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Las «Bienaventuranzas» y los derechos humanos
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Die “Seligkeiten” und die Menschenrechte
Erhalten
Themen
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Carlos DíazJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Revista Católica Internacional Communio 3 (Madrid, 1981), 591–603. Traducción revisada para esta edición digital.
I
Las «Bienaventuranzas», en tanto que primeras palabras del Sermón de la Montaña, son el vigoroso preludio de toda la proclamación de Jesús en Mateo. En Lucas se encuentran al comienzo del discurso de la llanura, en forma más breve, probablemente tomada de fuentes comunes a ambos. Pero también en Lucas comienza la predicación del Señor con un anuncio análogo, procedente de Isaías, el anuncio de que Jesús ha venido «a traer un mensaje gozoso a los pobres, a anunciar la liberación a los prisioneros, a liberar a los oprimidos».
Las cuatro beatitudes evangélicas en Lucas son lapidarias, sin necesidad de comentarios: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Porque de ese modo trataron sus padres a los profetas».
Mateo añade a estas cuatro beatitudes de los que sufren carencias, otras cuatro que alaban determinadas actitudes que garantizan el acceso a Dios, a su Reino, y a sus bienes: los mansos, los misericordiosos, los de corazón abierto, puro o simple, y los que buscan la paz, aquellos por tanto que colaboran en la venida del Reino de Dios que Jesús proclamó que estaba cerca. Añade además Mateo un par de precisiones que para él advierten claramente respecto a un posible desconocimiento del verdadero sentido de las Bienaventuranzas: no son pobres los que carecen de bienes materiales, sino los pobres de espíritu, los que están orientados a Dios, los «pobres de Yahveh», los anawim, los que no tienen ninguna otra riqueza que su esperanza en Dios. Dos veces usa Mateo el giro «de justicia», «por causa de la justicia»: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed», sí ¿pero de qué? «de justicia». «Bienaventurados los perseguidos», sí ¿pero por qué? «por causa de la justicia».
Si consideramos con una cierta distancia estas vigorosas afirmaciones del anuncio de Jesús, resultan claras dos cosas a quien esté familiarizado con la Biblia: en primer lugar, casi todas las palabras proceden literalmente del Antiguo Testamento, principalmente de los Salmos, los Proverbios, y la restante literatura sapiencial, y responden a esa corriente de piedad veterotestamentaria que, en contraste con la religión de rendimiento propia de los fieles a la Ley, los fariseos y los escribas, pone toda su esperanza en Dios. De ahí se deriva ya, en segundo lugar, que esta actitud interna respecto a Dios, sea caracterizada pasiva o activamente, es elevada por Jesús a la categoría de una auténtica norma que –en la continuación del Sermón de la Montaña– determinará a todo lo susceptible de ser legislado. «Se os ha dicho, pero yo os digo». Luego se recomienda seguir a Dios: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Estableced la paz entre vosotros, como el Padre funda la paz entre el cielo y la tierra. Y la justicia, de la que vosotros tenéis hambre y sed, es en efecto –considerada bíblicamente– primariamente la que procede de Dios mismo, su peculiaridad, pero también una justicia relegada en su alianza con los hombres, una justicia tal, que ni el hombre religioso ni el mismo hombre social pueden alumbrar, como pensaban los legistas en Israel: «Pues yo os digo que si vuestra justicia no es mejor que la de los escribas y fariseos, no vendréis al Reino de los Cielos».
Partiendo de esta primera impresión, podríamos inclinarnos a decir: el programa de Jesucristo contenido en las Bienaventuranzas está en radical oposición respecto a toda teoría y praxis humanas que traten de realizar un orden terrenal perfecto mediante un compromiso de esfuerzo humano (por heroico que sea), es decir, en oposición no solo a todo lo que está bajo el signo del marxismo, sino también a lo que va en el sentido de las teologías de la liberación, que en su mayoría no consideran como bienaventurados a los mansos, a los pacíficos, a los perseguidos, a los oprimidos, ni a los que ofrecen la otra mejilla, sino a aquellos que se esfuerzan por eliminar todas estas negatividades por medio de una postura incondicionada en favor de la más primitiva justicia terrenal, que no se ve tanto como un atributo de Dios y de la Alianza por Él establecida, sino como una exigencia elemental del orden social entre los hombres.
