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Communio: Un Programa
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Communio – Ein Programm
Erhalten
Themen
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Pedro ReboléJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Revista Católica Internacional Communio 1 (Madrid, 1979), 12–27 [tr. ligeramente modificada]
¿Desde qué atalaya pretende nuestra nueva revista otear el inmenso y alborotado panorama de las confrontaciones actuales entre las diferentes comprensiones e interpretaciones del mundo y emitir sus intermitentes señales sugerentes? La comunidad que se define y cualifica desde Jesús, el Cristo, se ha visto urgida a lo largo de su dilatada historia a reconsiderar continua y renovadamente su situación precisa entre Dios y el mundo; pero es esencial a esa comunidad el que cada contraseña o palabra clave por la que ella se comprende y reconoce como tal, sea siempre inagotablemente dinámica. Esta dinámica se vio sometida durante los primeros siglos a tal tensión desgarradora, que llegaba incluso a la contradicción: los cristianos se comprendían a sí mismos como el pequeño grupo que frente al mundo hostil y oscuro que les circundaba constituían una comunidad de amor (koinonía, communio) fundada y mantenida por el amor de Dios manifestado y donado en Cristo. Sin embargo, esta comunidad se entendía a sí misma desde los comienzos (ya con Ignacio, Carta a Esmirna 8,2) como «católica», es decir, universal y de este modo normativa para el mundo. ¡Qué tremenda tensión! La comunidad pudo soportarla solamente por estar imbuida de una «ingenua» conciencia de la fe: el soplo poderoso del Espíritu Santo impulsa hacia delante a nuestra barquichuela (se ve en los Hechos de los Apóstoles); a pesar de todo obstáculo y de empecinadas oposiciones, el Mensaje se expande milagrosamente, soportando incluso la persecución; finalmente acaba convirtiéndose el mismo César. Con este trascendental acontecimiento se perfila en el horizonte una convergencia fundamental entre comunidad de Cristo y mundo, si bien la penetración del mundo por la levadura cristiana es, en todo momento, tarea inacabada y problemática.
Durante el Medievo la tensión se relaja, ya que el conjunto Imperio-Iglesia se ensambla y ambos juntos forman «la Cristiandad». Espíritu y estructura se conforman mutuamente y quedan fundamentalmente acoplados. La tensión inevitable entre ambos constituye motivo suficiente para que constantemente surjan impulsos nuevos de reforma y ello hasta el punto y de tal modo que, precisamente por ese motivo, la problemática más profunda entre imperio cristiano y mundo pagano que se conmueve fuera de sus fronteras amenaza con desaparecer de la conciencia. Aquí están las raíces de bien conocidos errores en el paso a los nuevos tiempos: por un lado, el contubernio funesto entre colonialismo y misión; por otro, la acentuación antirreformista de la configuración (jerárquico-institucional) de la comunidad católica en unos tiempos en que la unidad medieval Iglesia-Imperio ya se había roto definitivamente. Las comunidades evangélicas –como la praxis misionera patentiza– tampoco quedaron mejor paradas, y ello a causa de la recuperación agudizada y unilateral del dualismo primitivo cristiano Iglesia-Mundo, interpretado estáticamente como separación de Elegidos (predestinados) y Rechazados (compárese también el dualismo entre la Ley que mata y Evangelio vivificador). Unas suturas demasiado estrechas hicieron reventar las vestiduras. La conciencia de ser «católico», es decir «universal», fue entre los mejores un aguijón permanente para entrar en contacto y diálogo existencial con todo lo que externamente estaba «separado», en un noble intento de superar la contradicción entre «catolicidad» y denominación más particularista («romano», en resumen «confesión»). Cuando más adelante, con la Ilustración y el idealismo, la idea de la predestinación evangélico-jansenista quedó superada, los evangélicos tuvieron la preocupación contraria: partiendo de un concepto de Reino de Dios abstracto y genérico pretendieron seguir justificando aún una comunidad bien delimitada.
Por ningún lado se ve hoy el cristianismo libre de tensiones: si no es radical y preeminentemente universal (católico), es arrojado con todas sus pretensiones y protestas –sean hechas a partir de la Biblia o del ministerio eclesiástico– al estercolero de los desperdicios religiosos. Pero precisamente para ser radicalmente universal tiene que ser algo determinado, específico, preciso y único frente al horizonte de lo que a fin de cuentas es común a cualquiera. Y no solamente «algo especial» entre otros especiales, sino lo especial, y hasta tal punto que, precisamente en virtud de su especificidad y unicidad, pueda exigir una relevancia y significado universal. Hemos alcanzado ya un estadio de reflexión que no rehúye la tensión originaria, sino que tiene que soportarla sin suavizar su dureza. Somos perfectamente conscientes de este estadio y lo distinguimos con un nombre bien preciso: communio.
Solamente una antigua palabra puede sernos aquí útil. Se encuentra en lugar central dentro del Nuevo Testamento, en toda la amplitud expansiva y al mismo tiempo en toda la fuerza unificadora y concentradora de su mensaje: el Espíritu de Dios ha constituido y dado forma a una comunidad en Cristo, quien radicalmente vivió para todos los hombres y resucitó de entre los muertos. En las confesiones de fe primitivas la expresión sanctorum communio, Comunión de los Santos, acompaña siempre –si bien sin acentuarlo expresamente y sin que fuera del todo asumido conscientemente con precisión– a la expresión «Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Ha llegado el momento de desentrañar las implicaciones de esta palabra, ya que nosotros creemos encontrar en ella toda una clave para comprender tanto el ser del mundo como el momento de la Iglesia y la interrelación de ambos. La palabra en cuestión, en su amplitud, encierra todo un programa. Nuestra revista se propone ir desarrollándolo. En estas palabras introductorias solamente vamos a perfilar sus dimensiones.
