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Fe y espera inminente del reino de Dios
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Glaube und Naherwartung
Erhalten
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsJahr:
2022Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Revista Católica Internacional Communio 22/4 (Madrid, 2000), 430–439
Señalemos de entrada como presupuesto que la teología del evangelio de Juan es una interpretación correcta de la teología de los sinópticos. En último término, Juan fue testigo presencial de los hechos y su respeto por el Señor y por la Iglesia nunca le hubiera permitido añadir nada sin fundamento a la doctrina del Señor. De ahí que sus palabras puedan considerarse como lenguaje válido o cifra del acontecimiento que narran.
El Reino de Dios está cerca, es inminente (ἐγγύς), está ya a las puertas (ἐν θύραις), anuncia el Jesús de los sinópticos. Aunque con esto Jesús remite hacia el futuro como advenimiento de Dios, sin embargo, él se diferencia de los antiguos profetas por el hecho de que vincula ese advenimiento con su propia persona y su propia existencia. Ningún profeta hubiera vinculado jamás el tiempo de la palabra de Dios sobre el Reino que ha de venir con el tiempo de su propia existencia mortal. Después de cualquier profeta hubieran podido venir otros; después de Jesús sólo viene Dios.
Esto significa concretamente que se produce una identificación entre una existencia terrena, humana, temporal, mortal y la promesa divina del Reino venidero. Las expresiones «yo, este hombre» y «Dios viene» son idénticas, y no solo en la explícita identificación de Juan: «La Palabra se ha hecho carne» –, esto es, la palabra divina de la salvación prometida se ha identificado en el presente temporal con un hombre–, sino también en los sinópticos; en Jesús se produce algo decisivo que va más allá del presente de un hombre lleno de espíritu profético y dotado de la palabra y el poder de Dios que anuncia la salvación divina; la existencia de este hombre es el venir, el devenir del Reino de Dios.
Ahora bien, un hombre es siempre un ser en devenir, está siempre en camino hacia el futuro, pero también en continua carrera hacia la muerte. Por ello, supuesta aquella identificación, hay que decir: mientras Jesús camina hacia su futuro humano, hacia su muerte, viene el Reino de Dios. No es simplemente que él, anticipándolo, en cierto modo lo produzca, lo extraiga de sí mismo –en este sentido la fórmula de Orígenes, según la cual Cristo sería la αὐτοβασιλεία, es demasiado limitada–, sino que hay que quedarse más bien con la fórmula ilimitada: mientras él se va, viene el Reino de Dios.
Vamos a intentar comprender lo que esto significa 1. para la conciencia de Cristo y 2. para su comportamiento.
1. Jesús es un verdadero hombre y la nobleza inalienable del hombre consiste en que él puede o incluso debe, con plena libertad, proyectar su existencia con vistas a un futuro desconocido, y en que, si se trata de un creyente, ese futuro al que se arroja y se proyecta es Dios en su libertad e inmensidad. Privar a Jesús de esta posibilidad y hacer de él un ser que camina hacia una meta ya conocida de antemano y aún no alcanzada desde el punto de vista cronológico significaría sencillamente despojarlo de su dignidad de hombre. Las palabras de Marcos deben ser verdaderas: «De aquel día y hora nadie sabe nada, … ni el Hijo» (13,32).
Si Jesús es un verdadero hombre, debe también cumplir su obra en el interior de la finitud de una vida humana, aunque el valor de su obra y sus efectos futuros superen ampliamente esa finitud que se le ha impuesto.
Un hombre no puede decir: Antes de mi muerte cumplo esta parte de mi misión, y, como sé que voy a resucitar, siempre podré continuar después con la parte que me queda. Hablar en esos términos sería quizá propio de un espíritu celeste que hubiera bajado a la tierra para divertirse un poco, pero no de un hombre que lleva sobre sí el peso y el honor de la finitud temporal.
Por tanto, si el Verbo eterno de Dios, que puede decir de sí mismo: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31), se ha hecho verdaderamente hombre, entonces, para la conciencia de este hombre –por paradójico que parezca–, su camino hacia la muerte debe coincidir con el camino hacia el fin de cielo y tierra. O, dicho de un modo mejor, entonces el libre proyecto de este hombre que culmina con su muerte en Dios debe coincidir con el permanecer victorioso de la palabra de Dios por encima del pasar de cielo y tierra.