Si desde el Sermón de la Montaña echamos un vistazo al resto del Nuevo Testamento, su último libro en particular, el Apocalipsis, confirma esta radical contraposición. En él, las bienaventuranzas evangélicas se repiten con mucha más frecuencia que en otras partes, y casi siempre se refieren a los mártires, a aquellos que han perseverado hasta el final en la desesperada batalla terrena entre las fuerzas del mal y los fieles testigos del Cordero, han lavado sus ropas, como se dice, en la sangre del Cordero, esto es, han ofrecido junto con Él sus vidas y han participado así en la primera resurrección, para finalmente ser invitados al banquete de bodas del Cordero.
Pero frente a esta simple antinomia hay que hacer algunas consideraciones respecto al texto y al contexto; en concreto voy a referirme aquí a cuatro consideraciones. En primer lugar, en Jesús, según su autocomprensión, el Reino de Dios se ha acercado, está a las puertas, es más, en su Persona, como Él indica, incoativamente ya está ahí. Cuando su destino llegue a consumarse en la Cruz, en la Resurrección y en la Ascensión al cielo, el Reino habrá llegado básicamente para el mundo. Jesús es el Cielo venido a la tierra. Su visión del mundo no es en modo alguno la de la apocalíptica judía, que después del mal eón contemporáneo esperaba temporalmente otro eón nuevo completamente distinto. Para Él, como más tarde claramente para Pablo, junto con Él ha llegado lo nuevo, lo definitivo, la justicia de Dios. Así que no se trata de que quienes ahora están tristes en la tierra reirán en un lejano futuro tras su muerte, ni de que los que ahora están hambrientos se saciarán en el nuevo eón, etc. Ya ahora se promete la participación en la riqueza de los bienes divinos, aunque como dice Marcos, en medio de persecuciones.
La segunda consideración es igualmente importante, y corresponde a un elemento fuertemente subrayado por la teología de la liberación. La justicia en la Antigua Alianza está por supuesto enraizada en la justicia de Dios, que es la única justicia instituida por Dios y que procede de Él mismo, que sin embargo en la alianza con Israel –de otro modo no hubiera podido hablarse de alianza– deviene una relación bilateral que afecta al otro. Este es, en efecto, el sentido de las diez enseñanzas de Yahveh: la forma en que el hombre ha de comportarse en la alianza con Dios, en el caso de que quiera vivir en Él. «Yo soy santo, por tanto vosotros también debéis ser santos». Y es sabido cómo de la primera Tabla, que regula la relación del hombre con el Dios de la Alianza, se pasa indiscutiblemente a la segunda Tabla, que regula la relación de los hombres entre sí. Los profetas, sobre todo Amós, Isaías, Jeremías, pero también otros, han augurado el paso de la flagrante transgresión de la segunda Tabla a la imperceptible pero igualmente flagrante transgresión de la primera: donde el pobre es oprimido no puede haber ninguna verdadera relación con Dios. Y si esto ya estaba claro en la Antigua Alianza, su total actualidad solo se ve en la Nueva, donde la Palabra de Dios se hace hombre, donde también en el prójimo puede encontrarse la Palabra de Dios encarnada y, como veremos en breve, se encuentra realmente. Donde también, como solo ocurre por medio de Jesús, el Dios hecho hombre, el amor a Dios y el amor al prójimo se compendian en un solo mandamiento.
