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Sobre la obediencia en los institutos seculares
Hans Urs von Balthasar
Titolo originale
Über den Gehorsam in den Weltgemeinschaften
Ottieni
Temi
Dati
Lingua:
Spagnolo
Lingua originale:
TedescoCasa editrice:
Saint John PublicationsAnno:
2024Tipo:
Articolo
Fonte:
Acta Congressus Internationalis Institutorum Saecularium (Romae, 20–26.ix.1970). Milano: Edizioni OR, 1971, 763–771. Traducción ligeramente modificada para esta edición digital.
Los consejos evangélicos deben vivirse en los institutos seculares en una forma especial pero no disminuida. Por lo cual, en todas las cuestiones de adaptación a su propia situación, hay que empeñarse en dirigir siempre la mirada al ideal invariable de cualquier vida de los consejos, Jesucristo, y su Iglesia, en cuanto ella es su esposa inmaculada. Los conceptos o distinciones canónicas no pueden constituir el punto absoluto de partida, pues en relación con la realidad revelada, son secundarios y subsidiarios; tampoco pueden serlo consideraciones ascéticas, psicológicas y sociológicas, pues primero hay que establecer lo que Dios quiere del hombre y luego, en segundo lugar, cómo esta voluntad salvífica de Dios nos toca, nos estimula y cómo debe ser interpretada en tal o cual situación histórica. La consideración de los datos fundamentales de la Revelación nos da, precisamente para los consejos evangélicos, el punto fijo según el cual se deben orientar todas las diversas cuestiones teóricas y prácticas. Por eso meditaremos:
1. La obediencia de Cristo como fundamento originario de nuestra obediencia;
2. La verdadera obediencia de la Iglesia a su Señor;
3. La obediencia en cuanto es un consejo evangélico; no consideramos su configuración en las órdenes monásticas ni apostólicas y nos limitamos a su estructura en los institutos seculares.
Los puntos 1 y 2 aquí solo pueden ser tratados brevemente y a modo de sugerencia. Pido disculpas y comprensión si a causa de la brevedad ciertos aspectos no logran la claridad deseada. Los pensamientos expuestos pueden, sin embargo, servir de ocasión para ulteriores reflexiones: las considero indispensables para una plena comprensión de nuestro tema propiamente dicho. Finalmente, antepongamos a todo lo que sigue, que la obediencia cristiana solo puede ser vivida y comprendida en forma neumática, es decir, en el Espíritu Santo de libertad y de amor de Dios, también allí donde asume formas institucionales y jurídicas.
1. La obediencia de Cristo
Cuatro rasgos caracterizan como única la obediencia de Cristo, pero su gracia nos permite y posibilita, a pesar de todo, participar de ella e imitarla.
a) En oposición a todos los otros hombres, la encarnación de Jesús (y luego cada acto de su vida) es función de un libre acto de obediencia del Hijo de Dios preexistente ante el Padre (Flp 2,6ss.). En la fe miramos aquí el misterio de la Trinidad y encontramos que el eterno amor del Hijo al Padre en el Espíritu Santo toma la forma de un dejarse enviar y, de este modo, de una divina obediencia. En la Trinidad las personas son del mismo rango, sus actos vitales son idénticos, y sin embargo, el orden de las procesiones de las personas es real; en Dios coexiste –dicho muy humanamente– un elemento «democrático» y uno «jerárquico». Al hacerse hombre el Hijo –por amor al Padre y para representar el amor del Padre al mundo y para reconciliar el mundo con Dios– todo su acto de existir es pura disponibilidad ante la voluntad salvífica de Dios (oboedientia antecedens). Los cristianos participan en el misterio de esta disponibilidad –mediante la gracia– a través del bautismo, pero de una manera especial en la vida de los consejos con base en una vocación y consagración particular.