1. Principio fundamental
Communio significa comunidad y en el sentido concreto y preciso de «estar conjuntamente disponibles» para hacer una barrera (mun: de munio, rodear con un vallado, moenia: los muros de la ciudad), pero también estar juntamente disponibles para un trabajo y tarea, la cual al mismo tiempo puede ser apoyo mutuo, entrega, don mutuo (mun: de munus) Los que se encuentran en communio no entran por propia iniciativa, como si vinieran de un ámbito o recinto privado cualquiera, en esta comunidad cuyas dimensiones podrían determinar a su voluntad en cuanto iniciadores del proyecto, sino que se hallan ya dentro de esa comunidad, se encuentran interrelacionados y referidos unos a otros ya desde siempre, previamente, con antelación, a priori, y de tal modo que no se trata solamente de convivir dentro de un mismo espacio, sino de cumplir la realización de una tarea común. Así pues, en el hecho de la comunidad –previamente a cualquier tipo de libertad en la realización concreta– va implícita la exigencia de realizar juntos una tarea. El solo hecho físico de estar juntos, reunidos, es una realidad que comporta ya por sí misma una tarea que únicamente puede ser realizada espiritualmente, en libertad, «moralmente», y de este modo, del mero estar fácticamente juntos, brota una forma humana: la comunidad. De lo contrario «los otros son el infierno».
Lo fundamental-decisivo es que el hecho de estar juntos, de constituir una «co-munidad», pone en movimiento la libertad para construirla, organizarla y, en la medida de lo posible, realizarla en plenitud. Así aparece la urgencia de dar los pasos necesarios, conscientes y sopesados para afrontar la tarea común. Estos pasos fundamentales son: reunirse o congregarse (con-gredi, reunirse para un sínodo o un congreso), ponerse todos a una en movimiento (con-cieo, convocar a un concilio), entrar en contacto unos con otros (con-tingere) contactar unos con otros, dialogar unos con otros (con-loqui, mantener diálogos, ponerse en postura de presencia dialogal). En este estadio libre del estar juntos puede aparecer –más aún, lo normal es que aparezca– una contracorriente u oposición: las opiniones de los que están juntos chocan entre sí y surgen posturas antagónicas y se dividen (dis-cutere: romper en trozos, hacer estallar, disolver; de ahí la discusión). La fase de tomas de postura contrapuestas y discusiones es la «crítica» en un congreso o concilio. Aparece una palabra cargada de consecuencias: krisis, que significa separación (y con ello lucha y elección), pero también significa decisión precisa, opción, toma de postura y rechazo, y de este modo puede hacer su aparición la inspección, indagación, proceso y, finalmente, el juicio. Todos estos son actos necesarios de la búsqueda libre de la verdad. Se dan ya a nivel individual, cuando la razón «debe distinguir para unificar» (intellectus dividens et componens) y sobre todo en la comunidad, donde diversas libertades y puntos de vista dispares deben competir a la hora de tomar una decisión común.
Ahora bien, todo va a depender de cuán profundamente se coloque el primer fundamento decisivo, sobre el que todos estos procesos secundarios, conciliares y críticos se asientan. Para encontrar una respuesta se puede preguntar escuetamente: ¿Qué se presupone como necesario para que surja simplemente «comunicación» entre individuos que son todos ellos libres y capaces de razonar? ¿Basta para ello el mero hecho de estar-ahí, unos al lado de otros, dentro de la cárcel de un espacio común (para lo cual evidentemente basta la mera procedencia genética, que cuestiona de raíz una comprensión de los individuos como «átomos» independientes), o no se precisa necesariamente una «comunión» en la razón y libertad conjuntas, en un medium al que, a falta de expresión mejor, denominamos «la naturaleza humana»? Pero, ¿qué es esa naturaleza?
Es sabido que los griegos pensaban en una tal comunión cuando la naturaleza común en la que todos estamos sumergidos no era comprendida y vivida como mera idea abstracta, sino –sobre todo en la Estoa– como realidad concreta. Ahora bien, algo así presupone necesariamente que eso englobante racional y volitivo sea entendido como algo divino, como el Logos divino que inhabita todo lo corporal y según el cual el hombre debe regirse, teniéndolo por la norma absoluta y suprema que acata plenamente. Un principio de esta naturaleza puede también impregnar conjuntamente los espíritus humanos, abrirlos unos ante otros y hacer que se comuniquen en una verdad concreta y común del conocimiento y la acción. «Todo está entretejido e interrelacionado y el lazo de unión es sagrado, de manera que, por así decirlo, nada resulta extraño a nada, sino que todas las cosas se hallan dentro de un conjunto común y todas juntas constituyen un mismo y único orden universal. Así que no hay más que un mundo formado por todas las cosas y únicamente hay un solo dios a través de todo y una sola ley, el Logos universal y común a todo ser espiritual» (Marco Aurelio VII, 9). Lo común y lo específico son ambos igualmente originarios e igualmente espirituales (Séneca, Helv. 8,2: natura communis et propria virtus). No es que lo personalmente libre y racional tenga sus raíces en un algo colectivo inconsciente, ya que en tal caso los individuos no se comunicarían en lo humano que los diferencia y especifica a unos frente a otros. Tampoco radica en una «naturaleza» que les aporte meramente planes y materiales para construir luego una suerte personal diferente decidida individualmente y en la que luego cada uno queda y marcha en solitario. Lo grandioso en la idea antigua de la communio humana universal presupone que precisamente lo humano específico y diferenciador –Logos como razón «libre»– se participa concretamente en común. Esto puede ser únicamente si los individuos participan en un principio en todo momento actual, «libre», racional y divino, cuya «libertad» (como superioridad frente a cualquier coacción) coincide con la «libertad» humana (como capacidad de seguir la ley del Logos o de la naturaleza universal).
