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De la teología de Dios a la teología eclesial
ハンス・ウルス・ フォン・バルタザール
原語タイトル
Von der Theologie Gottes zur kirchlichen Theologie
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書籍説明
言語:
スペイン語
原語:
ドイツ語出版社:
Saint John Publications年:
2024種類:
論文
ソース:
Revista Católica Internacional Communio 3 (Madrid), 374–385 [trad. ligeramente modificada para esta edición digital]
De ninguna manera se plantean ni resuelven aquí todos los principales problemas acerca del carácter científico de la teología, sino tan solo se van a presentar unos pocos pensamientos que conviene tener presentes de antemano.
I. Teología divina
1. El concepto «theologia» significaba ante todo, en el ámbito griego, un discurso laudatorio del hombre a la divinidad –en este sentido los grandes himnos homéricos a los dioses eran «teología»–; en la Biblia por el contrario, indica primariamente un discurso de Dios al hombre; Dios es theos legōn, Dios que habla: habla a Abraham y a los patriarcas, a Moisés en la promulgación de la Ley, a los profetas desde Samuel, Elías, de vez en cuando a los reyes (David, Salomón). Mientras que el discurso humano sobre Dios evidencia cada vez más el primado de la teología negativa, al menos en los estadios tardíos de la religión (mitos platónicos, el silencio de los neoplatónicos acerca del «Uno») ya que Dios no es nada de lo que se expresa y experimenta en el mundo, el Dios de la Biblia, por el contrario, habla un lenguaje plenamente comprensible para el hombre, y aun cuando manifiesta Su superioridad sobre todo lo creado en el ocultamiento de Su último nombre, en la prohibición de imágenes, en Su santidad, también subraya esta superioridad a través de Su hablar. Lo «negativo» no está en Su trascendencia, sino en la negativa de los aliados humanos a seguir las leyes bien comprendidas de esa Alianza. Moisés destruye las tablas de la Ley no porque fueran difíciles de entender para los israelitas, sino porque prefieren danzar para el becerro de oro. Lo mismo sucede con los profetas: lo que dicen en nombre de Dios puede ser plenamente comprendido, pero el terco pueblo no lo quiere tomar en cuenta.
Pero también existirá obediencia, aceptación de la Palabra de Dios y respuesta a Él, porque el pueblo vive en la intimidad de la Alianza con el Dios que habla y se comunica de modo comprensible. Aquí comienza a manifestarse la gran paradoja de toda teología: la palabra de Dios sale para traer la cosecha de esta respuesta (Is 55,10s.); pues bien, esta cosecha es reconocida por Dios como parte de su propia Palabra, y no solo como obediencia ante las indicaciones divinas, sino también como un auténtico hablar a través del hombre –por ejemplo en los Salmos (pero también en los tardíos Job y Cohelet)–; los Salmos son no solamente «inspirados» (análogamente a como un poeta pagano que se dirige a un dios puede hablar con inspiración); son asumidos en el propio decir divino, son una parte de la Revelación. El problema hermenéutico que se plantea con esto va más allá del problema del decir divino en la Ley o a través de un profeta, formulado en un pensar y hablar humanos, puesto que aquí el decir de Dios viene a ser dialogal en sí mismo: ¿No se encuentra aquí el boceto, escondido pero decidido, de lo que será revelado en Jesucristo: que en Dios mismo existe un diálogo primigenio (trinitario), que es el presupuesto de toda alianza de Dios con los hombres?
Lo mismo se manifiesta en el conocido hecho de que en la Antigua Alianza las revelaciones posteriores se construyen sobre las primitivas, en tanto son objeto de una más profunda reflexión «teológica» por parte del pueblo creyente. Mientras que en el libro del Éxodo se canta el milagro de la elección de Israel como un milagro de la fidelidad de Dios (a los Padres primigenios), del mismo hecho Oseas y Deuteronomio concluyen mucho más tarde que Dios merece y espera como respuesta el amor exclusivo del amigo. Y cuando en el Deuteroisaías Dios anuncia expresamente «lo nuevo», se aventura ese salto en lo nuevo siempre echando mano de lo más antiguo: la majestad absoluta de Yahveh y su fuerza creadora. En esta «theo-logía» la autoridad la tiene siempre Dios mismo: «Yo, yo, yo soy Yahveh, ningún otro salva fuera de mí. Nadie se libra de mi mano. Yo actúo, ¿quién quiere cambiarlo?» (Is 43,11ss.). Los mediadores del mensaje divino tienen un papel secundario en esta autoridad, pero solamente en tanto Dios se manifieste a través de ellos; un profeta o un sabio auténtico se manifiesta en la eficiencia de la palabra que pronuncia: «Yo haré mis palabras fuego en tu boca, y haré a este pueblo madera, así el fuego lo consumirá» (Jr 5,14). Hay falsos sabios, falsos profetas; sostienen que Dios habla por ellos, pero lo que dicen no es en absoluto teología.