b) La Encarnación es activamente obra del Espíritu Santo (el Hijo se deja hacer hombre), y el Espíritu siempre inspirará y guiará a Jesús en su libre obediencia de amor. Esto es importante, porque el Espíritu no aparece en la vida de Jesús primariamente como la subjetiva intimidad intra-divina entre el Padre y el Hijo, sino como la presentación objetivizada y actual de la voluntad paternal, y esto bajo un doble aspecto: primeramente (tal como en los Profetas) como inspiración y encargo directamente de arriba; luego, como aquello que se le presenta al Hijo ya previamente establecido en forma terrena, en la Ley y en las promesas: ambas debe el Hijo cumplirlas en unidad. Análogamente, el miembro de un instituto secular debe tratar de corresponder simultáneamente a las exigencias de la regla espiritual y de la situación en el mundo. También el hombre Jesús reza repetidamente al Padre para poder realizar, en la unidad, este doble mandato.
c) Jesús muestra en su existencia una total identidad entre obediencia al Padre y asunción de responsabilidad personal en la realización de su tarea. También esta identidad se enraíza en el misterio de la Trinidad. Cuando en el seguimiento de Cristo nos esforzamos por esta difícil identidad, tenemos que ser conscientes de que esta no la logra ninguna ascética ni psicología, sino nuestra incorporación a Cristo y (que) la condición para ello es una vida en la gracia santificante. Para Jesús vale, por una parte: «El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre… el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace» (Jn 5,19); por otra parte, el Padre le entrega al Hijo «todo juicio» (5,22), incluso le da la posibilidad de «tener en sí mismo la vida» (5,26), para traducir así con propia responsabilidad la voluntad celestial del Padre en el mundo y su situación. Y precisamente porque el Hijo está entregado sin límites a la voluntad paternal, puede hacer presente ante el Padre también su propia voluntad: «Padre, yo quiero…» (Jn 17,24; cfr. 11,41ss.).
d) El centro de la vida de Jesús sigue siendo, sin embargo, la cruz: el tomar los pecados del mundo. Avanza en libre amor al encuentro de la hora del Padre, pero el peso de esta hora sigue siendo para su naturaleza humana una sobreexigencia absoluta. Para esta hora vino, la quiso libremente. En cuanto a soportarla, sin embargo, Él puede hacerlo únicamente en la noche de la obediencia, que solo deja suceder lo que ningún hombre puede querer («si es posible, que pase este cáliz») en el sentimiento del abandono del Padre, lo que significa simultáneamente, que en esa noche no podía ver el sentido del mandato (cfr. Juan de la Cruz). También en la obediencia cristiana hay a veces momentos en los cuales podemos experimentar lejanamente algo de esta culminación de la obediencia de Jesús; y no olvidemos que el mundo, en definitiva, no fue reconciliado con Dios a través de palabras, hechos o milagros, sino a través de la cruz (Ga 3,10ss.; Ef 2,14ss.; Flp 2,8ss.; Col 2,14ss.). Es a partir de la cruz que todo lo demás adquiere su decisiva importancia (cfr. Carta a los Hebreos).
2. La obediencia de la Iglesia
a) Aún antes que la Iglesia llegue a ser un «pueblo de Dios» socialmente organizado en una estructura de oficios y carismas, es Cuerpo y Esposa de Cristo, «lavada» y santificada por Él, unida en la forma más íntima con su Espíritu y su actitud. Esta Iglesia aparentemente «ideal» es siempre ya anticipadamente real en María, que recibió por gracia especial el espíritu de absoluta disponibilidad al Dios trino: ecce ancilla. En Ella no se da ningún tipo de dualismo entre mandamiento y consejo, entre libertad y obediencia, entre mandato divino y propia responsabilidad. Por eso puede también –en Caná– expresar su propia voluntad (así como Jesús ante el Padre), porque la va a encauzar de inmediato en la voluntad de Jesús: «Haced todo lo que él os diga» (Jn 2,5). Su obediencia es siempre tal que deja hacer al otro, de manera que Ella puede reaccionar con la recta espontaneidad (Lc 1,29). Pero es, a pesar de todo, como la del Hijo, una obediencia humanamente sobreexigida, que a menudo no comprende (Lc 2,50; cfr. Mt 12,48), que, en último término, es conducida a la cruz.