Una tal comprensión de la realidad con su carga de «indiferencia» entre Dios y el hombre resulta ahora, en el tiempo postbíblico, definitivamente irrecuperable. Una razón absoluta en la que todos los hombres se comuniquen es ahora ya pensable únicamente o bien en cristiano como Razón divina superior al mundo, la cual en perfecta libertad y graciosamente haga participar de sí misma (y en esta superioridad habría que denominarla realmente divina), o si no como meta utópica de una evolución del mundo, la cual, partiendo de la materia y en progresivo impulso ascendente, arrastrará a los individuos de la especie humana a trascenderse a sí mismos, hacia una plena y total comunión final y hacia una plena compenetración en la razón y la libertad realizada. En la perspectiva del logro de esta meta final se podría –más aún, se debería a toda costa– planificar todo, si fuera preciso eliminando incluso por la fuerza y con acciones revolucionarias todos los momentos retardatarios, los cuales radican siempre en la voluntad de privatización. El ideal, que se vislumbra tan cercano que parece ya casi alcanzable con las manos, debe ser fuertemente aferrado y hecho realidad a toda costa y con el empleo de todos los medios necesarios.
En cristiano en cambio, la communio, que es instaurada y regalada por Dios a través de Cristo, está fundamentada desde dos perspectivas. Ante todo desde Dios, quien no podría generar comunión personal ni con Él mismo ni entre los hombres, si Él, en sentido abismal inabarcable y previamente a todo, no fuera en sí mismo comunidad: un libre y amante ser-uno-en-otro, intercambio amoroso, lo que presupone una amorosa suma libertad. Donde quiera que fijemos la mirada, siempre llenos de asombro y presentimientos, en la Trinidad de Dios –la cual le hace aparecer antes de nada como concreto amor absoluto– jamás puede desentrañarse hasta el fondo el maravilloso concepto de comunión totalmente verificada. Por otro lado, también se basa en la humanidad: si el hombre no hubiera sido creado «a imagen y semejanza de Dios», no se encontraría dentro de él el ansia y el impulso hambriento de lanzar la mirada y el deseo hacia un horizonte de comunión más perfecta entre todos los hombres que la que puede pensar como alcanzable dentro de los límites de sus condicionamientos terrenos. Contacto y diálogo, comunidad de bienes, todo ello son a fin de cuentas solamente medios y no la cosa misma, la cual sigue siendo, en cuanto tal, inimaginable y trascendente.
Así pues, estrictamente hablando, desde la Biblia existen únicamente estas alternativas: la communio cristiana en el principio real del Logos divino, el cual –como punto final y culminación de la promesa veterotestamentaria– nos ha sido regalado graciosamente en Jesucristo, en una humanidad real y auténtica, como posibilidad abierta de comunión plena; o si no, la alternativa del comunismo evolutivo, el cual alentado por el pathos veterotestamentario de su «esperanza hacia adelante», aspira y lucha por alcanzar la communio plena como logro final y resultado pleno de una humanidad que se va realizando a sí misma.
Se ve claro, pues: únicamente en el primer caso la communio es principio real previo, dado de antemano. En el segundo caso, el comunismo, a pesar de todo el esfuerzo y urgencia por llegar a él, sigue siendo algo ideal, y los medios empleados para forzar su aparición por la fuerza no corresponden a la última espontaneidad y libertad de decisión del «humanismo positivo». Los Hechos de los Apóstoles describen un comunismo libre y voluntario cristiano primitivo: «La muchedumbre de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma. Ninguno consideraba cualquier cosa que poseía como propiedad privada, sino que todo venía a ser común a todos» (Hch 4,32). Este versículo tuvo enorme eco en la teología de los Padres primitivos e incluso hasta la escolástica, de tal modo que las órdenes religiosas que constantemente iban surgiendo se entendían a sí mismas como continuadoras, en viva conexión, de aquel primer realismo de comunión cristiano. Pero el versículo en cuestión manifiesta fundamentalmente un «espíritu»; se trata evidentemente de posesiones personales, las cuales no son consideradas ni manejadas para provecho privado. Tal vez Lucas en este pasaje –al objeto preciso de hacer más patente la presencia impulsadora y la eficacia real del Espíritu Santo– «idealizando» describa el «espíritu» como realidad ya casi plenamente verificada (pero a continuación anota a modo de limitación la «historia de Ananías y Safira» Hch 5,1ss.). Más adelante, la historia de la Iglesia patentizaría ampliamente el verdadero abismo impresionante entre el principio real de la communio cristiana, otorgado graciosamente a los creyentes a priori—cuerpo y sangre de Cristo como la gracia de comunidad real con Él y como fundamento real de plena cohumanidad y «projimidad» entre los hombres, y a partir de aquí, unidad espiritual real de todos en un único Espíritu Santo— y la lastimosa incapacidad de vivir en consonancia, correspondiendo al regalo de ese «Cuerpo» y ese «Espíritu». En este abismo es donde el comunismo alcanza su lugar teológico, si bien los medios con los que pretende alcanzar la communio jamás pueden corresponder a tal lugar. ¿Por qué? Porque la communio establecida de partida y previamente por Dios se basa en el rebajamiento gracioso operado por Él, en su humillación, en su hacerse pobre, en el derramamiento puramente amoroso de la sustancia de Jesucristo; mientras que la communio que hay que construir a partir de las fuerzas del hombre y con su solo empeño jamás puede realizarse e imponerse sin utilizar para ello el poder y la fuerza. El horizonte, la intención y la meta final del comunismo tienen cabida en la tarea cristiana en el mundo; sus medios en cambio están en contradicción con ella, porque presuponen esencialmente la irrealidad actual del principio de la communio. Bonhoeffer –en rudas antítesis luteranas– ha descrito con precisión la irreconciliabilidad de estos dos proyectos de comunidad, utilizando para ello las categorías paulinas de «pneumático» (Espíritu Santo del amor, regalado previamente ya en Cristo) y «psíquico», es decir «todo lo que procede del impulso, fuerzas y estructuras naturales del alma humana»: «En la comunidad espiritual vive el amor claro y luminoso del servicio fraterno, el agape; en la otra comunidad en cambio se quema el oscuro amor de la pasión pía-impía del Eros. Allá tiene lugar la sumisión humilde entre hermanos, aquí el sometimiento humilde-orgulloso del hermano ante la propia exigencia. Allá queda en manos del Espíritu Santo toda fuerza y presión, todo honor y gloria, todo señorío; aquí por el contrario se busca para provecho personal y se trata de mantener la fuerza, el poder y los privilegios. Allá reina el amor sencillo, presicológico, premetódico, hecho ayuda al hermano; aquí domina la manipulación calculada, fría, el análisis y la construcción psicológica. Allá el servicio humilde al hermano, aquí la utilización calculada del hombre, el cual viene a ser un extraño» (Gemeinschaft, 1966, p. 22s.). Desde una perspectiva católica podemos añadir que, sin distensionar la disyuntiva última de estos dos espíritus, en el servicio de la communio cristiana puede asumirse mucho de lo «metódico», «psicológico». Pero a la vista del empleo necesario de los medios humanos surge un nuevo problema.