Jesús no es solo un hombre, es un hombre judío, que vive en el horizonte de la profecía y que evidentemente está también penetrado por el espíritu profético. No solo vive de cara al futuro inaugurado por la palabra de Dios, sino que ve dentro de ese futuro con mirada profética.
Pero esta visión o sabiduría profética que Jesús también posee debe entenderse primero como algo distinto de lo que sería un «sexto sentido», una posibilidad absolutamente natural de captar de antemano de modo puramente material, cuasi fotográfico, acontecimientos o fatalidades. Algo así ha de excluirse aquí porque el contenido y la medida de la profecía bíblica están siempre ligados a las decisiones libres del hombre presente de cara a la salvación o a la condenación. Por eso, desde el punto de vista del profeta, la profecía está siempre estrechamente vinculada con la misión salvífica que Dios le ha confiado. En ese sentido, Jesús poseía seguramente un conocimiento profético a propósito de la destrucción de la Ciudad Santa y de toda su economía, un conocimiento directamente vinculado con su misión salvífica y con el rechazo de esta última por parte de Israel.
El conocimiento profético debe entenderse también como algo distinto del conocimiento apocalíptico, el cual, cuando es auténtico (y no mera imitación literaria), como en Daniel y en Juan, presupone necesariamente el éxtasis. Ἐγενόμην έν Πνεύματι, dice Juan (Ap 1,10). Solo en el rapto extático, que –en una excepcional obediencia del profeta a Dios– arranca al vidente de su contexto vital subjetivamente libre para trasladarlo por un instante, como abriendo un paréntesis, a un lugar ilocalizable tanto en la tierra como en el cielo donde es posible la visión puramente objetiva, se puede entrever el drama histórico-salvífico entre cielo y tierra en imágenes-cifras que, como en una sección transversal, ponen al desnudo aspectos cualitativos siempre nuevos de ese drama, sin ningún interés por su cronología en el sentido terreno y de la historia del mundo.
Semejante visión apocalíptica es, desde el punto de vista teológico, una función auxiliar para la perspectiva y la existencia profética; pero nunca aparece en la vida y en las palabras de Jesús y no hay por qué presuponerla. Los llamados indebidamente pequeños Apocalipsis de los sinópticos (Mc 13 par.) son en realidad visión y discurso profético que no mira verticalmente, desde arriba, al acontecer, sino en prolepsis horizontal hacia la dimensión del futuro del hombre en Dios y del futuro de Dios en el hombre. Pero mientras que el profeta veterotestamentario puede ver perfectamente el acontecimiento de la salvación también más allá del tiempo de su vida y anunciarlo, el profeta que es la encarnación de la promesa de Dios en persona no puede hacer tal cosa porque, aunque el tiempo cronológico pueda continuar después de su muerte humana, él camina anticipadamente hacia el Reino, alcanzando y superando todo posible futuro terreno. Por eso no se trata de textos contradictorios, sino de un discurso teológicamente correcto, cuando él ve coincidir su fin con el fin del mundo, y, por tanto, también cuando hace coincidir la espera de su muerte, sin duda inminente, con la llamada espera inminente (Nahewartung) del fin del mundo. (Y esta visión no tiene por qué verse turbada porque el tiempo cronológico siga su curso, pues la dignidad y cualidad óntica de ese tiempo cronológico es absolutamente secundaria en comparación con el tiempo de Cristo). Porque, en su caminar hacia la «hora» del Padre, que nadie sabe cuándo llegará, conforme a su misión, debe realizar el recorrido completo de la humanidad creada y pecadora hacia el Dios que viene. Los textos que crean dificultades porque aluden a fechas próximas (Mc 9,1: «Entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios»; Mc 13,30: «No pasará esta generación hasta que todo esto suceda») hablan en el ámbito de esa identificación antes mencionada y que constituye el fundamento de la teología de la Encarnación. Ὀ λόγος παχύνεται, ὀ λόγος βραχύνεται: la Palabra de Dios (mediante la Encarnación) se «condensa», se «abrevia» dentro de la finitud – palabras de Gregorio Nacianceno y Evagrio comentadas por Máximo el Confesor. Porque con la muerte de Jesús se ha alcanzado el juicio universal y, con su resurrección, el horizonte de la resurrección del mundo.