Pero primero viene la más importante consideración, la tercera. Jesús no hubiera podido alabar a los pobres, tristes, hambrientos y perseguidos, si Él lo hubiera hecho sólo, por así decirlo, desde fuera, en una especie de enseñanza teórica. Más aún, sólo puede hacerlo en una íntima solidaridad: la identificación con los pobres, los hambrientos, los que lloran y los perseguidos. Desde su primera palabra programática salta a la vista todo su destino, del que sin duda Él mismo es consciente. Tales palabras no se pueden pronunciar sin estar dispuesto a pagar por ellas todo el precio. Él experimentará todo lo que experimentan los pobres, los hambrientos, los que lloran y los perseguidos; llegará a sentir más que todos ellos, pero puesto que lo hace según la voluntad del Padre, la bienaventuranza ya está aquí presente. Y Él vivirá todo esto en Sí mismo no de una forma pasiva, sino con la actitud de quienes ayudan a realizar el Reino de Dios: con la misericordia y la mansedumbre de quien no devuelve el golpe para hacer él mismo justicia, con la disposición de corazón de quien concede a Dios el derecho de crear y de fundar la paz entre cielo y tierra, así como entre los hombres que siguen Su sabiduría y Su ejemplo. Solo en tanto que Él mismo pasa a ser pobre pura y simplemente, perseguido pura y simplemente, hambriento pura y simplemente, solo en tanto llora pura y simplemente, es decir, hasta el abandono de Dios, puede Él prometer a estos pobres de solemnidad los más plenificantes bienes. De esta forma gana igualmente la segunda Tabla mosaica un peso y una relevancia completamente nueva: dado que Jesucristo se encuentra en el prójimo, y en Jesucristo, Dios, el comportamiento con el prójimo alcanza un valor hasta ahora nunca conocido: «Lo que habéis hecho al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho», pues Yo estoy expresa y abiertamente con los más pequeños, cuya carga, pobreza, hambre, opresión y lágrimas he tomado sobre Mí hasta el final. Esta especial cercanía a los pobres y por ello bienaventurados, es justamente lo que hay que meditar. Podría pensarse que todos nosotros somos igualmente pecadores, los opresores al menos tanto como los oprimidos, y que Jesús ha muerto igualmente por todos; incluso podría acentuarse que los opresores y los perseguidores, vistos cristianamente, son incluso aún más pobres diablos que los oprimidos y perseguidos, por lo que estarían por lo menos igualmente cerca de Cristo. Pero no se trata aquí de que Jesús lleve los pecados de todos, lo cual es verdad, sino de que unos, los pobres en el espíritu, los que tienen en sí un vacío de hambre, los que lloran, los perseguidos por la justicia, esos pueden ser habitados por Dios, por Cristo crucificado, mientras que aquellos sobre los que en Lucas se lanzan los cuatro lamentos, los ricos, los saciados, los que ríen, los alabados por los hombres, no valoran ese lugar, sino que lo ocupan con su yo satisfecho.
Como consecuencia de todo ello se deduce la cuarta consideración: ya que Dios en su Palabra encarnada acepta el lugar del más pequeño de los hombres, resulta visible la dignidad del hombre y más aún, de cada individuo, por encima de toda valoración puramente humana del hombre, y con ello la última fundamentación de los derechos humanos, todo esto no yendo de arriba hacia abajo, de los así llamados, hombres importantes a los así llamados no importantes, sino al contrario, de forma ascendente: cuanto más desposeído está uno del propio poder, tanto más resalta en él la actualidad del Hijo de Dios: «Lo que le habéis hecho al más pequeño, a mí me lo habéis hecho». «Quien a uno de estos más pequeños le da aunque solo sea un vaso de agua fría» «Quien acoge a un niño en mi nombre me acoge a mí». Tras la dignidad creatural y reflejada del más pequeño está toda la dignidad del Arquetipo, Dios, que habita en cada uno. De ahí que el giro «por causa del Hijo del Hombre» esté en las Bienaventuranzas allí donde, en Lucas, se habla de persecución. Y si además se hace referencia al destino de los profetas, al que Jesús en otro lugar se suma explícitamente, ambos, Jesús y el discípulo, son unidos de nuevo más estrechamente.
Pero de este modo podría volver a preguntarse: ¿Por qué Dios, el Dios sublime, omnipotente, inmensamente rico, ha de aparecer de manera especial en los pequeños, los pobres y los que carecen de poder? ¿No es el niño el hombre aún potencial e inmaduro, mientras que Dios no conoce ninguna potencialidad porque todo en Él es realidad eternamente madura? La última respuesta al respecto solo puede proceder de la profundidad del misterio cristiano. Jesús habla de la humildad y la dulzura de su corazón, Pablo dice que el Hijo de Dios se ha hecho pobre por nosotros, incluso se vació a Sí mismo al descender en forma de esclavo hasta la Cruz. Humildad, pobreza, descenso hasta ser el más pequeño de todos, son por tanto posibilidades de Dios, y desde luego no solo externas, sino correspondientes a su propia esencia. Dios Padre no es rico sino cuando se desposee totalmente de lo Suyo para regalarlo al Hijo; el Hijo sólo quiere ser Dios acogido incondicionalmente por el Padre, debiéndose a Él; el Espíritu no quiere ser otra cosa sino el don recíproco y mutuo de ambos. Lo que en la criatura parece ser lo más desemejante a Dios, tiene su arquetipo en el misterio más íntimo de Dios mismo, por eso es también lo más cercano a su corazón.