Desde la opción cristiana la communio no puede pretenderse, porque es regalada graciosa y previamente, a priori, por Dios en Cristo y en la «saturación» con el Espíritu Santo. Todo «querer-ser-uno» apela siempre a un «ya-ser-uno» previamente; pero no por nosotros mismos, en virtud de esfuerzos, ni basándose en la cohumanidad natural, en una projimidad natural, sino exclusivamente porque Dios en su Hijo nos ha constituido a nosotros también en hijos suyos y co-herederos con Cristo. La unidad regalada es para nosotros «indisponible»: procede de Dios, se verifica en Dios y Dios siempre es para nosotros indisponible. El hecho de que nosotros –en el corazón mismo del don de la communio divina– permanecemos en todo momento a disposición de Dios, lo experimentamos constantemente en el juicio divino (krisis): ¿quién se abre al amor de Dios y con ello también al verdadero amor al prójimo? Hasta un determinado momento podemos apreciarlo, pero luego los criterios se nos escapan: el juicio último compete exclusivamente a Dios. Precisamente porque nosotros «no podemos juzgar», sino que el juicio ha de ser siempre dejado en manos de Dios, encontramos en el Nuevo Testamento tantos pasajes donde se habla de juicio. El Dios que en pura gracia nos regala su comunidad –con Él mismo y unos con otros– (1 Jn 1,3.6) se preocupa al mismo tiempo de distinguir (krinein) quién está dispuesto a acoger el regalo y quién no lo está. Seguramente sería mejor dejar de lado y evitar durante un buen tiempo la palabra «crítico», en vez de utilizarla constantemente acoplándola a cualquier substantivo: pertenece a Dios. Y si insta a los hombres a entrar en relación con Él, es siempre partiendo del presupuesto incuestionable de que Él es siempre el Dios que quiere regalar graciosa y previamente toda la communio y que además, realmente la regala. Que Él se reserve el juicio no significa precisamente que nos deje ver los límites (o la falta de límites) de su gracia que se derrama, no quiere decir que nosotros sepamos algo sobre si algunos hombres quedan definitivamente fuera de la communio. «¿Quién eres tú para permitirte juzgar al criado ajeno? Es asunto que pertenece a su propio señor, bajo el que está sometido y ante quien se mantiene o cae. Pero quedará en pie, pues el Señor es suficientemente poderoso como para mantenerlo» (Rm 14,4).
Durante demasiado tiempo la teología eclesiástica –con una ingenuidad en realidad difícilmente excusable– con sus teorías sobre una doble predestinación (a la salvación definitiva y a la reprobación final) ha jugado describiendo el definitivo juicio final, y no ha reflexionado suficientemente en serio que el Dios que se reserva a su exclusiva competencia dicho juicio es el mismo Dios que en Jesucristo ha descendido hasta la amarga ausencia divina y el abandono de todos los egoístas, de los exclusivistas espirituales y desgajados de toda comunidad; ha bajado al abismo de la más profunda soledad inhumana y antidivina. Por eso ya ningún hombre puede tener el derecho de poner al mismo nivel, rango y dignidad la postura y tarea de «crítica» y la realidad de la communio regalada. En todo contacto interhumano, aun en el caso de que fracase y se rompa, hay que presuponer siempre –es decir, previamente al mismo, en su realización y finalmente después del mismo– la existencia de una communio que todo lo abarca. De este modo, incluso la exclusión de la comunión visible de la Iglesia (la ex-comunión) siempre puede entenderse exclusivamente como medida que ayuda al culpable, como medida pedagógica y transitoria (como lo sugiere Pablo: 1 Co 5,5; 2 Co 2,6s.). Y aunque nosotros no «sepamos con certeza» que al final todos los hombres sin excepción serán recuperados por la gracia divina y englobados definitivamente dentro de la communio divino-humana, sin embargo tenemos como cristianos perfecto derecho e incluso el deber de esperarlo con una esperanza «divina», querida por Dios y por Él regalada. El principio que da base a nuestro pensamiento incluso en el último hombre, y a nuestro diálogo con el que tenemos al alcance, es la communio instaurada por Dios, no solamente prometida a lo lejos, ni meramente ofrecida, sino realmente regalada ya a la humanidad como totalidad. Dentro de su ámbito hablamos y callamos, nos damos amistosamente la cara o nos volvemos la espalda, nos acercamos o nos rehuimos, llegamos a un acuerdo o nos separamos unos de otros.