El hecho de que la teología de Dios sea puesta por escrito a lo largo del tiempo no pertenece a su esencia; su escritura es solo un medio para mantenerla constantemente fresca y actual. Ante la teología del Dios que habla, la reflexión teológica propia del Judaísmo significa poco: Mishná, Halajá, Hagadá, el Talmud son solo arabescos sobre el único texto importante. Ciertamente, en el ulterior desarrollo de la literatura sapiencial se mezcla la filosofía, a menudo de tipo gnóstico (Maimónides, y aun más la Cábala), pero una auténtica teología judía siempre sigue siendo meditación, paráfrasis de la teología de Dios (M. Buber, A. Heschel…), un aggiornamento, en el sentido de una reinterpretación del origen, comprendido más profunda y vivamente.
2. «Y la Palabra se hizo carne»: Palabra de Yahveh y teología de Israel, como «discurso pluriforme» (Hb 1,1) se consuman y unifican en el hombre Jesús, y con esto se convierte en prototipo de la teología divina, pero igualmente en prototipo de la conformidad del discurso humano en palabra, obra y existencia («carne») de cara al discurso divino (consumación de la obediencia de la fe y de la respuesta de alabanza de Israel a Dios). Ahora el diálogo pleno entre Dios, como el «Padre», y Jesús, como el «Hijo», se convierte en aparición en el mundo (económica) del «diálogo» intradivino. Por eso Jesús puede hablar por primera vez con la autoridad del mismo Dios («Pero yo os digo»), y puede ser el camino (exclusivo) hacia Dios, la mediación de la vida eterna divina: finalmente a través de la entrega de su carne y sangre, en la cual la entera Palabra de Dios está ahí para nosotros y se convierte en humana y concreta. La existencia entera de Jesús en todas sus modalidades es teología, es decir, mensaje revelador acerca de Dios como el Padre: este habla y abre su corazón en el Hijo, el Hijo es en su totalidad (también en la Pasión y también en la Eucaristía) la teología dicha por el Padre. Pero como Jesús es la una y uniforme Palabra de Dios que resume definitivamente las otras, también solo puede ser comprendida en su unidad: como encarnación, vida, muerte en cruz, resurrección: cuatro sílabas de una única Palabra. Por eso los discípulos antes de la Pascua solo pudieron comprender la teología que es Jesús fragmentariamente: solo la resurrección ilumina el sentido de la cruz y, detrás de ella, el sentido de la «vida de Jesús»; solo ahora entienden en el «Espíritu» de Jesús lo que Dios a través de Él quiso decir. Una «teología» del Jesús prepascual, buscada como un todo cerrado en sí, es inencontrable, porque teológicamente es contradictoria.
De nuevo tenemos que Dios a través de Jesús no habla crípticamente, sino de modo comprensible para todos, en especial para los «pobres», «sencillos», cuyo espíritu no tiene doblez. Cristo plenifica la alianza dialogal entre Dios y la humanidad en su propio ser, en cuanto toma sobre sí en la cruz el pecado del mundo generador de desorden, que impide la comprensión de la teología; y puesto que la Palabra de Dios nunca más se pronuncia desde el Sinaí para un único pueblo, sino que en cuanto «encarnada» debe ser comprensible fundamentalmente para todos los hombres, así también la humanidad entera ha venido a ser partner de la Nueva Alianza, por llevar Jesús los pecados de todos; todos son admitidos fundamentalmente en la teología de Dios, en la cual todos tienen que dar su palabra de respuesta.
