajo» (Itinerarium, 6,17). «Él descendió a la profundidad del centro de la tierra, al infierno» (Hex. 1,21-23). «Lo abismal del Dios hecho hombre: su humillación es tan grande que sobrepasa toda comprensión» (Hex. 8,5). También encontramos una rara expresión de Máximo de Turín (5o domingo después de Pascua en la Liturgia de las Horas): «Por la resurrección de Cristo se abre el infierno: para los muertos Él es la vida; para los pecadores, el perdón. “La noche está avanzada. El día se avecina” (Rm 13,12), es decir, desde que llega la luz de Cristo, las tinieblas del demonio huyen, la oscuridad del pecador se ilumina… Pues el día es el Hijo, a quien el Padre de la Luz descubre el misterio (arcanum) de su Divinidad». Otra palabra tomada del Diario de Blondel [Carnets intimes]: «La Pasión no es solo redención, es la experiencia misma que tuvo Cristo del infierno. Por esta experiencia, el infierno cobra realidad y el hombre es condenado. Cristo es el realizador universal» (11.2.1889). No se trata, pues, de negar el infierno, sino de mostrar y demostrar su conexión con la experiencia del infierno de Cristo. Más aún, para Blondel aquí existe incluso un seguimiento [sequela]: «Si uno ama a Dios y conoce su destino, solo conoce un sufrimiento: no solo por los propios pecados, sino por los pecados de los demás, como Cristo […] uno se hace pecado» (25.4.1889).
Pero ahora pasemos a Adrienne. Ella también intenta pensar el descenso de Cristo a los infiernos en el marco de una teología trinitaria-cristológica-soteriológica. El acontecimiento se sitúa en el medio de los tres días santos, por lo que debe tener un significado eminente, aunque sea difícilmente formulable, pues la Palabra de Dios está muerta ese día y la Sagrada Escritura se queda casi totalmente muda. ¿Qué sabe de ello la gran tradición de la Iglesia?
Simplificando, podemos distinguir dos grandes líneas de la tradición: la de Oriente y la de Occidente.
Para el Oriente, el icono del descenso de Cristo es la representación principal de nuestra redención. Cristo atraviesa las puertas del infierno cruzadas bajo sus pies como vencedor de la muerte, y extiende su mano salvadora a los que habitan en las tinieblas del Sheol [reino de la muerte en hebreo]. Desde los más antiguos sermones, esta tradición se extiende hasta los Misterios de Pascua que se representaban en la Edad Media, donde la luz de Cristo penetra en la Iglesia oscura por el portal inicialmente trancado por el diablo y que luego es desatrancado. En Occidente, tanto la teología como la liturgia honran preponderantemente el silencio de la muerte; la Iglesia vela con María ante la tumba, en silencio y oración.
Pero ambas tradiciones tienen un límite interior. El Oriente no nos muestra al Cristo muerto, sino a un Cristo vivísimo, a saber, ya el Cristo pascual. Nos muestra un icono pascual. El Occidente, con su puro silencio, permanece en cierto modo anodino, sin ningún acontecer interior: entre el Viernes Santo y la Pascua parece no suceder nada en absoluto.
¿Es posible conciliar ambas teologías, criticando sus puntos débiles? Adrienne lo ha intentado y también ha reunido en torno al acontecimiento del Sábado Santo los principales temas de su propia teología. Intentemos dar unos pasos con ella.
1. En primer lugar, está el tema de la obediencia del Hijo al plan trinitario de salvación del Padre. Esta obediencia parece haber alcanzado en la Cruz su último límite: consummatum est [Todo está cumplido]. Sin embargo, aún queda algo insospechado que Adrienne llama la «sobre-obediencia». Solo esta concluye el conocimiento por parte de Cristo del destino total del ser humano pecador: el estado de muerte, una muerte sin esperanza, como la describen tan vívidamente los Salmos y otros escritos del Antiguo Testamento: «In inferno quis confitebitur tibi?» [En el reino de la muerte, ¿quién te puede alabar y confesar? Sal 6,6]. ¿No debía Cristo conocer también este último destino del hombre por el que Él muere? ¿Pasar, en la obediencia extrema, por la perdición definitiva?