Cercanos a este centro de la Iglesia están todos aquellos miembros realmente santos de la Iglesia que, en cualquier forma de vida eclesial que sea, logran unir su voluntad en amor, renuncia y oración con la voluntad divina.
b) Todo cristiano que conscientemente acepta la fe y recibe el bautismo, se decide libremente a identificar en principio su actitud con la más íntima actitud de la santa Iglesia, y a dejarse educar y purificar por ella en este espíritu, pasando por encima de sus resistencias personales. Para poder superar esta distancia entre la plena conformidad con la voluntad de Dios y de la santa Iglesia, y mi voluntad de pecador que se rebela permanentemente, se les ha dado a los cristianos primeramente la jerarquía ministerial, la Escritura y los sacramentos, la predicación y la pastoral. Notemos aquí que la estructura de la Iglesia nuevamente representa una imagen de la unidad trinitaria entre igualdad (democracia) y orden (jerarquía): todos en la Iglesia son hermanos, pero entre estos existe el servicio que deduce su autoridad de Cristo y que lo representa. La unidad de ambos aspectos aparece claramente en la Segunda carta a los Corintios, donde el Apóstol, en virtud del poder jerárquico, toma decisiones, pero integra en ellas el acuerdo de la comunidad en cuanto apela al mayor conocimiento que debía existir en ella, y que él simultáneamente lo suscita exhortando. Igualmente dice la Carta de san Juan, que los cristianos sabrían y comprenderían todo, pero que a pesar de todo, la Carta no estaba de más. De este modo, la autoridad eclesial debe permanentemente clarificar aquello que la Iglesia y sus miembros «propiamente» saben, lo que todo cristiano como creyente acepta implícitamente y en libertad y no en uniformidad, sino de acuerdo a la pluralidad de los carismas, cuya unidad debe ser vivida en el amor eclesial. Pero generalmente ¡qué ineficaz queda esta estructura eclesial, qué alejados permanecen la mayoría de los cristianos de la conciencia de que su vida personal de fe debe ser configurada a partir del santo espíritu eclesial de obediencia a Cristo y a Dios! ¡Con cuánta frecuencia la Iglesia empírica oscurece el paso a la comprensión de la Iglesia sin mancha! Qué extrínsecos, cuán problemáticamente tensos están hoy el cristiano y la Iglesia, precisamente hoy, en la época de la contestación y de la «desobediencia creadora».
Aquí surge la importancia de la vida de los consejos, que hace inevitablemente cercana y concreta para un cristiano la actitud de Cristo y de la santa Iglesia en una forma de vida fundamentada por Cristo y conformada de muchas maneras por la Iglesia.
3. El consejo de obediencia, especialmente en los institutos seculares
No nos corresponde aquí tratar sobre la pobreza y virginidad, ni tampoco sobre la variedad de formas en que han sido vividos los consejos, sino exclusivamente sobre la obediencia y su especial caracterización en los institutos seculares. Pero no se debería negar la doctrina formulada ya desde la Edad Media y vivida prácticamente incluso con anterioridad, de que los tres consejos se exigen y complementan intrínsecamente unos a otros, de modo que de uno de ellos se pueden orgánicamente deducir los otros dos.
Tampoco se debería impugnar que el consejo de obediencia se funda en el Nuevo Testamento, pues sin duda los primeros discípulos, que ante la llamada de Jesús abandonaron todo y lo siguieron, no lo podían reconocer aún en sentido estricto como el Hijo de Dios; para ellos era un hombre dotado de autoridad divina a quien «en lugar de Dios» se le podía y debía obedecer (cfr. Heinz Schürmann: «Der Jungerkreis Jesu als Zeichen für Israel und als Urbild des kirchlichen Ratestandes» en Geist und Leben, 36 [1963], 21-35). Se ve también cómo los cooperadores de Pablo se ponen a su disposición con toda su existencia y él los emplea allí donde los necesita.