Fuera del ámbito bíblico cada hombre es un individuo del género humano que, como tal, puede poseer su dignidad, de manera que el individuo participa en esta dignidad genérica, que permanece intacta aunque el individuo perezca. En el ámbito bíblico, con un enorme incremento según se asciende del Antiguo al Nuevo Testamento, cada uno no es únicamente individuo, sino persona, respecto de la cual Dios y su Hijo salen personalmente fiadores, de forma que si una persona se hunde, algo único e irrepetible se pierde.
II
Pero con esto solamente hemos logrado un resultado abstracto, no hemos conseguido aún ver nada respecto del encuentro concreto que ha de originarse entre la dignidad conferida desde arriba al hombre por medio de Dios en Jesucristo, y el movimiento que ha de producirse desde abajo mediante el esfuerzo humano en orden a la consecución de la dignidad del hombre.
Que en realidad aquí esto únicamente puede realizarse dramáticamente es algo que ve de entrada cualquiera que tenga ante los ojos el centro de la religión cristiana: la Cruz y la Resurrección contenida en ella ya ocultamente, en la cual tiene lugar la plena encarnación de la situación de los pobres, de los que lloran, de los hambrientos y perseguidos. Quien no quiera ver el drama aquí oculto pero que ha de desencadenarse, o quien lo trivialice en una armonía intramundana despreocupada, pasa de largo por la profundidad viviente de la existencia humana, apresa por así decirlo a la planta tridimensionalmente viva en un herbario donde pierde una dimensión y con ello también su vitalidad, su florescencia y sus frutos.
Queremos desarrollar esta vida dramática en tres pasos.
En primer lugar, Jesús continúa serenamente la acentuación de la segunda Tabla mosaica por los profetas, pero también por la Ley, y ahonda, como ya vimos, la motivación. No solo porque yo mismo soy uno que ha sido sacado de la casa de esclavos de Egipto debo cuidar de mi esclavo con pleno amor al prójimo –aun cuando él fuera un trabajador extranjero de Moab–, sino porque Dios en su Hijo se ha acercado a este extranjero de una forma sin precedentes. A este extranjero, que ha caído bajo los ladrones y se encuentra desnudo y sin apoyo al borde del camino. El hecho de que Jesús en su parábola haga que sea el samaritano quien lleve a cabo la acción de amor al prójimo es un trago amargo para el judío, que pregunta quién por tanto es el prójimo. El judío piensa en una determinada categoría de personas a las que está obligado a prestar servicios especiales. Jesús da la vuelta a la cuestión; no habla de obligación, sino de necesidad: «¿Cuál de esos tres te parece que es el prójimo de aquel que ha caído bajo los ladrones?». Aquel, naturalmente, que se ha acercado a él, que se ha identificado con su miseria, consciente o inconscientemente ha imitado la cercanía de Dios. Jesús mismo pasó toda su vida pública en la actitud y el gesto de este acercamiento: a los pecadores y enfermos, a los publicanos y prostitutas, a los poseídos, incluso a los muertos considerados impuros, que un fariseo jamás habría tocado. «Por todas partes pasó haciendo el bien». Es en tal medida apóstol del amor al prójimo, que se le podría malinterpretar como un humanista, del mismo modo que se ha considerado al estigmatizado Francisco como un amante de la naturaleza. En sus parábolas se subraya de forma inequívoca la urgencia del comportamiento humano para con el prójimo. Quien ha sido tratado humanamente por Dios mientras que él trata inhumanamente a su prójimo, ha perdido el derecho a la humanidad y, como se dice, «será entregado a los verdugos» hasta que haya pagado el último céntimo. Para los inhumanos no hay perdón. Con palabras de la Epístola de Santiago: «Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio». La misma urgencia en el mandato de reconciliarse con el hermano antes de presentarse ante Dios, y de complacer al adversario antes de que este vaya a juicio y se arriesgue uno a que le metan en la cárcel. ¿Es esto humano o divino, natural o sobrenatural? Ya a partir de la segunda Tabla mosaica debe decirse que a través de ella lo humano es llevado más allá de su pecaminosa corrupción a su verdadero sentido y esplendor, pero bajo la garantía de la Antigua Alianza con Yahveh. ¿Cómo podría ser de otro modo, si el Dios liberador de la Alianza es el mismo que el creador del hombre, cómo la Alianza con lo divino y lo arquetípico actuante en el mundo no iba a llevar a su plenitud a lo humano que es su reflejo? Y esto sólo puede realizarse en la encarnación de aquella Palabra de Dios en Quien, como arquetipo, fueron creadas todas las cosas, especialmente el hombre.