2. El Antiguo Testamento desconoce el Purgatorio. La teología escolástica presupone erróneamente que el Purgatorio ya existe cuando Cristo desciende al lugar de los muertos. Adrienne reconoce que esta apertura de la muerte hacia el cielo pertenece al misterio del Sábado Santo (por cierto, incluso la teología occidental, aún en la Edad Media, a menudo apenas distinguía entre infernum como Sheol e infernum como infierno). Según ella, el Sábado Santo, con el paso de Jesús por el reino del pecado, se fundó también la confesión. Como la Cruz es la primera confesión total del pecado del mundo ante el Padre, así la Pascua es la gran absolución del cielo que el Resucitado dona a los discípulos para que la administren: «quibus remiseritis peccata [A quienes perdonéis los pecados, Jn 20,23]». El Purgatorio es, por así decirlo, la gracia de una confesión total ofrecida al pecador en el más allá, solo que ahora impartida, cargada, realizada sobre él.
3. Sin embargo, hay un aspecto aún más misterioso alrededor del cual giran las consideraciones de Adrienne. El Hijo muerto está en el camino de regreso al Padre y este camino paradójico a través de las tinieblas no es un desvío. El Padre, creador del cielo y de la tierra, creó la peligrosa libertad humana que podía perderse y de hecho se perdió; un misterio incomprensible e inabarcable en el que el Padre introduce ahora, a oscuras, al Hijo encarnado muerto: la misericordia redentora penetra en las tinieblas inconcebibles de la justicia divina. Esto tiene lugar en el silencio de la muerte, en el misterio entre Dios y Dios, por así decirlo, sobre el cual ya no se volverá a hablar en la gloria de la Resurrección y del Cielo.
4. Luego está el Sábado Santo de María y de la Iglesia creyente, la «Pietà» de Occidente. También aquí hay una sobre-obediencia, un no comprender lo que puede estar pasando detrás de la piedra del sepulcro. Pero aun en medio del extremo agotamiento sigue habiendo oración, acompañamiento y, en María, la conciencia de que al final todo está bien en Dios, de que la misión del Hijo no ha fracasado.
Habría que añadir aquí las numerosas descripciones que Adrienne hizo de las experiencias de la noche oscura a lo largo de la historia de la Iglesia: experiencias que a veces criticó en el sentido de que quienes las vivieron no advirtieron ni expresaron suficientemente la conexión con la Cruz y el descenso a los infiernos, porque intervinieron ideas neoplatónicas de la purificación del alma (por ejemplo, en Juan de la Cruz).
En el último volumen de mi Teodramática he dado numerosos ejemplos de experiencias auténticas del infierno en las que el rechazo divino se experimenta como infinito, desde Ángela de Foligno, pasando por Matilde de Magdeburgo, hasta Tauler, Ruysbroeck, Hadewijch, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, María de la Encarnación, y los apuntes de Camila C. editados por Henri Caffarel (París, 1981), que hablan de «un abandono total, pleno, eterno». Juan de la Cruz describió así esta experiencia: «… dolores de infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios, y castigada y arrojada e indigna de Él, y que está enojado; que todo se siente aquí; y más que le parece que ya es (espera) para siempre» (Noche oscura II,6,2). Precisamente aquí entra en escena el testimonio de Adrienne. Ella describe su experiencia, muy semejante a la de Blondel citada anteriormente, como una forma de seguimiento de Cristo.
En esta primera parte hemos intentado integrar en la tradición algunos de los grandes temas de Adrienne sobre el misterio del Sábado Santo.
En la segunda parte, se describirán algunos aspectos de su experiencia y se señalarán sus implicaciones teológicas.
2. Explicitaciones
Primero, unas palabras sobre los estados de Adrienne durante el Sábado Santo, que ella describe luminosamente.
Después de participar en la vivencia de la Cruz, después de la muerte del Señor y del golpe de lanza perceptible aún en un tic de estremecimiento, primero una pausa de alguna manera en presencia del Padre, en el paraíso donde se deposita al ladrón; luego, de repente, la sensación de una caída vertiginosa al fondo del abismo. Ya no sufrimiento físico, sino la pérdida de todo contacto humano. Adrienne ya no me conoce: «¿Quién es usted?» «¿Qué hace aquí?» «¿Por qué escribe todo el tiempo?» (yo hacía mis anotaciones); «¿Puede transmitirle a mi confesor lo que le digo?». Pero, también, pérdida de todo contacto con Dios. Fe, esperanza, amor: todo eso es ahora inalcanzable. Pérdida también de todo sentido del tiempo. Solo existe el «ahora» intemporal sin pasado ni futuro, una especie de eternidad negativa de la pérdida de Dios, el puro opuesto de la eternidad positiva del cielo, de la vida eterna en la apertura de todas las dimensiones.