Cerremos esta primera reflexión con la constatación de que la alternativa de instauración de la communio partiendo de las propias fuerzas y con el impulso exclusivo de la humanidad jamás podrá llegar a verificarse, porque la humanidad no es capaz de lograr ese resultado. Acabó ya en desilusión el sueño antiguo de que lo mejor del sujeto individual, lo mismo que lo mejor de la humanidad en su conjunto, era algo divino. Así resulta ya imposible ofrecer un medium global dentro del cual todos los hombres con su libertad y racionalidad entren en comunicación y en el que su razón libre no entre al mismo tiempo en concurrencia, en caso de que ese medium sea real; pero sería demasiado débil si fuera meramente algo ideal y no tendría fuerza unificante universal. Resulta claro que por ejemplo un inconsciente común no es un medium adecuado para soportar una comunidad de destino último (consortium) de personas libres. Pero tampoco un espíritu universal de corte hegeliano, el cual engloba a los sujetos singulares únicamente al precio de que estos abandonen en él su definitividad. A este precio los individuos pueden también comunicarse entre sí en las religiones orientales: la identidad destruye la comunión. En otras perspectivas, la comunión viene a ser mero objeto de esperanza escatológica de la humanidad y no realidad presente. En este caso todas las generaciones que estuvieron en camino hacia ella quedan abandonadas; son solamente material utilizado y no tienen acceso a la gran fiesta de la comunidad.
2. Alcance
La communio universal (católica) no es una más, una cualquiera entre otras. Es la comunidad regalada por Dios que ya nos ha sido donada libre y gratuitamente con alcance único ilimitado. Quede claro que la amplitud de su alcance depende del realismo de sus presupuestos: 1) de la realidad (ciertamente siempre inescrutable) del ser trinitario de Dios, quien es en sí mismo communio plena y absoluta y que ha creado al hombre a su imagen y ha llamado a todos a comunidad en su naturaleza (2 P 1,3s.); 2) de la realidad de la entrega de sí mismo a todos al asumir en Jesucristo la naturaleza humana (total) para salvar a todos según su plan salvífico universal (1 Tm 2,4), cargando sobre sí el abandono de todos (2 Co 5,20), reconciliando consigo en Cristo al mundo entero (2 Co 5,18s.), derrumbando en el Crucificado el muro de separación (Ef 2,12ss.), rompiendo en pedazos en el Resucitado los límites de la inutilidad, del fracaso, del morir y de la soledad de los muertos para acoger a todos en una vida definitiva, eterna, inafectada por la muerte (1 Co 15,22); 3) de la realidad de la entrega eucarística de sí mismo en su Cena y de la communio –de ningún modo mágica– que brota de ella, una communio sacramental-objetiva de los que participan en la eucaristía y que es al mismo tiempo e inseparablemente tanto participación en Dios por Cristo como participación mutua de unos en otros (1 Co 10,16ss.). Esto abre la posibilidad de un poder-ser-para-otros que supera el poder meramente humano, en cuanto que es participación en el sufrimiento vicario de Cristo por su Iglesia (y por todos los hombres) (Col 1,24), es comunidad de destino con el Señor («Con-vivir», «con-partir», «sufrir con él», «ser con-crucificado», «morir con él», «ser enterrado con él», «ser resucitado con él», «ser revivificado con él», «ser entronizado con él», «co-heredar», «reinar con él»). Tal comunidad con Cristo está de antemano abierta a un con humano universal, y solamente de este modo aclara y justifica la diferencia entre Iglesia y mundo; 4) de este ámbito sacramental-objetivo debe resultar en primer lugar e inmediatamente la communio en el Espíritu Santo: la «antelación», el «a priori» de la instauración de comunidad por Dios no avasalla la libertad humana, sino que desde el principio la asume (¡aquí tiene su lugar la Mariología, desbaratando de raíz toda sospecha de magia!). El Espíritu común que nos ha sido regalado no es ni exclusivamente «espíritu objetivo», ni meramente «espíritu prometido escatológicamente», sino el Espíritu absoluto que ya ahora se ha derramado y ha penetrado en nuestro espíritu libre (Rm 5,5; 8,8s.; 15,26s.; Ga 4,6 etc.), cuyo radio de acción en nosotros llega a ser tan ilimitado como en Dios: «Todo es vuestro» en la medida en que vosotros en Cristo sois de Dios (1 Co 3,21). Él es el que, culminando y llevando a cumplimiento la obra de Cristo, une a los espíritus «en un único cuerpo» en cuanto que Él los impregna y aúna (1 Co 12,13). Él no ejerce su influjo eficaz desde lo alto y desde lejos, sino desde el interior más profundo, desde el núcleo medular de la libertad humana (1 Co 2,10-16; 7,40; Rm 8,26s.). Este presupuesto de alcance católico carece en absoluto de analogía en la historia de las religiones y del espíritu, porque no desprecia ni deja al margen ningún elemento, tiene en cuenta igualmente lo humano como lo más-que-humano; da pie a y justifica cualquier osadía, pero a la vez implica la más inexorable exigencia.