Pero esto es solo el primer acto y aspecto del drama. «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron». El mundo está lleno de pecados, y por ello de actos violentos, y Jesús conoce exactamente el mundo al que ha venido. Por ello sabe que no hay ningún medio ético y político justo, capaz de cambiar este alejamiento y esta violencia del mundo, sino que solo el precio más caro, la Cruz, puede enderezar algo –y tampoco necesariamente en el escenario puramente terrenal–. Primero (lo mismo que Jeremías cuando pedía la sumisión ante Babilonia) cuenta con el hecho de la tiranía del César romano. No dice: Levantaos contra los opresores, sino «Dad al César lo que es del César». Después, en sus parábolas, habla de guerra y estrategia, como si esto perteneciese a la configuración normal de la realidad humana: cuando un rey ve la superioridad de otro que se le acerca, pensará si en lugar de luchar no habrá de pedir un acuerdo. En la imagen del fuerte, cuyo palacio es asaltado y saqueado por otro más fuerte, puede ver simbolizada su propia misión (aunque completamente vuelta del revés). Igualmente, con toda naturalidad utiliza la imagen del ladrón contra el que uno debe precaverse oportunamente, y en las cartas apostólicas él mismo es comparado con la misma naturalidad con tal ladrón. Finalmente también está la parábola del estafador, que falsea los pagarés de su patrón y es por ello elogiado: tal es el realismo del mundo por el que Jesús ejemplifica su propia verdad, sí, si quiere ser comprendido por la gente de este mundo, debe en última instancia poner semejantes ejemplos.
Pero con esto aún no hemos llegado a lo más importante. Falta aún el tercer momento, el realmente dramático. Él, que ha venido como el misericordioso, el manso y el establecedor de la paz entre Dios y el mundo, arrastra con su actividad necesariamente la guerra, la contradicción. No puede unir más que separando. Dos contra tres en la misma casa, hijo contra padre, hija contra madre. «No he venido a traer la paz (tal como la entiende el mundo) sino la espada». Y lo mismo vale para los que le siguen: «El que no recoge conmigo, disemina», esto es, quien cosechando no separa y distingue, sólo amontona cosas que no están realmente pacificadas entre sí, sino que se separarán de nuevo desde dentro. Y aquí impera una ley del ascenso del tanto más-cuanto más: cuanto más se manifiesta Jesús como el Hijo de Dios y se da a conocer mediante palabras y milagros, tanto más enérgicamente es rechazado, tanto más intolerable aparece dentro de la sociedad humana. Solo aquí estamos en el corazón de la historia de la teología cristiana: cuanto más genuinamente brilla el mensaje cristiano, tanto más salvajemente es rechazado como algo que está fuera de toda discusión. El ateísmo es un fenómeno que sólo existe seriamente después de Cristo, es decir, contra Cristo. (El ateísmo precristiano fue siempre una especie de piedad propia del mundo, sea en el atomismo o en las creencias místicas del nirvana. Marx, Nietzsche, Sartre son anti-teístas).
