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Intento de una mirada de conjunto a través de mi pensamiento
Última conferencia de Hans Urs von Balthasar (Madrid, 10 de mayo 1988)
Cuando alguien ha escrito un gran número de libros gruesos, la gente se pregunta: «¿Qué es lo que ha querido decir, a fin de cuentas?». En el caso de novelistas prolíficos –como por ejemplo Dickens, Shakespeare o Dostojevski–, puedo escoger este o aquel libro, sin tener que ocuparme de modo exhaustivo de toda su obra. Pero cuando se trata de un filósofo o de un teólogo, la cosa es muy distinta. Lo que uno quisiera comprender es el núcleo de su pensamiento, pues se presupone que un tal centro existe.
Ya que muchas personas –desconcertadas ante mi pila de libros– me han preguntado: «¿Por dónde debe uno empezar, para poder comprenderle?», quiero intentar recoger «in a nutshell» –como dicen los ingleses– los numerosos fragmentos que componen mi obra, en la medida en que esto sea posible sin recortes excesivos. Una síntesis tal corre el riesgo, sin embargo, de resultar demasiado abstracta. Habría que revestirla, por un lado, de mis obras biográficas (Padres de la Iglesia, Karl Barth, Buber, Bernanos, Guardini, Reinhold Schneider, así como todos los autores tratados en mi trilogía); por otro lado, de mis obras de espiritualidad (la oración contemplativa, Cristo, María y la Iglesia) y, finalmente, de mis numerosas traducciones de los Padres y de teólogos medievales y modernos. Aquí, sin embargo, hemos de limitarnos a ofrecer un esquema de la trilogía: de la estética, la dramática y la lógica.
Empecemos por considerar la situación humana: el hombre existe como un ser limitado en un mundo limitado, pero su razón está abierta a lo ilimitado, a la totalidad del ser. La muestra de esto reside en el conocimiento de su finitud, de su limitación: yo soy, pero podría también no ser. Buena parte de lo que existe, podría no ser. Las esencias son limitadas, el ser no lo es. Este hiato originario, esta abertura fundamental, esta «distinción real» de Santo Tomás es la fuente de todo el pensamiento religioso y filosófico de la humanidad. Sobra decir que toda la filosofía humana (a excepción de aquella de ámbito bíblico o bajo su influencia) es, al mismo tiempo, esencialmente religiosa y teológica, pues plantea la pregunta por el ser absoluto, ya sea que lo conciba de modo personal o no.
¿Cuáles son, entonces, las soluciones principales que la humanidad ha intentado encontrar ante este enigma? Se puede intentar franquear esa abertura originaria constitutiva entre el ser y la esencia, entre lo infinito y lo finito, diciendo que todo es ser ilimitado e inalterable (Parménides) o que todo es movimiento, vaivén entre contrarios, devenir (Heráclito).
En el primer caso, lo finito y limitado es en sí no-ser, es decir, apariencia, que ha de ser superada: esta es la solución de la mística budista del Lejano Oriente en sus múltiples matices. También es la solución de Plotino: la verdad solo se alcanza en el éxtasis; en este se toca el Uno, que es al mismo tiempo el todo y la nada (de todo lo restante que parece existir). El segundo intento de solución se contradice a sí mismo. El puro devenir en la mera finitud solo puede pensarse en una identificación de los contrarios: vida y muerte, salvación y desgracia, sabiduría y necedad (según Heráclito).
Hay que partir entonces de un dualismo insuperable: lo finito no es lo infinito. Platón: el mundo sensible terreno no es el mundo ideal divino. De aquí surge la pregunta irrefutable: ¿de dónde proviene ese hiato originario insuperable? ¿Por qué no somos Dios?
Primer intento de respuesta: tiene que haberse dado una caída, un descenso, y el camino hacia la salvación solo puede consistir en el retorno de lo finito y sensible a lo infinito suprasensible. Este es el camino de toda la mística no bíblica. Segundo intento: lo infinito, Dios, necesita un mundo finito. ¿Por qué? ¿Para consumarse a sí mismo, para desplegar todas sus posibilidades? ¿O para tener un objeto de su amor? Ambas soluciones conducen al panteísmo. En ambas, Dios, el absoluto, se ha hecho a su vez necesitado en sí mismo, es decir, finito. Pero si Dios no necesita el mundo en modo alguno, se plantea de nuevo la pregunta: ¿por qué existe un mundo?
