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Dios es su propio exegeta
1. El Hijo, intérprete del Padre
La Escritura nos dice que el hombre no ha visto nunca a Dios. Dios habita en una luz inaccesible y ningún espíritu creado puede penetrar en su interior. ¿Cómo podría, pues, el hombre explicar a ese Dios que le ha creado y al que siempre busca? Sólo Dios, que tiene la visión de su propia sabiduría, puede revelarla. Así nos lo dice literalmente Jb 28,27 (LXX). El versículo final del prólogo de San Juan «A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo único que está en el seno del Padre le ha dado a conocer» (autos exegesato, 1,18), repite lo mismo en un contexto más profundo, trinitario. I. de la Potterie aclara, en una larga investigación,1 lo que significa exactamente la palabra exegesato. Es digno de mención que ya en los templos griegos existían descifradores de los oráculos divinos, llamados «exegetas».2 Sin embargo, parece improbable que el evangelista lo haya tomado de esta fuente por cuanto Jesús no explica un oráculo divino sino que Él mismo es la Revelación, caracterizada en última instancia por San Juan como «verdad». Debemos entonces aclarar el sentido de esta palabra a partir de la versión griega del Antiguo Testamento, en donde tiene el significado de «revelar», «aclarar» (junto a los más sencillos de «narrar» y «anunciar»)3. Lo específicamente joánico aparece cuando se reconoce que Jesús, frente a Moisés, con quien se había instaurado la ley, ha traído la unidad de «gracia y verdad» y las ha «explicado» y «revelado» como el Hijo que conoce al Padre, superando aquella frase de que «a Dios nadie le ha visto». Esto supone que para San Juan el acto de la revelación es idéntico a su contenido: el Hijo hecho hombre aclara como tal (con su ser y su hacer) la esencia del Padre, de manera que puede decir de sí mismo: «El que me ha visto a mí (en lo que soy y en lo que hago) ha visto al Padre» (Jn 14,9).
Si la expresión «revelación» se entiende como un hacer patente o aclarar, también comporta el sentido de hacer comprensible e interpretar, por lo que esta apertura del Inaccesible es, al mismo tiempo, la acción de una Libertad más perfecta y plena de gracia; «gracia y verdad» no se yuxtaponen sin más, sino que constituyen una unidad inseparable…4 Jesús no es en absoluto una introducción teórica a la esencia del Padre. En la Biblia, en tanto que revelación de Dios, no hay ninguna «verdad teórica», sino que más bien, al igual que Jesús es intérprete del Padre y lo revela actuando, nos encontramos con la acogida inteligible de su manifestación como acción, esto es, como susceptible de seguimiento, lo cual es una gracia y muestra el aspecto gratuito de la revelación. La expresión teología significa originariamente que, en su Logos, Dios mismo se pronuncia en gracia y que nosotros podemos comprender, seguir, considerar y aprehender en palabras y conceptos humanos esta manifestación divina en el hombre Jesús, no solo debido a su inteligibilidad sino también debido a la mediación de la gracia divina (el Espíritu Santo).
De momento nos basta con tomar la teología en su primer significado: como autoexplicación de Dios en la encarnación de su Hijo. En una segunda parte tomaremos en consideración el hecho de que la acogida de esta explicación en el hombre presupone «que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Así queda claro de múltiples modos, para anticiparlo, que para el hombre es posible una verdadera comprensión del Dios que se explica a sí mismo sin que por ello se pierda el carácter misterioso de Dios, o, viceversa, que el permanente carácter misterioso de Dios no impide una verdadera comprensión por parte del hombre. Las razones son varias: la primera se encuentra en la esencia de Cristo que al ser verdadero hombre nos puede hacer comprensible a Dios mediante palabras, gestos, acciones e incluso sufrimientos. Con ello siempre nos muestra, simultáneamente, por ser Hijo de Dios, algo superabundante que transforma nuestra incipiente comprensión en un movimiento incesante hacia una concepción más profunda. La segunda razón es que el Espíritu Santo, que nos es regalado para poder comprender, no se adecua sencillamente con nuestro espíritu creado y finito, sino que, aunque lo ilumina con su luz divina, siempre nos introduce en realidades más profundas de las que podemos comprender cuando nos abandonamos confiados en el Dios que se revela. En tercer lugar, aquello que el Hijo nos revela del Padre es el amor infinito y dispuesto a cualquier sacrificio del propio Padre («que tanto amó al mundo que dio a su Hijo único» Jn 3,16), es una realidad eternamente inabarcable en conceptos, y así Pablo, con una expresión paradójicamente exacta, nos puede pedir que «conozcamos el amor que excede a todo conocimiento» Ef 3,19, que el Dios trino nos ha destinado en Cristo. Cualquier concepción del Dios que se explica a sí mismo se presenta con un autodesbordamiento inagotable que, según San Gregorio de Nisa, ni siquiera cesará en la visión eterna.