En Cristo ya ha sido fundamentalmente instaurada la paz entre «cielo y tierra», entre situación del Creador y del mundo creado, el cual puede expresar y anunciar abstractamente una separación y alejamiento del cielo, una ausencia o una muerte de Dios, y cuyas fuerzas y poderes impulsores pueden experimentarse a sí mismos y presentarse como agresividad, como voluntad de poder y de dominio y de este modo como enemigos de un Dios del puro amor y de los más nobles pero impotentes valores (Scheler). Una oposición así, por real que pueda presentarse e incluso llegar a serlo en su terreno (¡Apocalipsis!), está a pesar de todo superada en un punto último, que es exactamente el lugar donde el muro divisorio entre Dios-cielo y hombre-tierra ha sido abatido (Ef 2,14s.). Dios, al entregarse en Cristo al poder de las tinieblas y de todas las fuerzas cósmicas aniquiladoras, creó la eucaristía –carne que se come y sangre que se derrama–, la communio entre lo que parece excluirse del todo. Según Juan, a Judas se le ofrece un bocado (Jn 13,26). En el espíritu de la communio el cristiano está «convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los poderes angélicos, ni los principados del mundo, ni lo presente, ni lo futuro (!), ni potestad alguna, ni las alturas, ni las profundidades, ni criatura alguna puede separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rm 8,38). Sin duda es justo traducir las representaciones ligadas a una imagen antigua del mundo a lenguaje consonante con la nueva imagen del mismo, donde dominan leyes evolutivas y técnicas, cibernética y planificación, concentraciones de fuerzas a todo nivel, superestructuras ideológicas, impulsos inconscientes detectados por el análisis de la sicología de lo profundo, fuerzas atómicas, manipulaciones genéticas y todo lo que puede ir apareciendo en el horizonte. Todo está abarcado de antemano por la communio ya instaurada, por la paz establecida «lo cual sobrepasa todo lo imaginable» (Flm 4,7).
Y ahora las grandes tensiones, las cuales resultan al parecer intramundanamente irreconciliables, a no ser que a la ligera se banalice su alcance (¡lo que acaba siempre pagándose muy caro!). No nos referimos en primer término a la tensión entre capitalismo y comunismo, terreno en el que ya se han bajado muchas lanzas y han aparecido grandes distensiones. Ante todo aparece la tensión entre «judíos» y «paganos», la cual en el fondo ha dominado medularmente la historia hasta nuestros días –y tal vez hoy más que nunca– (Puede verse mi trabajo: In Gottes Einsatz leben, 1971). Lo que aquí está en juego es un último y definitivo sic et non: la reconciliación ha sido ya fundamentalmente otorgada (aseguran los cristianos) y ahora es preciso solamente tomarla en serio y vivirla en serio consecuentemente; la reconciliación todavía no ha acaecido (replican los judíos) y aún es preciso ansiarla con todas las fuerzas como «lo futuro que viene». Este sic et non es como un dardo agudo que atraviesa de lado a lado mortalmente los evangelios; no queda resuelto en los diálogos ni discursos, sino en el impresionante hecho sin palabras de la crucifixión de Jesús por su pueblo y no solamente por él, sino por todos: «para reunir en unidad a todos los hijos de Dios dispersos por el mundo» (Jn 11,52). Pedro, el que renegó de Cristo, deja en manos del Señor el juicio y se solidariza con los judíos: «Ya sé, amados hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros dirigentes» (Hch 3,17); por eso deja abierta una oportunidad a la antiquísima esperanza de futuro judía: junto con vosotros, judíos, nosotros los cristianos esperamos la llegada (retorno) del Mesías (Hch 3,20-26). Así Pablo, a pesar de su conversión de la «Ley» al «Evangelio», del ansia humana por logros y méritos propios al obrar desde la gracia regalada y acogida, sigue siendo un «fariseo», «de familia de fariseos» y se ve ante un tribunal que lo juzga «por la resurrección de los muertos y por su esperanza» (Hch 23,6). Pero él es del todo consciente de que Israel es el elegido y de que hay una misteriosa relación que les obliga a respetarse mutuamente entre Iglesia y sinagoga (Rm 11).
Es evidente que el diálogo puede ayudar a soportar y dirimir las tensiones internas cristianas, pero solamente la communio podrá hacerlas desaparecer y resolverlas de verdad. En primer término tenemos la tensión entre Iglesia oriental e Iglesia occidental, entre las cuales en realidad fundamentalmente subsiste una communicatio in sacris, comunidad de sacramentos, como signo de profunda concordia. Pero habría que analizar si esta comunión importantísima y muy profunda la tiene presente en todo momento la teología occidental de cuño católico o protestante en sus planteamientos y discusiones. ¿No se aleja esta teología, en la comprensión de la tradición, de la liturgia, del ministerio eclesial –con excepción de algunos pocos (como Louis Bouyer)– a pasos agigantados de la venerable Iglesia primitiva, como si esta no contara ya para nada y no hubiera que tomarla ya demasiado en serio, como mera quantité négligeable, sin duda con grave detrimento de sus detractores? Más hirientemente aún: ¿no dialogamos con preferencia –tal vez por motivaciones políticas– con la Ortodoxia y pasamos por alto, como si no existieran, las Iglesias uniatas, de cuya artificial «occidentalidad» son responsables los hombres de Iglesia occidentales? También existen genocidios intraeclesiales.
Solo ahora vienen en la serie los diálogos con los evangélicos y los anglicanos. Estos diálogos pueden ser llevados de manera objetiva solo dentro de la communio en Cristo, sabedores sin embargo de que nosotros mismos no podemos disponer de esta communio, sino que debemos dejarnos abrazar por ella. Cada vez estará más en lo justo aquel que en el diálogo sepa comprenderla de manera más profunda, real y exigente, y la sepa sacar de la trampa de las argumentaciones y de las perspectivas superficiales y unilaterales para colocarla en un horizonte más universal. No es cuando nos afanamos en hilvanar uniones, política y racionalmente, cuando nos encontramos en profundidad, sino cuando reconocemos las exigencias de esa communio que nos ha sido ya acordada de antemano en la autocomunicación de Dios.