Cuando más tarde la Iglesia aprueba reglas de Órdenes y otras comunidades y reconoce así la autoridad espiritual de sus superiores, sucede en cada caso en el reconocimiento de un soplo del Espíritu que suscita, dentro de la gran Iglesia, un modelo más pequeño, más intensivo y más eficaz, en el cual algunos cristianos pueden ser ejercitados en el espíritu de obediencia de Cristo y de la santa Iglesia. Y puesto que Cristo manda sólo como alguien humilde y obediente, puesto que igualmente la Iglesia ejerce una autoridad auténtica en la humildad de Cristo, por eso, en cualquier forma del estado de los consejos, tanto el mandar como el obedecer pueden ejercerse únicamente en el espíritu de la común obediencia eclesial a Cristo. Nuevamente se entrelazan el aspecto democrático y el jerárquico. El que manda debe ser una persona espiritual, identificado en lo posible con la actitud de Cristo y de la santa Iglesia; el súbdito no debe graduar su propia obediencia según el grado de perfección de su superior, pues este sólo concretiza para él la regla, que remite a la actitud de Cristo y de la santa Iglesia.
Y ahora, respecto a la obediencia en los institutos seculares.
En un instituto secular los miembros están comprometidos para con Dios y su Reino por los consejos evangélicos, en cuanto han adoptado una responsabilidad permanente en una profesión secular ¿Cómo se relaciona esta responsabilidad con la obediencia en la comunidad y ante sus representantes? Antes que tratemos de responder, quisiéramos recordar explícitamente dos consecuencias de lo anterior. 1) En Cristo y también en la santa Iglesia no hay tensión, no hay oposición entre obediencia y propia responsabilidad. En el envío del Hijo por el Padre, en el envío de los apóstoles por el Hijo, ambos aspectos están plenamente integrados. Todo lo que el Hijo emprende, con la aplicación de todas sus fuerzas de su capacidad humana de inventiva y de realización, lo hace por impulso del Espíritu, para realizar la voluntad del Padre. 2) En Cristo y en la Iglesia no hay, por eso, limitación alguna de disponibilidad. En cualquier situación el Padre dispone en el Espíritu de todo el Hijo, y el Hijo dispone en el Espíritu en cada situación de todo el quehacer de su apóstol.
A partir de esto se pueden establecer cinco máximas para los institutos seculares. Según el carisma de una comunidad, pueden aplicarse en diversas modalidades. Las máximas quieren, por eso, ser entendidas como determinación de un marco general, que deja, por lo demás, gran libertad.
a) Quien a causa de una especial vocación de Dios por la vida de los consejos entra en el especial servicio de Cristo y de su Reino, pone a su disposición –en el espíritu de la santa Iglesia– su vida entera, tanto la vida espiritual como la vida temporal. El acto de entrega (o «consagración») por el cual esto sucede, comprende por tanto también su vocación temporal y transmite a esta, aunque exteriormente permanezca inalterada, una nueva cualidad que la pone –en una forma más íntima que como sucede en el bautismo– en el ámbito más íntimo de la relación Cristo-Iglesia, que es el ámbito sacramental de origen. La «consagración» no es un sacramento especial, pero el consagrado inserta voluntaria y explícitamente su vida en el sacramento originario y procura, a partir de él, determinar el sentido de su vida. (Por eso la «consagración» puede calificarse de casi-sacramental).
b) El acto de consagración se realiza, sin embargo, esencialmente dentro de una comunidad que concretiza a la santa Iglesia, que posee un carisma auténtico, comunitario, que sobrepasa y comprende a los miembros. Si esto no se acentúa, en los institutos seculares puede surgir la impresión de que la comunidad no es más que un centro de coordinación que tiene que cuidar de la suficiente formación y del progreso espiritual de cada miembro, que está por tanto absolutamente al servicio de ellos y que no puede esperar nada esencial de ellos. Esto es teológicamente falso. Si la comunidad como tal tiene un carisma, que concretiza a la Iglesia, entonces el miembro tiene el deber –a pesar de toda su «secularidad»– de orientarse cada vez de nuevo según este carisma y adecuarse a él.