3. Había en Israel, en el círculo de la alianza de la teología, aquellos que principalmente por elección debían comunicar la palabra de Dios al pueblo en lenguaje humano, y aquellos otros que, principalmente como creyentes en medio del pueblo, habían de devolver la palabra a Dios a través de una respuesta humana, con lo cual los primeros también podían pertenecer a los segundos, pero no al contrario (porque la elección era personal). Muchos en el pueblo no aceptaban la palabra de Dios, sino que proyectaban desde sí mismos sus propias imágenes de Dios, como prolongaciones de sus deseos. Esto era idolatría, material o espiritual, y la Escritura acentúa que los ídolos no pueden hablar ni oír, por consiguiente no son capaces de teología alguna. Hablar sobre ellos es algo puramente antropológico.
La teología de Dios en Jesús fue rechazada por la mayoría del pueblo elegido; ningún profeta puede morir fuera de Jerusalén. El «resto de Israel», que lo recibe en la fe, el «Israel de Dios» (Ga 6,14), que más tarde será llamado Iglesia de Dios, está abierto a toda la humanidad y la invita, como enviada de Jesús, a comprender junto con ella la definitiva teología de Dios: «para que podáis captar…, entender lo que supera toda comprensión: el amor de Cristo, para venir a ser consumados en la plenitud total de Dios» (Ef 3,18s.).
También Jesús se sirve de personas elegidas para transmitir su teología a Israel; puesto que Él como hombre sólo puede estar como tal junto a los otros, elige a los doce ya al principio de su vida de misión y los dota con su poder (exousia) para anunciar, y para reprimir el reino de los espíritus opuestos a Dios (cfr. Mc 3,14s.). De nuevo junto a los anunciadores están los meditadores-creyentes, que ahora, puesto que el Espíritu de Dios «se ha derramado sobre toda carne» y todos tienen parte en el comprender «profético» de la teología de Dios (Hch 2,17), pueden «teologizar» más profundamente que en la Antigua Alianza en su respuesta a Dios, básicamente todos ellos, y cuanto más santos y abiertos a Dios, mejor. En la Iglesia, la teología vivida y en parte también hablada de los santos (canonizados o no) tiene la primacía sobre toda teología posteriormente mecanizada. De nuevo vale fundamentalmente que los mediadores (como en la Antigua Alianza) pueden ser al mismo tiempo los meditadores. Y vale en mayor medida porque el espíritu de la comprensión interior y más profunda de la teología divina, para una adecuada mediación, puede e incluso debe ser precisamente otorgado también a los mediadores elegidos.
La teología de Dios viene a ser plenamente comprensible solo con la muerte y resurrección de Cristo y la donación del Espíritu, y así puede ahora ser presentada por «los testigos elegidos» (Hch 10,41) como auténtico kerigma. Ellos se anuncian «no a sí mismos», ni tampoco una teología propia derivada de su «experiencia» con Jesús o con la Iglesia; ellos son los anunciadores de la teología de Dios consumada en Cristo (cfr. 2 Co 4,5s.). Sobre esto, dos anotaciones complementarias:
a) Jesús ha tomado entre otros atributos de Yahveh también el de ser el verdadero pastor de Israel, como cumplimiento de la profecía sobre un líder del pueblo de la casa de David enviado por Dios al final de los tiempos. Así, Jesús no podía dar a los «testigos elegidos» una participación en su propia autoridad si no recibían, al menos después de la resurrección, una participación en su ministerio pastoral. El «apacienta mis ovejas» no vale solo para Pedro, como lo muestra el uso extensivo en la Nueva Alianza de la figura del pastor (Hch 20,28; 1 P 5,2ss.). No se puede por tanto hablar de separar el ministerio del anuncio de la teología divina, del ministerio del pastor, ni siquiera ponerlos en oposición.