Al igual que el judaísmo estuvo expuesto a la persecución debido a su intolerancia religiosa (libro de Daniel, libro de Ester), mucho más aún el cristianismo. Y esto nos lleva de nuevo a las Bienaventuranzas, que tantos paralelismos y explicaciones más detalladas tienen en todos los evangelios: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa, alegraos y regocijaos». Precisamente donde se proclama el verdadero humanismo, allí donde se toman en serio los derechos humanos, exactamente allí comienza la persecución de los que se llaman humanistas, pero que quieren poner en práctica los derechos según su propia filosofía y con sus propios medios, que hasta pueden ser armas atómicas. Esta lucha puede extenderse incluso a la Iglesia: hasta el punto de que unos opinan que los derechos humanos cristianos deben defenderse por medios seculares como el único medio adecuado, mientras que otros por su parte defienden que los derechos humanos entendidos en términos cristianos solamente pueden hacerse valer con los medios del Evangelio.
III
Esto significa que entre el orden de la creación, según el cual el propio hombre debe procurar un orden del mundo digno del ser humano, es decir, ocuparse de abolir la miseria, el hambre, la explotación y la persecución, y el orden de la redención, en el cual Dios muestra su predilección por los pobres, los hambrientos, los perseguidos, pero también por aquellos que como Él son misericordiosos, mansos y pacíficos, entre estos dos órdenes se abre una sima que ante todo se llena con el pecado y la injusticia de los hombres. Esta sima es tan profunda, tan esencialmente arraigada en la constitución concreta del mundo, que cualquier intento de armonización que la ignore o pretenda superarla es ingenuo y poco realista. Un intento semejante solamente puede hacerse con la condición expresa de que el anuncio y la cruz de Cristo estén en contradicción con la tarea de la humanidad, tarea que esa misma humanidad debería poder ser capaz de cumplir por sus propias fuerzas. Para tal intento las Bienaventuranzas siguen siendo un fastidio, exactamente lo que de ninguna manera debería aplicarse: la pobreza tanto del cuerpo como del espíritu sería algo a eliminar a cualquier precio, aunque fuese a costa de toda clase de lágrimas y persecuciones contra aquellos que creen en esas insoportables máximas de Jesús. Su afirmación «pobres tendréis siempre entre vosotros» debe demostrarse absolutamente falsa. Cómo pueda resolverse en la práctica todo el sufrimiento del mundo, incluida la muerte, tal vez no esté aún claro y quede todavía un largo camino por recorrer, pero la dialéctica materialista conoce la manera de llevar lo temporalmente sin lugar, lo utópico, al lugar y topos de los seres humanos.
El hiato sigue abierto para los cristianos, el Resucitado mantiene sus llagas –el Cordero está en el trono de Dios como degollado–, mientras que la herida de muerte del animal apocalíptico, para gran asombro de sus adoradores, sana sin cicatrices. Entre el Hombre-Dios, cuyos estigmas sagrados son visibles, y el dios-hombre, que quiere sanar todas las heridas, fluctúa la dramática batalla final de la historia mundial. El signo del animal, que sus partidarios llevan en la frente y en la mano y con el que pueden comprar y vender todo lo que quieren, se contrapone al signo sobre la frente de los elegidos, esa Tau de cuyo madero cuelga el más pobre, el más afligido, el más perseguido y el más abandonado.
Pero ahora lo curioso es que incluso para los no cristianos, los humanistas, las Bienaventuranzas irradian una extraña evidencia que habla por sí sola. ¿Dónde ha surgido algo humanamente grande sin duras privaciones, sin lágrimas, sin persecución? ¿Dónde ha ganado profundidad una vida normal, sin llegar a conocer nada de esto? Las biografías de aquellos que han aportado algo significativo a la humanidad hablan un lenguaje perfectamente claro. Se ha escrito una «historia de la literatura trágica», pero igualmente podría escribirse una historia del arte o de la música, incluso una historia política trágica. Justamente las más bellas y preclaras obras de arte deben su existencia al más fuerte fuego purificador del sufrimiento; basta mencionar nombres como Mozart y Schubert, Hölderlin o Kleist o Blake o Keats. Por no mencionar siquiera las figuras de los santos.