El carisma especial recibe su expresión en la regla; pero para que esta no sea pura letra sino espíritu vivo, requiere el encuentro personal de los miembros, en el espíritu de la regla, con los otros miembros y en especial con su responsable. Estos están encargados de cuidar de que los miembros, tanto en su vida espiritual (oración, mortificación, humildad, espíritu de amor) como en el ejercicio de su profesión, permanezcan fieles al vivo espíritu eclesial de la comunidad y se asemejen cada vez más a él. Aquí se expresa sin reservas la auténtica obediencia de los consejos, aunque siempre deba ejercerse en espíritu de amor fraterno, en franqueza y confianza.
c) La obediencia ante los responsables, respecto a la profesión, será pues siempre actual, cuando en la profesión está en juego el espíritu de Cristo, de la santa Iglesia, de los consejos y del carisma de la comunidad. Si un miembro estuviera en su trabajo peligrosamente amenazado, o si el espíritu de la comunidad ya no se expresara en su trabajo, el superior podría –luego de suficiente información, consejo y conversación fraternal– llevarlo a cambiar su puesto, en casos extremos tal vez también a cambiar su profesión. En tales situaciones será importante que el afectado no se empecine en su carisma o en su misión personal, sino que piense en la disponibilidad total que implica la «consagración». Recuerde también la gran movilidad que existe hoy en la vida profesional: a pesar de la creciente especialización, las personas son trasladadas sin más de una sección a otra en las grandes empresas, o un diplomático, de un país a otro, etc. Más allá de esta consideración natural, cada uno debe tener presente que la vida de los consejos es una vida de renuncia y de abnegación, y esto no solo por un acendrado celo en el ejercicio de la profesión, sino también y más aún por las humillaciones que lo tocan en su tendencia a seguir solo su propia voluntad. Precisamente en los institutos seculares se encuentran con facilidad motivos para protegerse de una tan sana educación hacia la cruz.
d) Para los que se incorporan siendo muy jóvenes, sin haber elegido aún su profesión, será conveniente que tal elección no suceda sin una detallada y abierta conversación con los responsables o al menos con miembros experimentados de la comunidad. Si el que se incorpora ya ejerce su profesión, solo en casos de excepción se podrá poner esta en duda; en cambio el responsable deberá cuidar de que la profesión desde ese momento sea ejercida con espíritu de plena disponibilidad para las necesidades del reino de Dios y con la integración de toda la responsabilidad que ello implica. Si la composición de la comunidad lo permite, es muy útil que para los campos más importantes haya consejeros competentes disponibles; pueden liberar al Superior de preocuparse de cuestiones profesionales en las cuales es poco o nada competente. En las decisiones profesionales más importantes, los miembros se dejarán aconsejar, no para transferir a otros la propia responsabilidad, sino para estar seguros de actuar en el espíritu de la comunidad.
e) En la medida de lo posible, la comunidad como tal debería ser ayuda y ejemplo para cada individuo. Según Pablo, todos deberían obedecerse mutuamente (Flp 2,3; Ef 5,2). Los institutos seculares deberían conservar tanta vida de comunidad como para que cada uno participe de este beneficio. Este no excluye, naturalmente, que también cada cual y especialmente en su ambiente secular procure aprender tanto como sea posible por el contacto con los hombres, es decir, que conserve en el Espíritu Santo la permanente disponibilidad, en cualquier situación concreta –también ante los no creyentes– de acreditarse en el sentido de Cristo y de la santa Iglesia, y de dejarse instruir, estimular y edificar.
Con esto ciertamente no están ni con mucho aludidas o solucionadas todas las cuestiones prácticas. Pero pudimos al menos constatar que, en el fondo, siempre se pueden solucionar en espíritu cristiano. Donde tal vez las reglamentaciones jurídicas fracasan, sigue ayudando el espíritu de amor y de disponibilidad que une a todos –a los responsables y a los demás– en la misma actitud. Y sobre todo, hemos visto que la obediencia en los institutos seculares, teológicamente considerada, de ningún modo es un hijastro al margen del estado de los consejos, sino que precisamente esta forma de obediencia coincide del mejor modo con los misterios centrales de la Revelación cristiana.
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