b) Naturalmente, con el crecimiento de la Iglesia deben diferenciarse las funciones de mediación, supervisión y administración; se establecerán diáconos como ayudantes (Hch 6); se distinguen «apóstoles, profetas, maestros» (1 Co 12,28), a los que se añaden más tarde aún «evangelistas y pastores» (Ef 4,11); pero Pablo con esto solo indicará rasgos predominantes, no ministerios nítidamente diferenciados. (Incluso el concepto «apóstol» no es en él unívoco: puede indicar a veces testigos oculares de Jesús, otras veces los ayudantes de estos). Los «evangelistas» han recibido el evangelio (oralmente) de los apóstoles y profetas, y lo anuncian en las comunidades; los «maestros» introducen catequéticamente y más profundamente en la comprensión del kerigma. «Por el tiempo que lleváis deberíais ser todos ya maestros», dice la carta a los Hebreos a sus receptores (5,12), mientras que por otra parte, Santiago advierte del peligro de actuar en la comunidad como un «sabelotodo»: «Hermanos, no aparezcáis tantos como maestros, que ya sabéis que entonces hemos de esperar una condena más estricta» (3,1). Los maestros (o más tarde «teólogos») están –como H. Schürmann ha mostrado1– por un lado cerca de los profetas y carismáticos, que interpretan la teología original transmitida de modo vivo en el Espíritu Santo; por otro lado están cerca de los pastores apostólicos, que han de mantener intacta esta tradición (ver las cartas pastorales). Dicho en las categorías de hoy: el teólogo ejerce bien su especial función en la Iglesia cuando por un lado mantiene contacto con la tradición teológica representada por el magisterio, y por otro lado no corta el contacto con la teología divina expuesta por los santos inspirados en el correspondiente momento presente.
II. Teología apostólica
Aquí no pretendemos discutir el problema hoy más debatido: en qué medida la mediación de la teología divina a través de conceptos y palabras humanas (determinadas por la historia) relativiza esa teología; para el creyente, el Evangelio como palabra de Dios se manifiesta sin gran dificultad al que lo acepta en su contenido siempre válido: comprende la palabra de la Antigua Alianza de modo total y superior, en cuanto Jesucristo es la «explicación de Dios» (1 Jn 1,18).
Aquí nos debe ocupar algo distinto, a saber: cómo la teología de los «testigos elegidos» ha pasado a la Iglesia posterior. Pablo es para esto la figura paradigmática. Se presentan tres puntos de vista: 1. Pablo entiende toda su existencia apostólica como servicio a la respuesta y clarificación de la teología divina que en Cristo ha llegado a su culmen; 2. Da a sus compañeros de trabajo parte en su servicio; 3. Pone toda su fuerza en edificar la unidad, a menudo perturbada, entre el ministerio apostólico y las comunidades.
1. Él infiere su autoridad apostólica absoluta (como los profetas) de un envío divino directo, y al mismo tiempo de su acuerdo con los «doce», elegidos por Cristo. Su envío es la respuesta a la única palabra de Dios consumada a través de la muerte y resurrección, por lo que no construye «a su arbitrio», sino que profundiza y desarrolla meditativamente lo transmitido (1 Co 15,3-5: muerte redentora, sepultura y resurrección de Cristo; 1 Co 11,23: relato de la institución de la Cena), ya fijado en formas litúrgicas (el principio fundamental del «por nosotros» de la cruz, pre-existencia, mediación en la creación, kénosis y glorificación de Cristo). 