Ninguna filosofía podrá dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta. Pablo les dirá a los filósofos que Dios ha creado al hombre para que busque lo divino, para que intente alcanzarlo. Por eso toda la filosofía precristiana es teológica en su punto culminante. Y, de hecho, la verdadera respuesta solo puede ser dada a la filosofía por el ser mismo, en tanto que el ser se revela a sí mismo. ¿Será el hombre capaz de recibir esta revelación? Solo el Dios bíblico dará una respuesta positiva. Por un lado, este Dios –Creador del mundo y de los hombres– conoce a su creatura. «Yo, que he creado el ojo, ¿no podré ver? Yo, que he creado el oído, ¿no podré escuchar?». Y podemos añadir: Yo, que he creado el lenguaje, ¿no podré hablar y darme a entender? Y esto también plantea la alternativa: para poder escuchar y entender la auto-revelación de Dios, el hombre mismo debe ser una búsqueda de Dios, una pregunta a Él. Por lo tanto, no hay teología bíblica sin filosofía religiosa. La razón humana debe estar abierta a lo infinito.
Aquí es donde entra en juego mi idea fundamental. Pero digamos aún una palabra previa. La antigua expresión «metafísica» significa el acto de ir más allá de la física, que para los griegos comprendía todo el cosmos, del cual el hombre era una parte. Para nosotros la física es otra cosa, a saber: la ciencia del mundo material. El cosmos se culmina para nosotros en el hombre, que al mismo tiempo es el compendio del mundo y su superación. Nuestra filosofía será entonces, esencialmente, una meta-antropología, que no solo tiene como presupuesto las ciencias cosmológicas, sino también antropológicas, y que las supera en vista de la pregunta por el ser y la esencia del hombre.
Pero el hombre existe solo en diálogo con su prójimo. Un niño despierta a la conciencia por el amor, por la sonrisa de su madre. En este encuentro se le abre el horizonte del ser infinito en su totalidad y se le muestran cuatro cosas: 1. Que él es uno en el amor con su madre, aunque esté frente a ella, por tanto, todo ser es uno. 2. Que este amor es bueno, por tanto, todo ser es bueno. 3. Que este amor es verdadero, por tanto, todo ser es verdadero. 4. Que este amor despierta alegría, por tanto, todo ser es bello.
Añadamos a esto que la epifanía del ser solo tiene sentido si en el aparecer nosotros comprendemos la esencia que se manifiesta –la cosa en sí–. El niño no reconoce una mera aparición, sino a su madre en sí misma. Esto no excluye que nosotros comprendamos la esencia solo a través de su darse a conocer y no en sí misma (Santo Tomás).
El uno, lo bueno, lo verdadero, lo bello, así denominamos a las propiedades trascendentales del ser, pues superan toda limitación de la esencia y son coextensivas al ser. Si hay una distancia insuperable entre Dios y la creatura, si existe también una analogía entre ellos que no se deja reducir a ninguna forma de identidad, entonces también debe existir una analogía de los trascendentales entre los trascendentales de la creatura y aquellos de Dios.
De aquí se derivan dos conclusiones, una positiva y una negativa. La positiva: el hombre existe solo por medio del diálogo inter-humano, esto es, por medio del lenguaje, de la palabra (en gesto, mímica o palabras). ¿Por qué, pues, denegarle la palabra al Ser mismo? «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.» (Jn 1,1). La negativa: suponiendo que Dios sea verdaderamente Dios (es decir, la totalidad del ser, que no necesita de ninguna creatura), entonces Él también es la plenitud del uno, de lo bueno, de lo verdadero y de lo bello; por consiguiente, la creatura limitada solo participa parcialmente, fragmentariamente de los trascendentales. Tomemos un ejemplo: ¿en qué consiste la unidad del mundo finito? ¿En el género humano (todo hombre es completamente hombre, en esto consiste su unidad), o en el individuo (todo hombre es indivisible en sí mismo)? Por tanto, la unidad está polarizada en el ámbito de lo finito. Esta misma polaridad puede verse en lo bueno, lo verdadero y lo bello.