Y gradualmente pasamos a los no cristianos y a los oponentes, en cuanto que la atmósfera del mundo está impregnada de influencias cristianas, algunas todavía reconocibles y otras irreconocibles. Con los oponentes es necesario siempre ver si no luchan contra caricaturas que ya no dejan aparecer nada de la verdad del cristianismo, sino que la encubren radicalmente. Y aún hace falta poner atención para ver si no intentan recuperar a su modo exigencias esenciales, propias de los cristianos, y a las cuales estos no han obedecido. Solo en los confines externos están los conscientemente «dis-tantes» (apóstatas) cuyo contacto la Iglesia apostólica tan a menudo y tan expresamente ha buscado, ciertamente en consideración del hecho de que también el corazón del que niega con más decisión puede ablandarse, y el aislado puede comenzar a experimentar el frío de la muerte y mirar a su alrededor en secreto a la espera de una mano tendida. Quien abandona no es solo por esto abandonado. El cristiano para el cual la communio constituye la consigna, se une a su Señor que no abandona.
Existe también communio, y tiene que ser practicada, con todos los que reconocen un dios o algo divino, un absoluto, e incluso con todos los que creen que no pueden admitir algo así. De nuevo hemos de afirmar que las fronteras no son rígidas: piénsese en el budismo. De un cristiano se exige que entre en contacto y dialogue con gran seriedad existencial –y no porque esté de moda o impulsado por una superioridad misionera– con los seguidores de cualquier otra religión; también del islam, con el que le une mucho tema bíblico, o de las formas religiosas indias o del lejano oriente, entre las que predomina la teología negativa, a la que los proyectos religiosos extracristianos llegan con gran sentido y a cuyo encuentro hemos de salir con el mismo respeto profundo y con la urgencia apremiante que animó a la Iglesia primitiva y a los Padres. Y desde aquí el cristiano deberá entrar en diálogo también con los marxistas y no solamente en diálogo, sino también en comunión (que incluye aquel), porque la communio siempre está ya dada en Cristo y tendrá que intentar, en amor ampliamente abarcador, dialogar limpia y matizadamente tratando en todo momento de ampliar caminos, pero sin caer en falsos espejismos ni renuncias indebidas, siempre sin odio ni prejuicios. En este caso puede que el abandonado sea el cristiano; pero este, sin embargo, de su Señor que jamás abandona, nunca recibe permiso para abandonar.
Esto pone una vez más de relieve que la realidad communio no es en cuanto tal facultativa para el hombre, ni para el cristiano, ni para la Iglesia. Es un horizonte hacia donde camina toda experiencia cristiana con Dios y con los otros, pero no se puede medir por esa experiencia. Hoy en día es muy importante acentuar esto, ya que en estos tiempos la comunidad eclesial para muchísima gente representa ya solamente un viejo esqueleto de instituciones, y el grupo reducido, en el que la comunidad cristiana se experimenta a sí misma como tal, es elevado cada vez más a criterio supremo de vitalidad eclesial. Para mucha gente, la Iglesia en cuanto católica-universal fluctúa en el vacío como una especie de tejado que ya no está unido a la casa, por encima de los pisos que ellos habitan. Es cierto que en la vivencia de comunión de los grupos reducidos ha cristalizado una gran esperanza de regeneración desde abajo, pero evidentemente también existe el riesgo de disgregación en sectas carismáticas. Todo el enorme esfuerzo de Pablo tuvo como finalidad el sustraer a la comunidad eclesial del ataque disgregador de las «vivencias» carismáticas y dirigirla –y por medio del ministerio apostólico– hacia lo católico más allá de sí misma. Eso sí, el ministerio es siempre servicio y nunca señorío o dominio; pero un servicio «con pleno poder» para demoler todos los bastiones erigidos por los carismáticos contra la communio universal. Quien nivelándolo todo destruye carismáticamente (democráticamente) el ministerio eclesial, pierde así el factor que anima, refiere más allá de sí misma y eleva toda misión específica eclesial al nivel de la Catholica, cuyo lazo unificante no es la experiencia o vivencia común (gnosis) sino el amor que se entrega (agape). A fin de cuentas, aquella destruye, mientras que este edifica (1 Co 8,1).
Ahora bien, el Ágape es en primer término regalo de arriba; solamente luego –a modo de intento– puede ser traducido a realidad o verificado por nosotros. Por eso, jamás la communio interhumana horizontal puede erigirse en criterio y medida de la communio vertical instaurada por Dios por pura gracia. De lo contrario nos encontraríamos de nuevo ante la auto-creación de la Iglesia, en la Ley interpretada farisaicamente. O si no, en medio de la herejía donatista (la cual hoy se expande más peligrosamente que nunca), según la cual cada cristiano puede dar sólo cuanto él realiza existencialmente.
La communio es el horizonte maravillosamente singular, inalcanzable a partir de vivencias o esfuerzos personales; siempre es lo regalado de balde. Por eso, la plegaria suplicante nunca puede perder valor y tampoco debe ser confundida identificándola con el «hacer». «Orad siempre», explícitamente (como lo hicieron todos los hombres bíblicos, incluido Jesús) e implícitamente en el trato interhumano, pero también «en lo escondido de vuestra estancia». La palabra es privilegio del hombre porque es imagen de Dios, quien esencialmente es Palabra. Sin la comunicación consciente y libre por la palabra, la communio sería algo cósmico-mágico. Siempre hay que suplicar nuestra realización de aquello que proviene de Dios; en todo momento hay que dar gracias por todo lo regalado; siempre hay que adorar con la alabanza en los labios la realidad de la communio.