Muy a menudo, por lo demás, se ha objetado contra el socialismo anticristiano que considera los valores de la renuncia, del ser perseguido, de la lucha contra las prepotencias, solo como camino hacia una meta en la que, con el logro del bienestar y de la felicidad de las masas, todos estos valores que caracterizan a la humanidad desaparecen. Una vez más hay que citar las archiconocidas palabras de Nietzsche en el capítulo introductorio de su «Zaratustra»:
¡Mirad! Yo os muestro al último hombre. La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, empequeñeciéndolo todo. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive. «Nosotros hemos encontrado la felicidad» –dicen los últimos hombres, y parpadean–. Han abandonado los lugares donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. Siguen queriendo al vecino, y se rozan con él: pues necesitan calor. Consideran pecaminoso estar enfermo y ser desconfiado: la gente camina con cuidado. ¡Necio quien sigue tropezando con piedras o con hombres! La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien sienta distinto marcha voluntariamente al manicomio.
Por el momento, no parece que el socialismo mundial esté privando a los cristianos de material humano, ni siquiera haciéndolo escaso, con el que puedan poner a prueba su misericordia, su mansedumbre y su paz, así como su solidaridad en la pobreza y en la persecución, sino todo lo contrario. Más que nunca, el verdadero cristianismo está siendo probado y practicado en los cada vez más altos montones de basura humana de una sociedad opulenta o socialista que todo lo programa. Aquello que en otro tiempo Pedro Claver hizo durante cuarenta años en Cartagena, socorrer a centenares de miles de esclavos negros que eran transportados desde África, separar a los muertos, moribundos y leprosos de los sanos, mendigar limosnas y auxilios de todo tipo para su supervivencia, eso lo hace hoy de nuevo Teresa de Calcuta, que vive en medio de las Bienaventuranzas, las vive para muchos, y de este modo hace que la doctrina de Cristo sea digna de ser creída incluso para los no creyentes.
Una vez más reconocemos en este ejemplo hasta qué punto las Bienaventuranzas pasivas y activas van unidas en Mateo. Si el cristianismo es una religión de cruz y de seguimiento de la cruz, si al discípulo se le promete seguir la suerte de su maestro, pobreza, lágrimas, hambre de justicia, persecución, entonces esto se realiza gracias a la colaboración con Él en la construcción de un mundo humano, no por medio de la violencia, sino de la mansedumbre, no por la aniquilación de toda disidencia, sino por la acción pacificadora, no por una dialéctica férrea e inmisericorde, sino por misericordia, «como vuestro Padre del cielo es misericordioso». Ambas dimensiones son inseparables. ¿Cómo puede uno ser misericordioso, si no siente en su corazón el sufrimiento de aquel a quien tiende la mano como el samaritano? «Misericordioso» viene de «miseri-cordia»1: tener un corazón para los pobres, para la pobreza, que es la primera de las bienaventuranzas; no otra cosa expresa la palabra latina «miseri-cors».
Decíamos que la actividad de una Madre Teresa ilumina también a los no creyentes; lo atestiguan los diferentes premios que se le han concedido. ¿No significa ello que las Bienaventuranzas, aparentemente tan antisociales, y ciertamente en el hiato evidente entre el reino de los hombres y el Reino de Dios, son finalmente sin embargo el camino más convincente y operativo, incluso a la hora de construir una sociedad terrena digna del hombre? Ciertamente no como receta exclusiva, pues las duras y terrenas conformaciones de la política y de la economía heredadas del pecado original están ahí, la innegable lucha por el poder y el éxito y el predominio existen, de modo que por todo ello no se dejan fundir en la escala de valores de la religión de la cruz. Quien lo intente o es un utópico que fracasa en la realidad, o identifica y rebaja –como teólogo de la liberación– los valores de las Bienaventuranzas con los valores de la política y la economía, o desatiende –como objetor del servicio militar– por consecuencia cristiana deberes de defensa no sólo de la patria, sino más aún de una cultura cristiana y de libertad contra la barbarie y la esclavitud, deberes que, al margen de cualquier problemática en concreto, fueron reconocidos como tales en todas las épocas de la humanidad (y de ahí naturalmente la especial inhumanidad de la guerra actual). El mundo es un campo de batalla entre aquel que ha de blandir la espada para crear más o menos orden en la tierra, y aquel que recibe el encargo de guardar su espada en la vaina, porque «todos los que atacan con espada, a espada han de morir». Por esta antinomia, Reinhold Schneider se desangró conscientemente hasta la muerte.