He intentado, por tanto, desarrollar una filosofía y una teología a partir de una analogía, esto es, no partiendo de un ser abstracto, sino más bien de un ser tal y como se le encuentra concretamente en sus propiedades (no categoriales, sino trascendentales). Y puesto que los trascendentales reinan, prevalecen en todo el ser, ellos también deben ser interiores los unos a los otros: lo que es realmente verdadero, también debe ser bueno y bello y uno.
Un ser se manifiesta, tiene lugar una epifanía: allí es bello y nos alegra. Manifestándose se da a sí mismo, se nos dona: es bueno. Y dándose, se expresa, se desvela a sí mismo: es verdadero (en sí y en el otro, al que se revela).
Es así como puede concebirse, primero, una estética teológica (Gloria): Dios se manifiesta. Él se manifiesta a Abraham, a Moisés, a Isaías, finalmente se manifiesta también en Jesucristo. Una pregunta teológica: ¿cómo ha de reconocerse su manifestación, su epifanía, entre los otros miles de fenómenos de este mundo? ¿Cómo puede distinguirse el único Dios vivo y verdadero de todos los dioses circundantes, de todos los intentos filosóficos y religiosos de comprender a Dios? ¿Cómo puede ser percibida la gloria incomparable de Dios en la vida, en la cruz y en la resurrección de Cristo, entre todas las demás glorias de este mundo?
De este modo, se puede proseguir con una dramática, ya que este Dios entra en una alianza con nosotros: ¿cómo encuentra la libertad absoluta de Dios a la libertad relativa, pero verdadera del hombre? ¿No se desencadenará aquí una lucha mortal entre ambas, en la que cada una defienda frente a la otra lo que considera bueno y elige como tal? ¿Cómo discurrirá esta batalla, cómo resultará la victoria final?
Se puede concluir con una lógica (una Teo-lógica). ¿Cómo se dará Dios a entender a los hombres, cómo podrá expresarse una palabra infinita en una finita sin perder su significado? Aquí se plantea el problema de las dos naturalezas de Cristo. ¿Y cómo es que el espíritu limitado ha de comprender el significado ilimitado de la Palabra de Dios? Aquí se plantea el problema del Espíritu Santo.
Esta es la articulación de mi trilogía. Aquí solo he evocado las preguntas que resultan a partir del método, sin responder a ellas, lo cual habría excedido con mucho el marco de esta introducción.
Para concluir, se ha de tocar al menos brevemente el punto que contiene la respuesta cristiana a las preguntas planteadas al principio por las filosofías religiosas del mundo. Recalco, la respuesta cristiana, pues ni el Antiguo Testamento y menos aún el islam (que esencialmente pertenece al ámbito de la religión de Israel) son capaces de dar una respuesta satisfactoria a la pregunta: ¿por qué Yahvé, por qué Alá ha creado un mundo que Él, en cuanto Dios, no necesita? En ambas religiones el hecho es constatado, pero no se da ninguna fundamentación al respecto.
La respuesta cristiana está contenida en los dos dogmas fundamentales de la Trinidad y de la Encarnación. En el dogma trinitario Dios es uno, bueno, verdadero y bello, pues Él es esencialmente amor y el amor presupone el uno, el otro y la unidad de ambos. Y si en Dios debe afirmarse el Otro, la Palabra, el Hijo, entonces la alteridad de la creación no es ninguna caída, ninguna degradación, sino una imagen de Dios, sin ser Dios mismo.
Y puesto que el Hijo es el icono eterno del Padre, podrá asumir en sí, sin contradicción, la imagen que es la creación, podrá purificarla e introducirla en la communio de la vida divina sin disolverla (en una falsa mística). Aquí habrá de distinguirse entre «naturaleza» y «gracia».
Toda solución auténtica que ofrece la fe cristiana depende de estos dos misterios, los cuales serán rechazados categóricamente por una razón humana que se erige a sí misma de forma absoluta. Por eso la verdadera batalla entre las religiones empieza solo tras la llegada de Cristo. La humanidad preferirá renunciar a toda pregunta filosófica –marxismo, positivismo de cualquier tipo– antes que aceptar una filosofía que encuentra su última respuesta en la Revelación de Cristo.
En previsión de esto, Cristo envía a sus creyentes al mundo entero, «como ovejas en medio de lobos».
Antes de confrontarse con el mundo, conviene tomar en consideración este paralelo.
Hans Urs von Balthasar
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Essai de résumer ma pensée
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