1 y 2 Corintios pueden servir de hilos conductores: la muerte de Cristo, celebrada eucarísticamente, era «sacrificio» (2 Co 0) que nos incorpora como miembros a su cuerpo, y así también reglamenta nuestra sexualidad (1 Co 6). También aquel supuesto desorden carismático en la comunidad es reglamentado a través de una amonestación acerca de la pertenencia al cuerpo de Cristo y acerca del amor mutuo que de ahí se sigue (1 Co 2-14), con lo cual una autoridad puramente carismática ha de someterse estrictamente a la apostólica: «Si alguien cree poseer el don de hablar proféticamente u otro don, debe así reconocer que lo que yo os escribo es un mandato del Señor; si no lo reconoce, tampoco él será reconocido» (1 Co 14,37s.). La teología de Pablo es tan indiscutible como la de Jesús, puesto que es solo la respuesta a la Palabra comenzada por Jesús, definitivamente terminada en la muerte y resurrección, y como se ha dicho, es anunciada desde la autoridad de Jesús fundada en la elección y envío. Así, la teología apostólica es arquetípica para las generaciones siguientes. Esto se aplica al Nuevo Testamento en su conjunto, como una teología con una variedad de perspectivas pero que converge claramente de forma concéntrica en una afirmación central, en la cual el Espíritu Santo lleva al Verbo encarnado, muerto y resucitado en una forma que puede ser captada por la fe y el discipulado, y esto plenamente inseparable del ministerio apostólico. Cuando Pablo dice que Dios ha reconciliado consigo al mundo en Cristo, dice al mismo tiempo: «Nos ha dado a nosotros el servicio de la reconciliación, ha sembrado en nosotros la palabra de la reconciliación… Somos los heraldos de Cristo» (2 Co 5,18-20). El total desposeimiento del apóstol en el servicio a la reconciliación del mundo deja su corazón «abierto», «transparente» para la «verdad», de modo que en este corazón puede «brillar el conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo» (2 Co 4,2.6). La teología apostólica se relaciona con la divina como el rayo de luz con el sol. Esta inseparabilidad da a la teología apostólica su plenitud de poder (exousia: 2 Co 10,8; 13,10) y coloca al apóstol frente a la comunidad, aun cuando unan a ambos lazos estrechos. Él exige obediencia solo como «esclavo de Cristo», que junto con los demás, con «Cefas, Apolo…» está en beneficio de la comunidad (1 Co 3,21s.). De aquí el hermoso dicho: «No como si quisiéramos ser señores de vuestra fe; no, somos colaboradores de vuestra alegría, pues solo estáis firmes en la fe» (idem, 2,24).
2. Pablo casi siempre habla en plural. El «nosotros» –que quiere decir: nosotros apóstoles– abarca cada vez no solo a los «viejos apóstoles» de Jerusalén, sino también y ante todo a los compañeros de trabajo de Pablo. Las instrucciones de las cartas lo testifican: «Pablo y Sóstenes» (1 Co), «Pablo y Timoteo» (2 Co, Flp, Col, Flm), «Pablo, Silvano y Timoteo» (1-2 Ts). El trabajo misional se realiza conjuntamente: «Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado al Hijo de Dios», que «sólo era ya un sí» (2 Co 1,19). «Yo he plantado, Apolo regado» y ambos «están juntos implicados» como «colaboradores de Dios» (1 Co 3,6ss.). A Pablo le sirve igual si actúa en Corinto directamente o a través de sus enviados, Tito o Timoteo. Los enviados deben ser recibidos o tratados como él mismo, con el mismo temor, con la misma obediencia (1 Co 16,10). Tito vuelve de Corinto con buenas noticias, entonces escribe Pablo: «Ahora su corazón está en mayor medida lleno de afecto por vosotros, pensando en vuestra obediencia, en cómo lo recibisteis con temor y temblor» (2 Co 7,15). Estos (y otros) textos muestran que entre los años 40 y 60 el ministerio eclesial era una realidad poderosa y presente en todas partes. Con razón se ha dicho: «Quien habla de un carácter puramente carismático de las comunidades paulinas olvida el papel del Apóstol»2. Ciertamente: en las comunidades se encuentran solo vestigios –aunque claros– de una diferenciación escalonada de ministerios. Pero entre tanto, la jerarquía se materializa en Pablo y sus enviados móviles. Las Cartas pastorales, que quieren continuar la línea paulina, no pueden haber encontrado nada nuevo, cuando hablan de la transmisión del ministerio de Pablo a sus representantes y seguidores posteriores, que por su parte tienen orden de «establecer presbíteros en todas las ciudades» (Tt 1,5). Mientras Pablo tiene la suprema función, no puede haber comunidades puramente carismáticas o democráticas. Nada nos permite hablar, por consiguiente, de estructuras comunitarias esencialmente diferentes.