¿Cómo se revela entonces Dios en Cristo? Descompongamos la simplicidad de la respuesta en tres partes. En primer lugar, por la encarnación y la vida humana del Hijo. A través de ellas la «gracia y la verdad» entraron en nuestra oscura morada: «la luz brilló en las tinieblas». La luz, que es Dios, brilló desde Dios en nuestras tinieblas sin preocuparle de antemano si era comprendida o no. ¿Cómo puede la sencilla vida humana de Jesús ser revelación de Dios? Echando un vistazo al dogma encontramos dos razones. La primera es que la persona divina del Hijo debe ser plenamente capaz de traducir su propio ser divino al lenguaje de la vida humana. Porque el Hijo, que es teomorfo, se hace con toda verdad antropomorfo. Al ser un niño es dependiente de los hombres, especialmente de su madre, y Dios quiere hacerse «dependiente» de los hombres en la Alianza. El niño crece y elige sentirse como en casa cuando visita el Templo, que es la casa de Dios; con Él también Dios habita en el templo terrenal. Jesús se cansará como un hombre, se irritará, los hombres le serán fastidiosos, y finalmente llorará por Jerusalén. Todo esto ya había sido expresado por Dios en el Antiguo Testamento, se llega a sentir tan cansado y fastidiado por una Alianza siempre quebrantada que llega a prohibir a Jeremías la oración por el pueblo: ¡demasiado tarde! Su ira se puede encender terriblemente, aún siendo una forma de su amor, y en los escritos rabínicos llegará a entristecerse y llorar por Israel. Con sus actitudes enteramente humanas Jesús presenta el corazón sensible del Padre.
Para que esto suceda hay una segunda razón: la persona divina del Hijo, como tal, ya es desde la eternidad autopronunciación y autorrevelación del Padre. Por ello Jesús en su naturaleza humana no manifiesta tanto su propia naturaleza divina cuanto la del Padre, del que es continua referencia como hombre y como Dios. Todos los episodios del Evangelio muestran que Jesús es revelador explícito en su vida pública como maestro (mediante la Palabra y los milagros). Él enseña a los hombres cómo es realmente Dios y, siendo también él un hombre, les enseña sorprendentemente a imitar a ese Dios. Todo el Sermón de la Montaña no es otra cosa. ¿Cómo podría ser capaz el hombre, pequeño y frágil, de tomar como modelo al Dios eterno e infinito? Porque el hombre fue creado desde el principio a imagen de Dios y Jesús, enlazando con esta imagen, la prolonga en sí mismo hasta convertirla en modelo. Nos lo muestra en el amor a los enemigos, en la recomendación de poner la otra mejilla y en la de perdonar porque Dios ya nos ha perdonado. Jesús no es solo el intérprete de Dios sino también del hombre al mismo tiempo: al proyectar la luz del modelo sobre la imagen da al hombre su verdad y aspiración plenas.