Por tanto, la espera inminente de la venida del Reino de los discípulos de Jesús y de la Iglesia primitiva fue un malentendido cronológico de la espera onto-teológica de Jesús, un deslizamiento parcial –desde la inaudita densidad e infalible veracidad de sus palabras– hacia una dimensión temporal terreno-neutral determinada no solo por la fe, la esperanza y el amor, sino también en parte por el miedo al Juicio y en parte por una cierta curiosidad escatológica.
Esto lleva directamente al segundo punto: el comportamiento de Jesús con vistas a su futuro, es decir, en relación con la venida inminente del Reino.
2. El comportamiento de Jesús está marcado por las palabras obediencia y cumplimiento. Cumplimiento (preferentemente en los sinópticos) en cuanto realización de toda promesa; obediencia (término especialmente paulino y joánico) en cuanto fundamento ontológico de por qué la acción de Jesús es cumplimiento. En cuanto cumplimiento de lo que desde siempre se había exigido en Israel como actitud, su actuación puede y debe entenderse como la fe arquetípica: como la actitud perfecta con respecto a Dios por parte del aliado terreno, como la confianza del siervo de Dios en la alianza, como la existencia vivida paso a paso según los mandamientos, como el caminar bajo la guía exclusiva de Dios y, por tanto, como la perfecta autoinmolación a Dios, según se indica en la carta a los Hebreos, que se refiere a Jesús como «el que inicia y consuma la fe» (12,2). En todo esto hay que estar absolutamente de acuerdo con Ebeling y más todavía con Ernst Fuchs.
En esta fe perfecta que camina en el tiempo, que en sí misma es absoluta esperanza en Dios, viene una y otra vez, paso a paso, el Reino de Dios. Tanto desde delante como desde arriba. Pero como el hombre y siervo de Dios Jesús, a la vez que corre hacia su muerte como límite, en esta su carrera y muerte lleva consigo, como palabra de Dios que es, toda la verdad y realidad del mundo y de su pecado, tiene que terminar muriendo en las tinieblas más absolutas, y precisamente esta caída en el Juicio y en la lejanía de Dios, en el seol o en el infierno, donde se acumulan todas las caídas del Antiguo Testamento, más aún, de toda la humanidad, es el comienzo de Dios, la resurrección del hombre: aquí se santifica su nombre, aquí viene el Reino, porque aquí se hace su voluntad tan exactamente en la tierra como en el cielo, aquí el Padre confía el Juicio al Hijo redentor.
Pero esa obediencia plena será interpretada finalmente por Juan más allá de fe y esperanza como amor, y esto no solamente como revelación de la bondad paterna de Dios mediante el amor divino y humano del hombre Jesús (como lo entienden la Ilustración y Harnack), sino como la revelación del amor trinitario entre el Padre y el Hijo. Ese es el sentido profundo y el presupuesto de la tensión del Jesús de los sinópticos hacia el Reino de Dios que está siempre como a punto de llegar. Si este Jesús espera el Reino de Dios como algo inminente, porque después de él ya no viene nadie más que Dios, porque, en consecuencia, antes de él no hay nadie más que Dios, porque, por tanto, busca primero el Reino de Dios, entonces todo lo demás, los hombres, el cosmos, la misión terrena de Jesús, no tiene ubicación en ningún otro lugar que no sea el camino del Hijo obediente hacia el Padre que viene continuamente. No detrás (de modo que primero se obedezca a Dios para después dedicarse al mundo), no junto a (de manera que haya que hacer una síntesis entre dedicarse a Dios y dedicarse al mundo), sino solo y exclusivamente dentro de ese camino.
El Hijo, en su camino hacia el Padre, en virtud de su obediencia, lleva consigo el mundo hacia Dios, le lleva a su fin y más allá de su fin. Cuando hace ante todo la voluntad del Padre (Juan), Jesús está cumpliendo también así lo que manda la Torá y anuncian los Profetas (Mateo, todos los evangelistas) y con ello toda ley divina sobre la tierra.
De ahí que el legado de Jesús a la posteridad no pueda ser propiamente una obra iniciada que después deba ser continuada, desarrollada, consumada por otros, por la Iglesia: en este sentido no puede existir ningún futuro de Jesús (como Moltmann quiere hacer creer forzando los textos); su legado sólo puede ser la propia totalidad personal en Cristo, que en sí misma garantiza el espacio para caminar, llevar a cumplimiento, creer y obedecer con Cristo.