3. Pablo como ministerio encarnado está involucrado en una dura lucha por ese ministerio, y con esto por la teología apostólica. ¿Está superado por la resurrección el Jesús histórico, y quizá también su cruz? ¿Tiene por el contrario aún vigencia la Ley con sus normas? ¿Han de venerarse al lado de Cristo otras fuerzas cósmicas? ¿Hay no solo disputas entre personas (Filipos), sino también diferencias de opinión en preguntas teológicas centrales? Pablo debe poner orden como «maestro de los pueblos en fe y verdad» (1 Tm 2,7), para luchar por la teología divina y apostólica. Primeramente aparecen simples partidos (Partido de Pedro, de Apolo, de Pablo, de Cristo): Pablo muestra la unidad superior de los ministerios en Cristo (1 Co 1,10-13; 3,4-9). Después vienen los casos de maestros, que desde fuera se inmiscuyen («del círculo de Santiago») y «perturban» las comunidades. Pablo los maldice, en cuanto falsifican el Evangelio verdadero, anunciado por él (Ga 1,8ss.). ¿No se ha entendido anteriormente en Jerusalén con «Santiago, Cefas y Juan»? (idem, 2,9). Ciertamente se pueden poner acentos distintos en la predicación, pero en la Nueva Alianza no hay un pluralismo de teologías irreconciliables. En tercer lugar está el conflicto con los carismáticos y sus exigencias dentro de la comunidad. Uno puede por cierto «hablar sabiamente» (logos sophias), otro «puede expresarse con conocimiento» (logos gnōseōs 1 Co 12,8), y en la reunión comunitaria otro puede «tener una palabra de enseñanza» (didajēn ejei, idem, 14,26). El apóstol se alegra por esos dones del Espíritu. Pero se reserva el discernimiento de espíritus, toma medidas estrictas y exige, como arriba se muestra, obediencia exacta (Cap. 14). El cuarto caso es más grave: hay en la comunidad «teólogos», que no reconocen el ministerio del apóstol, o al menos lo ponen en interrogante. A nosotros de momento solo nos interesa la táctica de Pablo. Ha enviado a Tito a Corinto, para volverse a ganar a la mayor parte de la comunidad; este ha tenido éxito. En 2 Co 7 tiene lugar la movida reconciliación con la comunidad, con lo cual los adversarios quedan aislados. Con estos se arreglan las cuentas en los capítulos 10-13. Se acumulan imágenes de lucha: «demolemos baluartes, destruimos sutilezas, así como todo emplazamiento que se levanta contra el conocimiento de Dios, reducimos a cautiverio toda especulación, para conducirla a la obediencia a Cristo. Permanecemos preparados, para castigar cualquier desobediencia, en tanto vuestra obediencia es plena (de la comunidad)» (2 Co 10,4-5). La escena final es dramática: se le echa en cara al Apóstol indecisión en el ejercicio de su ministerio; su discurso no muestra la fuerza de Cristo. Pablo contesta de doble modo. Primeramente: el Crucificado es débil, el Resucitado es poderoso. Así es también su representante ministerial; cuando se le contempla con ojos carnales es débil, pero precisamente es poderoso en esta debilidad humana; Pablo lo demostrará cuando vaya. En segundo lugar: el ministerio sólo puede conseguir algo, si «Cristo es en vosotros fuerte» (2 Co 13,3). Por tanto: «poneos vosotros mismos a prueba. ¿O no sois conscientes de que Cristo está en vosotros?» (13,5). Quien no vive en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu de la Cruz y la Resurrección, no puede poner exigencias al ministerio; sólo puede hacerlo si vive junto con él en la unidad del amor de Cristo. Un ministerio no amado no puede lograr nada en la Iglesia. Solo en el amor pueden ser zanjadas las diferencias teológicas o disciplinares. De ahí la fabulosa frase final: «Rezamos para que no hagáis nada malo –no para que nosotros aparezcamos airosos, sino únicamente para que vosotros hagáis lo bueno, aunque nosotros aparezcamos descalificados–» (13,7).
De esto aparece claro –como de otros innumerables pasajes– que Pablo predica con su entera existencia «cristiforme». Él hace de esto incluso un argumento decisivo para la verdad de su ministerio. Pero esto no es solo determinante para él, sino para toda la teología apostólica arquetípica. En el capítulo final de Juan, Jesús exige a Pedro el «amor más grande» y le promete el testimonio de sangre. Este testimonio de amor, joánico, en todo caso no es «con palabras, ni con la lengua, sino con la obra y con la verdad»(1 Jn 3,18); y esto no es menos jacobeo (St 1,22ss.), de modo que los principales representantes de la teología apostólica reclaman todos de la misma manera el testimonio de vida. Pedro lo exige de forma especial para su clero (1 P 5,1ss.).