Pero la más perfecta explicación del Padre no se alcanza sino en el último episodio de la vida terrena de Jesús: la Pasión. La vida pública fue un fracaso al igual que cada nuevo intento de Yahvé con Israel lo era también: hasta el destierro y, tras él, la deformación de la fe de Abraham en una religión legalista, autosatisfecha, farisaica y política. Entonces Dios dice su última palabra: su Hijo, que es su Palabra, asume en el sufrimiento el lugar de los que niegan («se hizo pecado») (2 Co 5,21) y lo soporta hasta la muerte, hasta el inexplicable abandono de Dios («¿por qué?»), hasta la experiencia del Seol sin esperanza, tal y como lo dibujan los salmos («conducido al infierno»). En el momento en que se desgranan las palabras de Jesús en la cruz, el Padre pronuncia su palabra más sonora y definitiva: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Una palabra que, a los ojos humanos, solo sería silencio y perdición, pero que, según nos muestra San Juan, es la última glorificación del amor de Dios. Únicamente la cruz puede ser la última exégesis de Dios, quien en ella, y de una vez por todas, se muestra como amor. Si alguien se aleja un solo paso de esta autoexplicación ya no es cristiano, no ha entendido la autoexplicación de Dios, como nos dice continuamente la 1a Carta de San Juan.
No se subrayará suficientemente que esta exégesis de Dios no tiene analogía alguna en el mundo de las religiones. Él explica su núcleo más profundo en el sufrimiento –más aún, en un sufrimiento que asume voluntariamente la culpa ajena– mientras que todos los demás caminos abiertos por los hombres hacia Dios son para la superación del sufrimiento, la búsqueda de una «vida bienaventurada», la protección contra los peligros de la vida. Todo muy razonable. Típicas representaciones humanas en las que se encuentra sabiduría. Pero la autoexplicación de Dios es en su «necedad más sabia que la sabiduría de los hombres» (1 Co 1,25).
A través de Jesús, Hijo del Padre, se puede sondear la profundidad del amor de Dios, cuya fuente originaria es el Padre: el corazón traspasado por la muerte se abre en una herida que penetra hasta el centro mismo de la Trinidad, según nos dice Claudel5.
2. El Espíritu como intérprete
¿Comprenden los hombres esta autoexplicación? El Evangelio nos dice terminantemente que no, hasta que el Espíritu Santo no sea enviado y se sumerja en los corazones. Ni los judíos comprendieron (tampoco quisieron comprender lo manifestado) ni tampoco los discípulos, cuya incapacidad para entender se reafirma tres veces en el mismo lugar: «Ellos nada de esto comprendieron, estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo que decía» (Lc 18,34). Traicionan, reniegan y huyen ante la cruz; los discípulos de Emaús «habían esperado», pero ahora están decepcionados; los discípulos no creen en el anuncio de la resurrección, de manera que el Señor debe reprochárselo el día de Pascua (Mc 16,14). Aún no había llegado el Espíritu. Él, que había cubierto a María con su sombra, que era también el artífice de la primera explicación de Dios en Cristo, al que había provisto del espíritu de misión en el Bautismo y siempre lo había conducido y «empujado», y debía finalmente ser «expirado» por el crucificado hacia el Padre para que el resucitado pudiera inspirarlo en la Iglesia desde el Padre.
El Espíritu no es una segunda explicación de Dios, sino la plenificación de la primera y única, porque «no hablará por su cuenta sino que recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16,13-15). No se podía expresar más claramente la unidad de la autoexplicación de Dios que queda también manifiesta al comprobar que cuando el Espíritu oculto en el corazón de los creyentes clama «Abba, Padre», este grito no es sino la llamada del Hijo al Padre.
Sin lugar a dudas la introducción del Espíritu en la «verdad plena» es un proceso inagotable, sin conclusión posible en la tierra y dentro de la historia. Para que este proceso no se agote en lo informe, se debe llevar a cabo en el interior de determinadas estructuras bien definidas, que se correspondan con la encarnación de la palabra en la estructura corporal y espiritual de un hombre. Siempre se podrá reconocer la tendencia fundamental de este verdadero espíritu de explicación en su permanente encarnabilidad. Ella modela la imagen y la esencia de Jesús en los creyentes. No huye nunca del cuerpo ni del mundo, como hacen otras tendencias religiosas. Por eso, esta tendencia fundamental del espíritu de misión no se traduce en una difuminación de las fronteras entre la autoexplicación de Dios en el mundo y el carácter específico de las estructuras a-religiosas del mundo: cuando Jesús nos da su paz, «no como la da el mundo» (Jn 14,27), aún subsiste la distinción, tanto cuando desde la paz cristiana se promueve o incluso se alcanza una paz terrena, como cuando desde la libertad cristiana se pudiera promover o incluso realizar una liberación terrena.
