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Institutos seculares: una paradoja
Hans Urs von Balthasar
Original title
Weltgemeinschaften – ein Paradox
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Language:
Spanish
Original language:
GermanPublisher:
Saint John PublicationsTranslator:
Community of Saint JohnYear:
2022Type:
Contribution
El movimiento que llevó al reconocimiento eclesial de las nuevas «comunidades de vida consagrada en el mundo» (los institutos seculares, instituta saecularia) en 1947 con la constitución apostólica Provida Mater vino desde abajo. Tras intentos tempranos –exitosos (Ursulinas) o fallidos (María Ward)– de llevar una vida de seguimiento radical de Cristo en el mundo más allá de los límites canónicos, fueron significativamente los acosos de la Revolución francesa, con su supresión de los conventos, los que dieron lugar a la unión entre la vida en medio del mundo y los consejos evangélicos. A principios de nuestro siglo se multiplicaron espontáneamente estos intentos, si bien la unión paradójica de lo que hasta entonces había parecido incompatible siguió despertando desconfianza y rechazo hasta la llegada del mencionado reconocimiento formal.
Este reconocimiento puede, a lo sumo, dar por buena la paradoja, pero no puede resolverla. Una vida como la que llevan los institutos seculares encontrará reparos, a menudo también desprecios, en la Iglesia –tanto en ambientes conservadores como en liberales–, y fuera de ella, casi siempre encontrará una total incomprensión. ¿Cómo puede una persona que de manera seria y responsable quiera administrar las cosas de este mundo –profesionales, financieras, políticas, etc.–, vivir al mismo tiempo «en obediencia»? ¿Cómo puede alguien que comparta seriamente todas las fatigas y pesos de la existencia con el prójimo querer permanecer célibe por Cristo, rehusando así la experiencia de uno de los ámbitos más importantes de la existencia humana? ¿No es la unión de la existencia en medio del mundo y, al mismo tiempo, de los consejos evangélicos, la cuadratura del círculo, un completo contrasentido, por el que se pierde el testimonio claro y eficaz de las dos formas de vida cristiana (vida consagrada-sacerdocio y matrimonio) a causa de la amalgama imposible que aquí se busca? La objeción tiene peso.
Podemos, sin embargo, considerar las cosas desde otro punto de vista. ¿No está llamado cada cristiano a estar «en el mundo, pero sin ser del mundo», a «usar de las cosas de este mundo como si no las utilizara»? ¿No valen acaso también para esta paradoja general cristiana las palabras: «Quien pueda entender que entienda»? ¿No es una solución demasiado simple el que algunos (los laicos «ordinarios») se especialicen en el «uso» de las cosas, mientras que los otros –religiosos, congregaciones, sacerdotes célibes– representan en su estado de vida la segunda parte de la proposición, «como si no las usasen»? La paradoja dada desde el bautismo a todo camino cristiano ha de ser vivida por todos de manera clara y nítida. Los institutos seculares se sitúan hoy conscientemente en el punto exacto en el que ambas exigencias se encuentran, en el que la costura ha de ser zurcida –de una vez por todas y cada día de nuevo–, sin importar que con ello se hagan pasar por impopulares en la Iglesia y en el mundo.
Una palabra más sobre esto: los institutos seculares han reconocido como su misión la necesidad de vivir de ese modo la paradoja cristiana, con toda calma y determinación, mucho antes de que hubiera surgido la nerviosa tendencia postconciliar de salir de las órdenes contemplativas y activas, y de las formas tradicionales del sacerdocio, para ir hacia el «mundo». Los institutos seculares no tienen necesidad de ir hacia el mundo, pues ya están en él. Con su carácter secular no traicionan en modo alguno la elección especial de los consejos evangélicos, pues en ella reside desde siempre la razón total de su existencia, la cual supone «el seguimiento de Jesucristo en medio de este mundo», seguimiento entendido en sentido radical, así como los apóstoles fueron llamados a dejarlo todo, y a poner toda su existencia en la persona y la doctrina de Jesús. Toda la paradoja cristiana recibe en los institutos seculares su mayor visibilidad y su más destacada expresión.
Visto desde fuera, el ideal de los institutos seculares sigue siendo abstracto (es decir, imposible de vivir de modo concreto, una concesión). La crítica frente a ellos resulta fácil a todos los niveles. Y su respuesta a dicha crítica es vacilante y laboriosa; y cuando pretende ser elocuente, resulta poco creíble. Seamos sinceros: la existencia de los institutos seculares es y sigue siendo difícil. Es, ante todo, una exigencia siempre de nuevo inexorable: «¡Tiene que ser posible!»; no es, en modo alguno, una propiedad apacible y ya conquistada. Se trata siempre de encontrar un equilibrio entre las dos exigencias que existen simultáneamente: responsabilidad autónoma y disponibilidad abierta a que se siga disponiendo de uno mismo. Administración de los bienes, sin apegarse interiormente a ellos; auténtico amor al prójimo hasta la entrega de la propia vida, sin entrar en la relación de exclusividad que funda el matrimonio. Pero, ¿no nos ha dado acaso Jesús ejemplo de todo esto? ¿No es la existencia de Pablo una gramática completa en la que puede aprenderse esta lengua? ¿No nos dice ya una reflexión cristiana elemental que cuando un hombre se consagra enteramente al amor absoluto, personal y universal de Dios, se ve con ello profundamente implicado en el compromiso de Dios por el mundo, que va hasta la muerte de cruz? Pero quien crea encontrar en los institutos seculares un camino más fácil (que el del Carmelo, por ejemplo), uno quizá «más moderno», o quien crea que aquí puede «matar dos pájaros de un tiro», se equivoca de raíz y no debería ni siquiera intentarlo. Para el constante empeño interior que aquí se requiere si es que la sal de la tierra no ha de volverse sosa, se necesita al menos tanta generosidad, tanta renuncia –que no calcula y no lleva cuentas–, tanta disponibilidad y prontitud interior como para vivir en cualquier orden activa o contemplativa.