Tampoco nos corresponde a nosotros resolver la cuadratura del círculo respecto a cómo se pueden conjuntar en el político cristiano la inevitable voluntad de poder con la voluntad pedida por Cristo de humildad; hay en la historia algunos ejemplos –pienso por ejemplo en María Teresa–, que permiten ver la posibilidad de tal unidad personal de ambas esferas de valor. Creo que en tales casos la guía ideal de los derechos humanos, en cuanto que guía cristiana, es el punto en el cual se logra la síntesis: la preocupación del príncipe o de cualquier otro gobernante por los hombres a él encomendados, por su ámbito de libertad, el orden que prevalece entre ellos, puede entonces surgir de motivos tanto humano-terrenos como cristianos.
Con este ejemplo tropezamos una vez más con la ya mencionada continuidad entre orden creatural y orden de redención, como abismo abierto entre ambos por la separación pecadora del mundo del hombre respecto de Dios. A través de su maravillosamente profundizada concepción de Dios, el cristianismo ha provocado una sensibilización de lo que desde la naturaleza creada del hombre es o debería ser un sensorio para lo humano; a través de la caridad de Dios venida al mundo, ha hecho que la gente tome conciencia de lo que es el deber elemental no solo de la «caritas» cristiana, sino de la justicia entre los hombres: eliminar la «miseria» infrahumana y al menos elevarla al nivel de una «pobreza» digna del hombre. Allí donde esto ha sido desatendido en la actuación cristiano-caritativa, allí ha tenido razón cien veces un Proudhon, al escribir «justice» y no otra cosa en su bandera. Es sin embargo significativo que un Charles Péguy, por decepción ante una Iglesia que despreciaba los derechos del hombre se hiciera socialista extremo, y que luego, por decepción respecto de la inconsecuencia del socialismo, volviera a la Iglesia, puesto que la ley perfecta solamente se puede realizar en el pensamiento cristiano y en la idea de sustitución. Lo cristiano hace ver lo humano, como la gracia hace ver la naturaleza, no la distorsiona, sino que la plenifica. Existe un ciclo indisoluble entre el Logos («universal»), en el que todo es creado y que sigue siendo luz y vida del hombre, y el Logos crucificado, que expresa y ejemplifica con su vida el escándalo de las Bienaventuranzas, y que sin embargo es idéntico al primero; más aún: el mundo no hubiera podido ser creado en el Logos si la última garantía de su consistencia no hubiese antes acaecido en el auto-ofrecimiento del Hijo para la Pasión. Pero como la síntesis del orden creatural y del orden de la cruz solamente se realiza en la Resurrección por medio de la gracia y el poder de Dios, por el momento solo podemos entablar una dramática e inacabable lucha por ella.
Aproximarse en todo caso a esa síntesis exige la libre mirada hacia las Bienaventuranzas, ya se entienda esa aproximación como inmediatamente referida a la palabra de Cristo, o indirectamente en sus efectos humanamente benéficos. Mantenerlas en la conciencia del mundo es tarea de la Iglesia de Cristo, que ejerce también aquí una función imprescindible como la siempre nueva presentificación del Cristo pobre, humilde y perseguido. Por esto, la idea que Joaquín de Floris introduce en la teología medieval respecto de una superación de la Iglesia de Cristo por un tercer reino del Espíritu Santo –idea que como ninguna otra ha prevalecido de formas diferentes en la historia, desde los espirituales en el Renacimiento, las sociedades secretas barrocas, la Ilustración, Lessing, los idealistas hasta el marxismo y el milenario Tercer Reich de Hitler–, esta idea es la destrucción del drama histórico-teológico en el que nos vemos obligados a participar y que nos pone constantemente ante la decisión siguiente: o considerar la dignidad del hombre y sus derechos a partir de su valoración por Dios en el Cristo pobre y desgarrado, o por el contrario, perderlos de vista en una utopía intramundana.
- En alemán «barmherzig» procede de «arm-herzig». (N. del T.).↩
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