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Testimonio y credibilidad
I
La cuestión fundamental que vamos a tratar en las próximas líneas puede formularse con estas palabras: la fe cristiana se basa en un testimonio (de un cristiano, de la Iglesia, de los apóstoles y los Evangelios, y, en definitiva, de Cristo). Pero si la fe más perfecta debe distinguirse de todo saber científico, ¿cómo es posible la verificación de un testimonio que permite pasar de la mera probabilidad a la certeza?
Lo más sensato será comenzar preguntándonos qué es y qué puede ocasionar la fe en un testimonio dentro de la esfera de las relaciones humanas. Esta cuestión puede expresarse del siguiente modo: supongamos que un hombre da testimonio de algo. ¿Puede este hombre con su testimonio «convencerme» (entendida esta palabra en su antigua significación jurídica: probar por medio de testimonios) de la verdad objetiva de eso que él mismo tiene por verdadero? ¿O tan solo puedo llegar a cerciorarme de que el testigo está subjetivamente convencido de la verdad de lo que testifica? Por ejemplo, pensemos en un sectario que quiera persuadirme de la verdad que predica su secta, o, para citar un caso extremo, un soldado que, convencido de la causa justa de su patria, da su vida por ella. Es cierto que este último es un testimonio de sangre, un «martyrium», pero ¿qué ideología no tiene mártires en su historia?
¿Acaso ha sucedido alguna vez en el ámbito de las relaciones humanas que el más serio testimonio haya conducido mediante hechos a semejante convencimiento, y que se haya manifestado la verdad objetiva de lo testificado? En cualquier caso, esto será un requisito indispensable, cuando se hable de la fe cristiana. La respuesta a esta última pregunta es la siguiente: la verdad testificada (suponemos siempre que solo puedo cerciorarme de ella por medio del testimonio recibido) solamente en un caso es capaz de manifestarse como verdad objetiva: cuando dicha verdad comprende la totalidad del testigo, es decir, en el caso del amor. Tú puedes afirmar, aseverar, testificar que me amas; incluso tu modo de actuar puede dar a entender que me amas. De este modo, esto que afirmas alcanza un alto grado, quizá el grado máximo de probabilidad. Pero solo la fidelidad total demostrada por el testigo da a la fe la cualidad de la certeza objetiva, donde certeza no significa saber, pues nunca podré convertir la libertad de mi amante en una de mis posesiones. Sin embargo, esta clase de certeza es la más noble que pueda encontrarse en el ámbito de las relaciones humanas; en ella está garantizada la libertad, y la entrega del amante es como lo objetivo. Con otras palabras: en última instancia y sin lugar a dudas, solo el amor es digno de ser creído.
Si este modelo humano tuviese alguna significación para la forma de la fe cristiana, entonces tendría que ser también superado y conservado por esta última. Superado, porque el que se revela (que es Dios mismo, pero en su forma encarnada y por medio de formas de testimonio por Él establecidas) pertenece a una esfera completamente distinta de aquella a la que pertenece el hombre receptor del testimonio, y en este último no existe la misma especie de órgano de comprensión y entendimiento que en los demás hombres. Conservado, porque, en el caso de producirse la debida trasposición de la facultad de entendimiento, el testimonio «subjetivo» coincidiría también aquí con una objetividad incuestionable. Dicho más claramente: si el testimonio que recibo de Dios es el testimonio de su total entrega existencial, entonces tengo la certeza de que Dios en sí es amor.
II
Todo esto tendría que ser corroborado detalladamente en las Escrituras, en las que encontramos toda una jerarquía de testigos que están al servicio exclusivo del testimonio que Dios da de sí mismo.
1. El testimonio de Dios que debe dar Israel es característico de todo lo siguiente. Yahveh convoca a los pueblos y les pide que den testimonio de la verdad, de la existencia y del poder de sus dioses; pero ellos no pueden hacerlo, porque su historia no es capaz de dar este testimonio. «Vosotros sois mis testigos –oráculo de Yahveh– y mis siervos a quienes elegí, para que se me conozca y se me crea por mí mismo, y se entienda que yo soy… Yo lo he anunciado, he salvado y lo he hecho saber» (Is 43,10-12). «¿Quién ha hecho oír desde antiguo las cosas futuras y nos ha revelado lo que va a suceder?… Vosotros sois testigos» (Is 44,7s.). Lo significativo de la situación, en la que aún no se trata expresamente del amor, pero sí de la libertad y de la clemencia de Yahveh, es que Israel está destinado a dar testimonio profético de la existencia y de la obra de Dios para el porvenir, lo cual revela su supremacía en todos los tiempos.