El anhelo humano-terrenal saca su fuerza del hecho de haber alcanzado ya a Jesús y haber sido ya alcanzado por Jesús el hombre que anhela (Flp 3,12), y, cristianamente hablando, semejante anhelo es la primacía de la esperanza y de la obediencia sobre cualquier preocupación intramundana y cualquier planificación y construcción cultural o técnica.
Cualquiera que pueda ser nuestra manera de planificar el futuro intramundano –misión específica dentro de la creación, titanismo hostil a Dios o, a menudo, ambas cosas la vez–, eso, cristianamente hablando, no puede pretender otro espacio que no sea el camino de Jesús hacia el Padre, en una obediencia tan estricta, en una espera tan inminente del Reino, que entre Jesús y el Padre, cuya voluntad él cumple, no puede caer a tierra ni siquiera un alfiler. Toda la historia de la salvación, desde el principio al fin del mundo, acontece en ese camino estrechísimo, a través de ese ojo de aguja: acontece dentro de la intersubjetividad divina tal y como ha sido abierta en Jesucristo para dejarnos entrar en ella. Dios no se realiza primariamente en nuestra intersubjetividad humana (como piensa Feuerbach); al contrario, somos nosotros los que no nos realizamos en ningún otro lugar, sino en el diálogo intratrinitario, en el lugar del intercambio recíproco, del Espíritu Santo. De ahí que sin la Trinidad no se entienda nada de lo que dice Jesús, del horizonte histórico y temporal de su existencia humana.
Pero hay que decir algo más sobre el hecho de que Jesús nos lleve consigo en su camino. Es indudable que en la Biblia a ese ser llevados por Jesús y caminar con él se le da el nombre de fe. Pero esa fe no es primariamente fe en un hecho histórico ya consumado (creer-que, Dass-Glaube, como dice Buber, esto es, creer-que Jesús ha muerto y resucitado por mí), donde sería irrelevante que ese creer-que se entienda en sentido protestante como reconocimiento ulterior de que todo mérito corresponde a Jesús o, en sentido católico, como una especie de virtud que implica en sí un cierto mérito.
No, primariamente no es así, sino que Jesús es primero el hombre, el hombre judío que cree en Dios y que reúne en torno a él a otros judíos con los que quiere formar una comunidad de fe y obediencia al Padre. En un primer momento, no se propone nada nuevo «que haya de creerse»; se invita simplemente a creer y a seguir a Dios según la tradición de Israel, y solo en el intento de corresponder a esa invitación se ve claro que Jesús puede hacerlo y que el hombre no puede. Que el hombre tiene que agarrarse a la mano de Jesús para poder creer. Que Jesús es el hermano mayor, el que posee la fe, el que puede mostrar a los demás cómo se hace, más aún: el que puede hacer que la fe sea posible. Pero el que pretende también que no haya ninguna distancia entre la exigencia teórica (de la ley) y la aplicación práctica, entre fe y existencia, entre obediencia y libertad personal. Él muestra en el mismo acto de fe una angostura escatológica, un camino que tiene la estrechura de lo escatológico. Y como eso no lo exige ni lo muestra en teoría, sino en la práctica, como Palabra-Hombre, como Palabra hecha carne que es, se convierte en mediación indispensable para aquellos que se atreven a intentar la aventura de la fe. Mediación del acto, no primariamente mediación corno objeto. Pablo, que no estuvo presente en el período de instrucción común, tiene tendencia a saltarse ese paso y a entender enseguida –desde su visión del Cristo completo en Damasco– la fe en él como objeto a creer. Después ve cómo en ese Cristo completo y trinitario está reservado el espacio para mi fe en él, que él ha realizado de antemano ese acto por mí: πίστις Ἰησοῦ. Pero todo depende siempre de que el hombre Jesús y el judío Jesús nos lleve ya fraternalmente consigo en su camino de obediencia, en su camino de la espera inminente del Reino de Dios. Heb 2,12-13: «Por esto no se avergüenza de llamarles hermanos, cuando dice... Aquí estamos nosotros, yo y los hijos que Dios me dio».
Esos hijos recorren en su compañía una parte del camino en la medida que pueden seguirlo como hombres y pecadores. Pero ¿cómo podrán seguirlo hasta el final cumpliendo la voluntad de Dios, hasta el momento en que el fin de la vida coincide con la venida del Reino? Aquí la invitación de Jesús a caminar con él se transforma: el llevar consigo se convierte en llevar sobre sí, como cuando un padre coge del brazo a su hijo para saltar sobre un precipicio demasiado ancho para que lo pueda saltar un niño. Y esto en dos tiempos: como Eucaristía, antes de la cruz, y como sustitución vicaria en la cruz.