El Dr. Maas acaba de describir ciertas imágenes significativas, en las que se experimentaba la «hamartía», la masa de pecados separada de la humanidad por la Cruz: la corriente hedionda del pecado que se arrastra, desbordando toda orilla, que de alguna manera se arremolina y se escurre hacia un fondo sin fin. Pero el Cristo que fue condenado por Dios a causa de esa masa de pecados, que deambula muerto y nunca se hace visible para Adrienne, a lo largo de este camino ese Cristo se encuentra con una realidad que Adrienne ha designado con la palabra «efigies». ¿Qué son estas «efigies»? Son lo que Dios tuvo que condenar y arrojar lejos de sí, es decir, arrojar al infierno, de cada pecador para salvarlo como ser humano vivo, para hacer de él, por medio de Cristo, un hijo de Dios. Las efigies no son irreales, porque el hombre pecador ha entregado al pecado algo de su realidad viva. De este modo, todo pecador redimido tiene algo así como una copia de sí mismo en el infierno. El Dr. Maas ha subrayado con razón que todo el acontecimiento del Sábado Santo, a pesar de todas las transcripciones, sigue siendo un misterio. Esto es especialmente cierto en este caso, porque: ¿qué ocurre con estas efigies? Adrienne ve que ellas se «extinguen» a medida que el Señor atraviesa el infierno. Y, sin embargo, también dice: «El hombre, cuando recae en el pecado, cuando se arrepiente, por así decirlo, de haberse arrepentido del pecado, puede volver a darle vida». En tal afirmación se ve que Adrienne de ninguna manera está despertando el origenismo vulgar. No anticipa el juicio del Juez del mundo. No sabe, ni lo que Orígenes parece saber según la opinión e interpretación común [de su doctrina], ni tampoco lo contrario, lo que Agustín sabe con certeza. Ella solamente sabe que Cristo visitó estos lugares de horror, que sus huellas existen; pero que no se pueden encontrar. Ambas cosas son verdaderas: el Sábado Santo es un misterio cristológico oculto en la historia de la salvación, pero también es un misterio del nuevo caos del pecado creado por el hombre y rechazado por Dios, fuera del mundo nuevo definitivo.
Es bueno que se nos diga esto en nuestro tiempo, en el que existió Auschwitz, y en el que sigue habiendo torturas y atrocidades de todo tipo imaginable en tantos países, de modo que las afirmaciones teológicas sobre el infierno hechas hasta ahora ya casi no surten efecto, apenas asustan o consuelan. Hoy tenemos la gracia de recordar que hay en Cristo un drama mucho más profundo que cualquier posible infierno que un ser humano pudiera experimentar: el abandono del Hijo de Dios por parte del Padre, que es su eterna bienaventuranza y alimento –ningún pecador puede vivenciar algo semejante–; la gracia de recordar que el retorno del Hijo al Padre conduce a través de este caos, a través de esta cloaca (el término viene de Orígenes) que ha sido erradicada del mundo, como el camino más corto hacia el misterio último del Padre.