Esta estructura del testimonio, que es siempre –también en el anuncio de los apóstoles o de la Iglesia– un testimonio de sí de Dios, será fundamento de todas las formas de testimonio que aparecen en el Nuevo Testamento. En los Evangelios sinópticos se dice que el rechazo del testimonio humano es un «testimonio contra ellos» (Mc 6,11; Lc 9,5; St 5,3). Pero hay que advertir que esta actitud negativa hacia el testimonio no es ocasionada por lo que los apóstoles dicen, sino por el testimonio de Dios testificado por estos. Es cierto que Pablo dio testimonio, pero «anunció el testimonio de Dios». El que se trate aquí de un genitivo subjetivo lo demuestra el hecho de que su prédica no está formada por discursos persuasivos de sabiduría, al contrario, el «espíritu y poder» de Dios se manifiestan en sus débiles y temerosas palabras (1 Co 2,1ss.). Esta es la idea que Pablo tenía del testimonio, como podemos comprobar en el conocido pasaje de 1 Ts 2,13 donde agradece a Dios lo siguiente: «La Palabra de Dios, que de palabra os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la Palabra de Dios». En pasajes parecidos muestra Pablo su alegría por la fecundidad de la Palabra de Dios en la comunidad. En cualquier caso, Pablo aportará otros argumentos para corroborar la credibilidad de la Palabra de Dios.
2. Si contemplamos a la luz de lo dicho las afirmaciones fundamentales del Nuevo Testamento, el testimonio de Jesús en el Evangelio de Juan, entonces resulta evidente desde el principio que dicho testimonio se manifiesta en sus diferentes matices como un único testimonio, a saber, como el testimonio de Dios Padre, pues Jesús es su Palabra. A los judíos todo esto les parece muy arrogante: «Tú testificas de ti mismo; tu testimonio no es verdadero». Jesús refuta esta afirmación alegando que la verdad de su testimonio se funda en que es «testimonio de dos personas»: Él da testimonio por sí mismo, y «el Padre, que me ha enviado, da testimonio de mí» (Jn 8,14-17s.). Jesús y el Padre son inseparables: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (10,30); Jesús está en el Padre y el Padre está en Jesús (14,11), pues «la doctrina que escucháis no es mía, sino del Padre» (14,24). Y como el Hijo es Palabra de Dios, en Él todo es palabra, y no sólo su discurso, sino también sus obras: «Las obras que yo hago en nombre de mi Padre testifican de mí» (10,25), «por tanto, creed al menos en las obras» (10,38), pues «el Padre, que está en mí, hace sus obras» (14,10); «Creedme que yo estoy en el Padre, que está en mí. Pero, si no, creedlo por las obras mismas» (14,11). Pero, puesto que el Padre sigue obrando (5,17), las «obras» del Hijo no son solo sus milagros, sino su ser entero, y, sobre todo, su pasión, donde «llevó a término la obra» que el Padre le encomendó (17,4). La totalidad del testimonio de sí del Padre descansa en el hecho de que no mandó a su Hijo para dirigir el mundo, sino para que el mundo se salvara por medio de Él. Pues «tanto ha amado Dios al mundo que envió a su único hijo» (3,17.16). En consecuencia, como se repite continuamente en la primera carta de Juan, Dios da en su testimonio, y solamente en él, la prueba de que Él mismo es Amor (1 Jn 4,8.16), y exactamente la fe en el testimonio de Dios se torna certeza objetiva en el testimonio de Jesús, de tal forma que Juan puede usar continuamente como sinónimos las palabras «creer» y «saber».
«Para que el mundo crea que tú me has enviado» (17,21)…
«para que el mundo conozca que tú me has enviado» (17,23).
«Si no creyereis que Yo Soy» (8,24)…
«conoceréis que Yo Soy» (8,28).
«Para que creáis que Jesús es el Cristo y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (20,31).
«Y la vida eterna es que te conozcan a ti… y al que tú enviaste, Jesucristo» (17,3).
«Yo creo que tú eres el Cristo» (11,27).
«¿Habrán acaso conocido realmente los jefes que este es el Cristo?» (7,26).
Ambos conceptos no son independientes, pues el saber nunca puede separarse de la fe; al contrario, el saber sólo puede alcanzarse por medio de esta y permaneciendo en esta. Esto es esencialmente necesario, pues no puede obtenerse un saber cierto acerca del amor, si no es por medio del conocimiento de la credibilidad de un testimonio.