Eucaristía significa la incorporación física de los discípulos, de la Iglesia anterior a la pasión, para que ellos nolens volens (en el misterio de la única carne) estén presentes y le acompañen hasta el final. Nolens en sí, volens en él, en María, en Juan. La comunión de los espíritus en la materia permite en la materia eucarística una verdadera comunión de los actos de fe imperfectos con el acto de fe inquebrantable del Hijo.
Esta comunión física es la que garantiza la presencia/compañía eclesial cuando el Hijo en la cruz, en su infinito dolor, quita los pecados del mundo: en el impenetrable misterio de que el nuevo Adán cargue solo con todo, también con la Iglesia, también con María, la prerredimida por la cruz, y de que, sin embargo, tome consigo a la mujer eucarístico-corporalmente bajo la cruz para que como Mater dolorosa se convierta, ahora sí, en corredentora. Eso es posible en primer lugar merced a la asociación radical y originaria de Cristo hombre e Hijo del hombre con todo lo que puede llamarse criatura humana; es posible además y más aún porque el Ebed de Yahvé desde el comienzo es tanto un individuo como un pueblo; pero es posible sobre todo porque Jesús no termina abandonando en un lugar cualquiera a los que ha invitado y se ha llevado consigo como humana compañía en este camino de fe, sino que, por el contrario, incluso cuando huyen, lo niegan, lo traicionan, Él los transporta, más allá de su voluntad subjetiva, en virtud de la lógica objetiva intrínseca de la fe que ellos fundamentalmente han aceptado y que quiere todo aquello que Dios quiere, hasta el final del pecado, más allá del abismo del infierno, allí donde por obra de la gracia pueden y deben morir, junto con él, en su muerte. Aunque ciertamente solo el Hijo de la luz absoluta puede dar los últimos pasos en las tinieblas, más por nosotros que con nosotros.
Él muere nuestra muerte de pecadores y debe descender a los infiernos por nosotros, y ese descenso es la suprema obediencia, la única obediencia realmente ciega hasta la muerte. Porque, en último término, en esa obediencia debe buscar el Reino del Padre, allí donde no se encuentra en absoluto: en el infierno que consiste en todo aquello que Dios ha separado de los pecadores para quitarlo de su vista y condenarlo definitivamente a estar lejos de él. El Padre lleva al Hijo a esta contradicción. Pero, en la medida en que es la voluntad del Padre la que le ha llevado ahí, ese último obstáculo, la contradicción, el propio infierno, queda también vencido, y de ahí que se produzca la resurrección, es decir, la demostración de que también eso estaba ya contenido en la identidad trinitaria del Espíritu divino.
De todo esto quisiera sacar aún tres consecuencias.
1. Onto-teológicamente hablando, la historia cristiana, incluso la historia universal en general, no puede tener después de Cristo ningún lugar que no esté dentro del camino del Hijo hecho hombre hacia el Reino del Padre que viene. Está dentro de ese camino, no detrás. Como despliegue de las fuerzas que dominan en el hombre o que lo configuran en la naturaleza (evolución), ese camino está totalmente en la decisión de la fe, y el día omega como día del Señor sacará a la luz si se ha construido sobre oro y plata o sobre madera y paja. Pero en la medida en que todas las decisiones cronológicamente aún futuras forman parte ya del caminar-con-nosotros de Cristo, se puede decir, con Orígenes, que Cristo espera, que el cielo entero espera y permanece incompleto hasta que yo, el último de los pecadores, me haya convertido, hasta que todos los miembros de Cristo hayan resucitado. En relación con esto (pero ciertamente en un sentido impropio) se puede hablar de futuro de Cristo: de un camino de Cristo hacia su propio cumplimiento en el sentido de la historia del mundo. Pero lo central es afirmar que nosotros, cuando transitamos por su camino, vamos hacia él como nuestro éschaton: este es el único discurso teológicamente sensato a propósito del retorno de Cristo, que entonces coincide precisamente con el advenimiento definitivo del Reino del Padre, con «el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino» (1 Cor 15,24). En la fe, en el sacramento, en la vida de obediencia y cruz, en nuestra carrera hacia la muerte seguirnos caminando, sin poder nunca alcanzarlo, hacia el horizonte del acontecimiento