Los institutos seculares son una forma de vida aprobada y deseada en la Iglesia, lo cual quiere decir que ellos no son una unión establecida a discreción de los miembros (pia unio), sino que se integran en un marco ya existente dentro de la Iglesia, por laxo y discreto que este sea. Teológicamente, esto significa que la entrega de un individuo a Dios y a su obra en el mundo se realiza en una estructura comunitaria que ha sido aprobada por la Iglesia y que está capacitada para recibir este compromiso y darle el carácter de consagración definitiva de toda la existencia. Solo entonces se sustrae la entrega al ámbito de mi arbitrariedad. La idea hoy tan común de que –honestamente– uno no podría comprometerse para toda la vida, que siempre habría que dejar una puerta abierta para la retirada (en el matrimonio, en el sacerdocio y en la vida religiosa), contradice en lo más profundo el carácter definitivo del actuar de Dios por nosotros y de nuestra respuesta a Él. Los institutos seculares pueden establecer con razón un largo período de prueba antes de admitir a alguien en un vínculo definitivo: así lo exige el carácter expuesto de su forma de vida. Pero, desde el principio y a lo largo de todo el proceso, lo que se pretende es el don total de la propia vida.
Los institutos seculares son jóvenes. En muchos casos se encuentran todavía en fase experimental, descubriendo a su vez que algunas cosas en ellos requieren revisión o una mayor protección. Para todos, siguen siendo difíciles los problemas respecto a una sólida formación religiosa –que ha de tener lugar junto a la formación profesional–y la vida comunitaria –que ha de evitar que se atrofie la conciencia de comunidad y que se resienta el estímulo y aliento indispensable que la comunidad ha de infundir, incluso aunque algunos miembros vivan solos o en pequeños grupos–. Estando al filo de la navaja entre el Reino de Dios y el reino de este mundo, el vértigo puede asaltar no solo a personas a título individual, sino a institutos enteros, que corren el riesgo de precipitarse en el abismo, bien sea el de un espiritualismo unilateral o el de una mundanidad exagerada. Estos institutos solo mantienen viva su existencia en un diario «velad y orad», en un discernimiento constante de espíritus. Quien busque un lugar seguro, debe dirigirse a otro lugar.
Pero quizá esta amenaza interna constante sea hoy la mejor advertencia. Como ya se ha dicho, algunos se apresuran a situarse en el lugar que corresponde a los institutos seculares sin haber sido llamados a ello: de modo general, se desaconseja que órdenes y congregaciones existentes se transformen en institutos seculares. «Que cada cual permanezca en su vocación» (1 Cor 7,24). Por otro lado, no sabemos hasta cuándo habrá entre nosotros órdenes y congregaciones, o si estas no serán restringidas, como en muchos países del Este, a campos de acción reducidos e «inofensivos». ¿Qué hacer entonces? En estos países los institutos seculares clandestinos son los únicos en continuar trabajando en el ámbito del mundo como grupos eclesiales eficaces. Quizá la hora decisiva en la Iglesia esté apenas por llegar para esta nueva forma de vida, y hasta entonces ella debería aprovechar bien el tiempo para prepararse, poniendo a prueba sus posibilidades de diversas maneras.
La gran preponderancia de las comunidades femeninas sobre las masculinas no es algo normal. Habría que encontrar vías para que este camino resulte accesible y atrayente a los varones que ejerzan una profesión en el mundo. Existen también institutos seculares aprobados de sacerdotes que prestan un servicio importante en la Iglesia de hoy. El que lleven precisamente el nombre de «institutos seculares» ha sido criticado desde un punto de vista teológico; pero esto puede justificarse por el hecho de que estos sacerdotes, tomando muy en serio su seguimiento de Cristo, aspiran a una cercanía lo más próxima posible a los hombres, y a través de ellos, a las cosas de este mundo que han de ordenarse hacia Cristo. Lo que sí es cierto es que todas las comunidades de laicos necesitan a sacerdotes que comprendan su ideal particular. Tiene sentido entonces que algunas de ellas incluyan una rama masculina, una femenina y una sacerdotal, que trabajan juntas de acuerdo a las circunstancias.
La paradoja permanece: enteramente para Dios y enteramente para el mundo, en una comunidad eclesial. Esto solo puede ser vivido porque en Cristo todo Dios se ha comprometido por el mundo entero, y porque el lugar en el que Él continúa haciéndolo siempre de nuevo es la Iglesia de Cristo, «sacramento del mundo».
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