III. Teología eclesial
De nuevo volvemos a la forma de revelación veterotestamentaria: la alianza entre Dios e Israel se cierra a través de dos factores que se encuentran: Palabra de Dios, que mediatizada por los «profetas» (entre ellos el primero y más grande, Moisés) sale de Dios hacia el Pueblo. Esta Palabra consigue la respuesta (libre) del pueblo a Dios (más ampliamente expresada en Salmos y «Sabiduría»). En la Nueva Alianza debe plenificarse esta estructura. En Cristo, la Palabra de Dios se hace hombre; pero aun cuando este hombre será la respuesta inclusiva perfecta de toda la humanidad a Dios, sigue siendo ante todo la Palabra pronunciada por Dios. Para que pueda venir a ser hombre, se debe conseguir del mundo una respuesta perfecta (y libre): la fe de Israel se cumple y rebosa en María, que con esto viene a ser la imagen primordial de la Iglesia creyente y «trono de la sabiduría»3. Esta sabiduría de la Iglesia mariana consiste en brindar sitio en sí misma desde el principio a la Palabra de Dios en el Sí, en dejarla madurar «meditándola en el corazón» (Lc 2,18; 2,51), en traerla al mundo en forma humana y dejarla para la humanidad entera. En esto es María también imagen primordial de toda teología eclesial, y fue celebrada por los Padres con el título de theologos.
Desde aquí surge una señal fundamental de toda teología eclesial: solo cabe moverse dentro del círculo de Palabra y sabiduría que responde, de Revelación y fe eclesial, en un círculo tan amplio, que abarca toda verdad, porque en el Logos de Dios está fundado también el logos de todo saber puramente humano, de toda ciencia terrenal. Puede ser que dentro de ese círculo que todo lo abarca, sean mostradas, creídas y meditadas cosas como la verdad definitiva, y aparezcan dentro de los círculos intramundanos como «escándalo y necedad», pero la «necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres» (1 Co 1,25), porque Cristo ha llevado a la cruz la entera necedad de los hombres y así la ha humillado. Teología eclesial (otra no existe) es por tanto respuesta a la Palabra, sabiduría meditativa desde el Sí de la fe. Esto también se desprende de lo que se ha dicho sobre Pablo, que se entiende como un simple «esclavo» de la Palabra de Dios, que se sirve de su mediación «profética», y a través de él «puede ser conocida y reconocida como lo que es en realidad, la Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).
De esto se sigue además que toda teología eclesial, en cuanto es respuesta a la Palabra de Dios infinitamente libre y graciosa, debe ser adoración, acción de gracias; brevemente, doxología. Ya que la teología se mueve en el círculo dialogal de discurso divino y respuesta humana, no puede prescindir ni por un instante del carácter de ser dirigido personalmente por la Palabra, ni puede por un instante cambiar y reducir el sujeto infinito que habla, a un objeto neutral, ni siquiera bajo el pretexto de abstraer el contenido de lo dicho, del que habla, que es Dios, porque todo lo que Dios dice de Sí mismo, es en sí mismo divino. Huelga decir que toda teología debe llevar formalmente un carácter dialogal y oracional –como ocurrió en gran medida con los Padres de la Iglesia y muy claramente con los grandes teólogos del siglo doce, comenzando por Anselmo–. Basta inferir de su contenido que se trata de una meditación creyente de la fe de la Iglesia, lo que le asegura (según Tomás de Aquino) su carácter de «ciencia», aunque de carácter propio y único. La cientificidad de una ciencia se mide en cuanto sus métodos se adecuan a su objeto. Las ciencias de este mundo tienen «objetos» como objeto; también las ciencias humanas, que se ocupan de sujetos humanos, los transforman en objetos, en cuanto investigan modos de comportamiento generales de los individuos, de los grupos y de las sociedades. Dios, como sujeto absoluto, único y por tanto inobjetivable, no puede ser nivelado a un objeto que se contempla neutralmente, de modo que el entendimiento finito pudiera pensar «sobre» Dios y pudiera así elevarse «por encima» de Dios. Cuanto más se entiende la ciencia mundana hoy a sí misma como método de dominio de las cosas, incluido el hombre, tanto más profundamente debe la teología apartarse de ella. Permanece en su ser más íntimo lo que era en su origen, en los himnos homéricos: Alabanza de la divinidad, con la diferencia de que la «alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6) es siempre la respuesta al eterno “antes” ser nosotros hablados por Dios.