de Cristo, al que debemos nuestro camino, nuestra libertad, nuestro ser hombres. Porque nuestros proyectos más libres sobre nosotros mismos se realizan entonces dentro del espacio más abierto de la libertad absoluta, divina, trinitaria, cuya apertura está garantizada para nosotros merced a la obediencia de Cristo: aquí se nos concede y se nos hace posible algo bastante más atrevido y más utópico que lo que nuestra pobre fantasía podría imaginar jamás como superación de nosotros mismos. El proyecto personal de Cristo no constituye una barrera al respecto, un horizonte cerrado por encima de nosotros (como en cierto sentido lo percibía Nietzsche), sino un aguijón que nos estimula a no contentarnos con ninguna conclusión, a realizar en forma humana, gracias a Él, la forma divina abierta en la gracia y, sin embargo, incomprensible e inabarcable. Pero esa forma es Él, y en él estamos liberados para semejante libertad. Por eso, cuando se descubre lo que Él es, también se descubre lo que somos nosotros, lo que es la historia, lo que es el mundo. Porque ¿quién puede decir hoy qué es la Eucaristía, qué es la cruz, qué es la resurrección? Este es el insuperable éschaton abierto hasta el infinito, porque es la revelación del Deus semper maior, el id quo maius cogitari non potest.
2. La liberación operada por Cristo en el tiempo de nuestra vida y en nuestros proyectos libres acontece en el Espíritu Santo que se nos ha prometido y nos ha sido dado. Por eso, cuando Juan hace coincidir expresamente la promesa del Espíritu por parte del Señor con su «irse» y «volver» al Padre –hasta el punto de que la efusión del Espíritu será el signo que permitirá reconocer que el Hijo ha llegado ya al Padre y el círculo trinitario se ha vuelto a cerrar también económicamente (Jn 14,16.20.26)–, no es que supere el horizonte sinóptico de la espera inminente del Reino en un tiempo histórico-mundano que se inicia entonces, sino que muestra en el camino de la obediencia estricta la amplitud infinita de la libertad y de la comprensión; muestra también la fuerza mediadora que resume y concentra el decurso del tiempo del mundo en el tiempo cristológico. De ahí que también para él lo escatológico-anticristiano pueda ser un presente inminente.
Pero desde el momento en que Juan ha reconocido la identidad entre la condensación escatológica y la liberación en el Espíritu Santo, supera la paradoja de los sinópticos y de la primitiva comunidad cristiana, según la cual la Iglesia tiene y no tiene tiempo ante sí. El desconcierto existencial producido por esa situación se sosiega en él gracias a un conocimiento más profundo del tiempo de Cristo, un tiempo que no es ni mero tiempo terreno ni un más allá atemporal, sino, en el fondo, el único tiempo verdadero en el cual nosotros podemos vivir al amparo de la amplia libertad del Señor.
3. Caminar hacia el éschaton en la espera inminente del mismo («buscad primero el Reino de Dios») es en todo caso llevar consigo al mundo. Porque el propio Cristo camina siempre como el que lleva consigo. De lo contrario, siempre habría venido ya y su paso por la vida de los hombres sería superfluo. Todo cristiano, en cualquier situación en que se encuentre, está llamado a orar todos los días con nostalgia escatológica por la venida del Reino y a caminar hacia él en obediencia (en la tierra como en el cielo), a dejarlo venir. En la Iglesia no hay pocas o muchas «existencias escatológicas». Solo hay diversos modos de seguir a Cristo: en la más estrecha adhesión a Él, tratando, por así decirlo, de ir a su paso, corresponsabilizándose con Él en la tarea de llevar consigo al mundo y a los hermanos mediante la oración, la renuncia y la abnegación, o bien permaneciendo en la acción terrena, a través de la dura materia, en solidaridad con todos los que se esfuerzan y se arriesgan, tratando de cumplir siempre la voluntad de Dios. Vida religiosa – vida seglar. Hoy la Iglesia tiende puentes entre los estados de vida del cristiano, permitiendo su síntesis en los institutos seculares: con la mayor cercanía al Señor en la vida de los consejos evangélicos; con la mayor cercanía a los hermanos en la solidaridad de los esfuerzos y las empresas terrenas. Quizá sea este el proyecto cristiano más prometedor de nuestra época: este es nuestro compromiso.
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