La explicación del Espíritu se verifica en el interior de estructuras construidas y protegidas por él: la Iglesia con la Sagrada Escritura y la Tradición a ella perteneciente, y con su distinción entre «pastor» y «rebaño». Estos elementos son el presupuesto de una explicación del Espíritu viva y siempre en movimiento, cuyas manifestaciones serán, por ejemplo, la visión profunda siempre renovada de los santos; la purificación creciente de lo genuinamente cristiano, eliminando ingredientes extraños; al mismo tiempo la inserción profunda de este bien ya purificado en la pluriformidad de culturas y tradiciones (cf. el milagro de las lenguas en Pentecostés donde todos los pueblos comprenden el mismo contenido y cada uno en su idioma); el testimonio vivo de los cristianos hasta el martirio, que Jesús les había predicho; la oración cada vez más profunda por la que el individuo se puede sumergir de nuevo y con originalidad en la versión de Dios dada en Cristo; los desarrollos siempre nuevos de la teología cristiana, que intenta penetrar el misterio insondable de la entrega abierta de la Trinidad al mundo. Los aspectos de la explicación del Espíritu son interminables, y como el Espíritu está presente siempre nuevo y también Jesús permanece con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo», no hay ningún peligro de que la corriente se seque y se hunda en el pasado de la Historia lo absolutamente actual.
Sería absurdo, según lo dicho, querer descomponer en fases la autoexplicación una del Dios trino, como si hubiera primero una época del Padre (ya fuese el mundo de la creación o el del Antiguo Testamento), después una del Hijo (desde la encarnación ¿hasta cuándo?) y finalmente otra del Espíritu (que a más tardar empezaría con la encarnación de Cristo y que de ninguna manera –de acuerdo con Joaquín– puede ser aplazada al futuro). Esta división en fases, siempre reemprendida dentro o fuera de la ortodoxia, no es posible porque Dios siempre es uno en sus tres hipóstasis y por eso sólo se puede explicar a sí mismo como el uno.
Los Padres de la Iglesia vieron siempre la Trinidad de Dios en el primer versículo del Génesis: en el principio Dios Padre dice su palabra y su espíritu sobrevuela el caos. Y toda la creación porta, con distinta precisión, la imagen del Dios trino. En la Antigua Alianza, Dios habla de «múltiples maneras» por su palabra, y su espíritu «ha hablado por los profetas». En la Encarnación, realizada por el Espíritu, el Hijo revela al Padre en el Espíritu Santo. En el tiempo de la Iglesia el Espíritu no explica nada al mundo sino el amor entre el Padre y el Hijo hecho visible en Cristo. El Espíritu es al mismo tiempo subjetivamente el amor mismo que se nos regala y objetivamente su testificación ante el mundo. Por eso no se dan propiamente fases, sino un crescendo de la única luz divina, que es siempre la misma luz del amor necesariamente trino, aunque todavía no se le reconozca o se le reconozca sólo al final.
Si Dios no se explicase a sí mismo, entonces el hombre, que tiene conocimiento cierto de su creaturalidad y, a través de ella, de la existencia de un Señor que es su origen y su fin (DS 3004), nunca podría reconocer lo que es el «interior de Dios». Eso lo escudriña sólo el Espíritu de Dios. Pero este Espíritu se nos da para que «conozcamos las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales hablamos no con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales» (1 Co 2,10-13).
- La verité dans Saint Jean I-II (Analecta biblica 73-74. Roma 1977). 213-229. Se lamenta en la nota 283 de que autores anteriores hayan estudiado demasiado superficialmente el sentido de esta palabra.↩
- Ibid. pág. 217 con abundantes ejemplos. Eran elegidos o por Apolo de Delfos para distribuir informaciones sobre los oráculos, las purificaciones, los períodos, etc., o por el pueblo para dar aclaraciones sobre las costumbres tradicionales.↩
- Ejemplos, ibid. págs. 220-226.↩
- Constituyen una endíadis: ibid. 139 y nota 53.↩
- Himno al Sagrado Corazón en: Corona Benignitatis Anni Dei.↩
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Gott ist sein eigener Exeget
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Themen
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Javier PradesJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Communio Revista Católica Internacional 8 (Madrid, 1986), 7–12
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