Este carácter básico de toda teología dentro de la nueva y eterna Alianza debe mantenerse en cada modalidad que pueda tomar. Puede ser (y ante todo) teología que medita la fe, ya que en la Palabra de Dios están «escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento», por tanto aquí está preparada para el hombre «aquella sabiduría y penetración espiritual» (Col 2,3; 1,9). Cultivar esta teología siguiendo a María, no es privilegio de los «santos» (cuya teología se desdeña como «espiritualidad», sin ser tomada en serio) sino que debe ser el acto fundamental de todo teólogo (sea laico o «especialista»). En segundo lugar, la teología puede ser predominantemente docente, catequética, en la cual se juntan el momento meditativo con el pedagógico, la ponderación de la correspondiente fuerza captadora del iniciado (katejumenos). Toda introducción en la fe es según el lenguaje de los Padres «Mistagogía», acompañamiento en el Misterio. Finalmente y en tercer lugar, hay una teología de lucha, que se autojustifica, guardando su integridad, cultivada tanto por la totalidad eclesial (Concilios, Definiciones, Condenas) como por teólogos individuales. Esta teología está justificada con base en la enseñanza de Jesús y la praxis de los apóstoles. Continúa intraeclesialmente las «disputas» de Jesús con sus adversarios, y aun desde más atrás las palabras agresivas de Yahwé, que «quema como fuego y destruye como un martillo las rocas» (Jr 23,29). Este aspecto de lucha es inevitable, porque la Palabra siempre ha dicho y exigido cosas de las que la gente no quiere oír hablar y provoca oposición hasta el deseo de destrucción. Con todo, esta teología luchadora no debe tampoco olvidar que se debe realizar en el nombre y espíritu de la Iglesia, y con la dignidad correspondiente, de manera que no se la puede rebajar al nivel de una bronca de este mundo; y aun mucho más: el eco doxológico debe permanecer siempre audible.
Dentro de la teología eclesial puede y debe haber especialización, pero de modo que el objeto teológico total –resumido en la «fórmula corta» del Credo apostólico o niceno-constantinopolitano– no se pierda de vista ni se diluya ocultamente. No es posible remontarse más allá de la «síntesis» total neotestamentaria (que no es un «sistema»), ya que aquí está dada la respuesta de la Iglesia a la Palabra de Dios en Cristo con plena responsabilidad. Esta respuesta no se debe rebajar, por ejemplo, haciendo que la propia Palabra de Dios parezca más barata, más inofensiva, «más humana». No se puede prescindir de ninguna articulación del Credo, si se quiere que su organismo no quede mutilado. Otra cuestión es cómo hacer accesible a los hombres de hoy la totalidad de la Palabra de Dios, que culmina en la vida, muerte y resurrección de Cristo: de nuevo una pregunta del lado pedagógico de la Mistagogía. Pero a través de los tiempos constantemente se abren nuevos enfoques, y hoy están menos ausentes que nunca. Donde los fragmentos de significado del conocimiento intramundano, precisamente por su acumulación, amenazan con conducir a un total sinsentido, la verdadera teología eclesial abre aquel vasto círculo, en el cual también el dolor y la muerte reciben un sentido insospechado; más aún: se convierten en la revelación más profunda del amor divino.
- «… und Lehrer», en Orientierungen am Neuen Testament, Exegetische Aufsaetze III, Düsseldorf, 1978, pp. 116-156.↩
- H. Merklein, Das kirchliche Amt nach dem Epheserbrief. Studien zum Alten und Neuen Testament, 23 (Munich, 1973), p. 379.↩
- Cfr. sobre esto en especial Teilhard de Chardin, Das ewig Weibliche. (Con un comentario de H. de Lubac, Johannes, Einsiedeln, 2a ed., 1970).↩
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