3. Pero ahora hay otros hombres, junto a Jesús, que entran en escena como testigos en el Nuevo Testamento. El Jesús del Evangelio de Juan está rodeado de un círculo de testigos: Moisés, que escribió de Jesús, da testimonio de Él (4,39); el Bautista hace lo mismo y de la manera más solemne (1,33; 5,33-35); el evangelista, que testimonia que con la lanzada el amor llegó «hasta el fin» (13,1), une de modo paradójico su testimonio con su absoluta credibilidad: «Quien lo ha visto da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad» (19,35).
¿Pero bajo qué condiciones pueden hacer los hombres de testigos, si solo Dios (en la entrega de su Hijo, que es su Palabra y Dios mismo) da testimonio del amor absoluto? La pregunta hace referencia también al testimonio de Pablo citado anteriormente. Bajo dos condiciones que superan las diferencias entre un testimonio humano del amor y el testimonio divino del amor absoluto, mucho más sublime que el primero.
La primera condición es que a los testigos se les otorgue explícitamente el Espíritu Santo de Dios para dar testimonio, y, en el caso de que este testimonio sea aceptado, que los receptores del mismo obren igualmente en el Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos profetizan lo primero a los cristianos, que tienen que dar testimonio de su fe ante el tribunal: «Pues no hablaréis vosotros, sino el Espíritu Santo» (Mc 13,11), «es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros» (Mt 10,20). En este sentido hay que entender el concepto de testigo de Lucas, que lo limita esencialmente al testimonio de los «testigos escogidos de antemano» (Hch 10,41), es decir, de los doce (entre los que hay que contar a Matías y a Pablo), quienes tienen que testificar la verdad de la resurrección de Jesús. Naturalmente la resurrección no tomada como un hecho aislado, sino como la confirmación de que toda la existencia de Jesús, incluida la pasión, era la revelación del amor del Padre (Lc 15,11-32). Pero así como el Evangelio (Lc 24,48s.) y los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,8) vinculan la necesidad del testimonio con el otorgamiento del Espíritu Santo, así también los apóstoles mismos vinculan su testimonio con el testimonio del Espíritu Santo (Hch 5,32; 15,28). Pablo está de acuerdo en este punto con Lucas, pues, en primer lugar, reduce su apostolado a un haber visto a Jesús (Hch 22,15; 26,16; 1 Co 9,1) y, en segundo lugar, conoce y deja conocer su palabra como una palabra aprendida del Espíritu (1 Co 7,40; 2,13, etc.).
El segundo momento que permite superar la distancia entre los testimonios humano y divino, y, con ello, corroborar la credibilidad del primero de estos, es que la palabra del testimonio humano se convierte en un testimonio de toda la existencia, adecuada al testimonio de la existencia de Jesús. Así se anuncia a Pedro la crucifixión (Jn 21,18); así Pablo tiene que exponer sus sufrimientos por Cristo como prueba de la credibilidad de su testimonio en el «discurso de locos», que pronuncia expresamente para probar su autenticidad (2 Co 11,21ss.). Pablo puede vincular este testimonio con el testimonio del Espíritu –aun cuando aluda a sus flaquezas (12,1-5) o a sus prodigios–, pero la prueba de la pasión por Cristo tiene mayor importancia, sobre todo cuando subraya su fecundidad cristológico-pneumática («la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros, la vida» 2 Co 4,12).
Este doble momento –el testimonio del Espíritu y el testimonio de la vida del apóstol– actuará solo allí donde el receptor del testimonio esté abierto al Espíritu y, por tanto, a la visión del testimonio de la vida. El rechazo, la persecución de los testigos está presente a todos los niveles en el Nuevo Testamento y, por tanto, no precisa ulteriores pruebas. Solamente hay que advertir que la pasión de los testigos tiene fuerza probatoria, si es imagen de la pasión de Cristo: «Bienaventurados los perseguidos por ser justos», «Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros» (Mt 5,10).
Estas palabras van dirigidas primero a los discípulos, pero valen para todos aquellos que, con base en su forma de vida, pueden definirse como discípulos. Fideles no son solo los que creen en la Palabra, sino los que la cumplen durante su vida.
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Zeugnis und Glaubwürdigkeit (II)
Erhalten
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Chiara Vaglini, José CarrilJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Communio Revista Católica Internacional 10 (Madrid, 1988), 109–113 (tr. ligeramente revisada para esta edición digital)