Guardémonos de decir, ante este misterio, que no existe el infierno o que nadie está en él. Que Uno estuvo ciertamente en él, y más profundamente que cualquier otro posible, esta es la terrible seriedad de la experiencia del Sábado Santo de Adrienne, que ella hizo siguiendo a tantos en la tradición católica, pero que posiblemente ha expresado en palabras de una forma más clara y más profunda que hasta ahora. Sin embargo, ella ha dejado abierta la esperanza –¡no el saber!– de una posible salvación para todos. Quizá quien más se acerca a ella en esto sea, una vez más, Maurice Blondel, el más grande y, sin duda, el más piadoso filósofo católico de la época moderna. Sin cuestionar en absoluto la posibilidad del infierno, a pesar de todo se atreve a decir: «Si hubiera solamente un único condenado, el corazón del Salvador, por las exigencias de su amor, aún podría quejarse del escaso número de los elegidos: el Buen Pastor no piensa más que en su oveja perdida; el Padre es, de antemano, severo y amenazador, para tener que castigar menos después (26.8.1889)». Blondel vio siempre precisamente aquí la exigencia del seguimiento: «Incluso a los Judas que nos venden y nos traicionan debemos tratarlos como amigos […] La batalla espiritual debe lucharse en espíritu de mansedumbre y humildad [Mateo 5,5]: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (12.11.1889)». «La oración es un hacer uso de la fuerza frente a la severidad y el poder de Dios; entramos en lucha contigo, poderosos contra Dios mismo, te desarmamos; somos […] vencedores del Dios todopoderoso. ¡Oh milagro y sublimidad del ser humano! Tú le has encomendado un ministerio de misericordia […] nosotros transformamos las llamas de Tu ira, que crepitan sobre los culpables, en ascuas de amor, capaces de derretir los corazones más endurecidos (17.1.1889)». Lo que Blondel dice aquí del cristiano orante, en su visión trinitaria Adrienne lo dice originariamente del propio Cristo.
Hemos mencionado que el Purgatorio surge gracias al Sábado Santo. Adrienne vio una multitud de pecadores –no en el fondo último del infierno, sino en algún lugar a medio camino– que, tras su muerte, vacilaban en entrar ante el fuego del juicio por el que, según Pablo (1 Co 3), todos deben pasar. El fuego estaba detrás de ellos, habrían tenido que darse vuelta para entrar en él. Ellos miraban en dirección al infierno. Adrienne vio más tarde cómo se habían girado y comenzaban a arder. Durante toda su vida católica ha tomado sobre sí una y otra vez las cargas de los pecadores, ha estado a su lado para ayudar a una buena confesión, ha llevado y soportado su alejamiento de Dios.
Así se entiende que un Sábado Santo dijera: «Lo peor es que hoy estoy separada de mis hermanos, los pecadores, y ya no puedo hacer nada por ellos. La Comunión de los Santos, el llevar las cargas de los demás, no existe en absoluto en este lugar. Aquí uno está en la más perfecta soledad».
Y, sin embargo, precisamente en esta soledad cristiana, en realidad cristológica, radica una esperanza para quien, rechazando todo amor, se condena a sí mismo. Él, que quiere estar completamente solo, ¿no encontrará finalmente a su lado a alguien aún más solo, al Hijo abandonado por el Padre, que le impedirá vivir hasta el final ese infierno que él mismo ha elegido?
En ningún lugar, nos dice Adrienne (y con esto podemos terminar), es más evidente la distinción de las Personas divinas que en el infierno, pero tampoco en ningún lugar, incluso durante la vida del Hijo en la tierra, es más visible la unidad del amor divino que en este final de la obra de redención realizada por la indivisa Trinidad de Dios.
¿Qué resulta para nosotros de todo esto? Dejemos a los teólogos discutir los aspectos dogmáticos. Nosotros, en cambio, que, como María y la mayor parte de los cristianos, no podemos seguir a Cristo en este, su último camino; nosotros, que con las santas mujeres permanecemos vigilantes junto a la tumba: ¿qué podemos hacer? Mucho. Reavivar en nuestra vida el espíritu de solidaridad, ese poder que permite compartir el peso de los demás. Rezar con fervor –y tal oración es infalible– para que nuestros hermanos y hermanas no se pierdan definitivamente. Hacer penitencia es un medio especialmente eficaz para lograrlo. María nos lo recomienda en Medjugorje desde hace años. Adrienne, la médica, ha hecho penitencia sin cesar, ya desde niña, ya cuando era todavía protestante, y aún más y realmente desde que, como católica, reconoció los efectos de este remedio. En su invención de penitencias siempre nuevas y más severas, ha tocado límites últimos. Tampoco aquí podemos seguirla. Intentemos, simplemente, realizar lo poco que nos sea posible.
- En el simposio de 1985, la ponencia de Balthasar seguía a la de Wilhelm Maas, que trataba el mismo tema. Balthasar se refiere a ella en varios lugares de su texto. (N. d. E.)↩
ハンス・ウルス・ フォン・バルタザール
原語タイトル
Theologie des Abstiegs zur Hölle
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スペイン語
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ドイツ語出版社:
Saint John Publications翻訳者:
Juan Manuel Sara年:
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