3. Exigencias
Quien es consciente de las dimensiones y del alcance de la communio, se siente también urgido y exigido al máximo. Y para ello no es necesario ser un pensador brillante, capaz (con bases dialécticas hegelianas) de situarse en cada situación y distinguiéndola sutilmente remitirla a su preciso lugar: es decir, no hace falta ser el hombre que todo lo comprende. Pero, eso sí, se debe ser un hombre que ante una situación que no acierta a comprender del todo, ya sea a nivel de pensamiento o a nivel humano, a pesar de todo se mantiene firme y aguanta. El horizonte último de la comunidad no le es escudriñable ni disponible. No es el saber absoluto sino el amor absoluto el que lo abarca todo. En él, los que ya no se entienden están a pesar de todo reconciliados. En el cuerpo del Crucificado «Dios ha dado muerte a la enemistad» (Ef 2,16), de manera que, estrictamente hablando, en cristiano ya no se da «el amor al enemigo»; el supuesto enemigo no sabe que ha sido ya, en cuanto tal enemigo, superado (en la única esfera que a fin de cuentas es la verdad). Pero también un budista o un estoico puede suscribir literalmente esto. La diferencia está, sin embargo, en la postura del corazón. El budista y el estoico se ejercitan y quieren lograr alcanzar el nivel de la ausencia de dolor, pasión y odio: las contradicciones que chocan contra ellos no les alcanzan, ellos comunican con el enemigo en un absoluto suprapersonal. Por el contrario, el cristiano debe abrir del todo su corazón y dejarse alcanzar en lo más recóndito y profundo de sí mismo, ha de dejarse acuciar y exigir, e incluso debe permitir ser herido en lo más íntimo. Dios ha salido en Cristo hasta donde se encuentra el pecador más aislado y solitario para entrar en comunicación con él en ese su distanciamiento de Dios. La comunidad cristiana es instaurada en la eucaristía, la cual presupone la bajada al infierno (mío y tuyo). Aquí no cabe la huida a una unidad abstracta. Se exige valor para irrumpir hasta la fortaleza más pertrechada y defendida por el otro y, con la certeza de que en última instancia está ya conquistada y entregada –con un paracaídas espiritual–, penetrar hasta lo más profundo. Esto puede incitar al otro a presentar la más feroz resistencia, que el cristiano debe aguantar con valor. Pero esto puede ser logrado únicamente con la plena humildad de la fe en la realidad previa del amor de Dios, sin ningún triunfalismo, ni siquiera el del amor. Para triunfalismos no queda tiempo, ya que yo tengo que solidarizarme con la cerrazón del otro y de este modo demostrarle que se da la solidaridad y hay comunidad hasta en lo más solitario. La communio es instaurada en el Sábado Santo, después del grito de abandono, antes de romper la tumba: en el silencio total, transdialogal del ser-con en la soledad. «Solo con el Solo» había dicho Plotino; lo que se ahonda aún de modo paradójico y sorprendente –tanto vertical como horizontalmente– «en lo último», donde se fundamenta lo cristiano.
No es que haya que evocar esto expresamente en cada contacto. Sería sumamente indiscreto. Pero siempre debe ser presupuesto como realidad –la realidad de la communio–; de lo contrario todo diálogo está condenado a ser infructuoso. Se avanza en el contacto establecido y luego, cuando emergen las dificultades reales y no se vislumbra salida, se rompe el contacto. Cada uno se va por su camino volviendo la espalda al otro. Ahora bien, no existe una doble verdad (tampoco existe ahora en la época del pluralismo), sino que en cristiano siempre hay una única verdad, la que se ha manifestado y demostrado como tal, no precisamente con la fuerza y el poder imponentes, sino en la impotencia de la solidaridad con el último. Todos los argumentos aducidos en el diálogo –y tal vez convincentes– convergen a fin de cuentas en este punto crucial y definitivo. Toda la dura teoría de Marx procede a fin de cuentas de un corazón desgarrado por el dolor de ver sufrir a los más pobres. El cristiano debe dejarse provocar por un corazón así y luego el diálogo podrá ir determinando y aclarando qué es lo que aquí y ahora es preciso planificar y emprender.
A saber, lo posible en el mundo, lo que no significa la demolición de todas las estructuras, en la esperanza de un mañana terrenal totalmente diferente. Contra tal irrealismo está la verdad mayor de la communio real hoy ya presente. En todo diálogo siempre es la verdad mayor la que tiene razón, y los participantes en él han de dejarse referir a ella y reorientarse desde ella. Saber ceder, dejarse poner en cuestión por esta verdad mayor es lo católico, y esta tremenda exigencia es la condición a través de la cual caminamos al encuentro de la communio real y entramos a participar en ella, que ya nos abraza y posee. Además ¿quién sabe ya quién es el más pobre? ¿No son acaso los ricos más pobres que el camello que no puede pasar por el ojo de la aguja? El don de la disquisición sutil y de cualquier arte dialéctica de pensar o hablar tiene su momento en la pugna de las cosmovisiones y comprensiones de la realidad. Agustín no tuvo miedos ni complejos ante la más alta filosofía griega, como tampoco se echó atrás Tomás ante la refinada especulación árabe, ni el Cusano, Leibniz, Kepler, Teilhard y otros muchos ante las perspectivas de nuevas épocas. Ellos indican la dirección válida, pero no evitan el esfuerzo exigido cada día de nuevo. Pero precisamente estos hombres realmente grandes ¡¡qué conscientes fueron de «lo mayor aún» de la communio!! Todos estamos embarcados en el mismo navío.
Nosotros vamos a intentarlo con esta revista Communio. No hablar emboscados en un refugio, desde la posesión capitalista de las «verdades de la fe». Ya hemos afirmado que la verdad en la que creemos nos despoja del todo. Como corderos entre lobos. No se trata de hacerse el valiente con fanfarronería, sino de tener verdadero valor cristiano para exponerse. Los hombres entran en comunión cuando no rehúyen ni se avergüenzan de ex-ponerse los unos ante los otros. Entonces no es paradoja vacía la frase: «Cuando yo soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,10).
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