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Los juicios de Dios en el Apocalipsis
1. El juicio del Cordero
El último libro del Nuevo Testamento desconcierta a muchos cristianos: a sus ojos, este no solamente es oscuro, sino que representa también un retroceso en relación con el mensaje salvífico contenido en el Nuevo Testamento. Parece totalmente henchido de la cólera de Dios que juzga y condena la mezquindad del mundo ante la imposibilidad de convertirlo. Pero si observamos más de cerca este libro misterioso del Apocalipsis, se aclaran muchas cosas. Ciertamente las visiones del apóstol del Amor son una especie de síntesis de toda la historia de la salvación, historia en la que el Antiguo Testamento juega un papel importante. Y sin embargo, el Apocalipsis es esencialmente el libro del Cordero victorioso (5,5, cfr. Jn 16,23: «Tened confianza, yo he vencido al mundo»), el único que recibe el poder de abrir el libro de los siete sellos de la historia del mundo y de interpretar su sentido. De este modo, las escenas de juicio del Apocalipsis son también un resumen del Evangelio y de la interpretación que los apóstoles hacen de este, como veremos a lo largo de este artículo.
Los juicios de Dios, aun siendo plenamente «justos» (2 Tm 4,8), son incomprensibles para el hombre (Rm 2,33). Para entender esto, lo mejor es yuxtaponer las afirmaciones aparentemente incompatibles del Jesús joánico. Por un lado, Jesús dice que no ha sido enviado para condenar al mundo (Jn 3,4; 12,47), sino para salvarlo. Pero también dice: «Si yo juzgo, mi juicio es válido» (8,15) y «mucho podría hablar y condenar en vosotros» (8,26). Está claro además que «el Padre» le «ha confiado enteramente la misión de juzgar» (5,22), si bien esto puede traducirse simplemente como sigue: «He venido a este mundo para un juicio» (9,39), juicio que se cumple ahora por su presencia en medio de los hombres y que se cumplirá abierta y plenamente al final de los tiempos (5,25-30). La dureza de estas palabras comienza a suavizarse cuando le oímos afirmar: «No he venido para condenar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le condene: la Palabra que yo he hablado, ésa le condenará el último día» (12,47s.). A primera vista, y tratando de escrutar el sentido del Apocalipsis, esto podría interpretarse de la manera siguiente: el que me rechaza (a mí que soy el Verbo, pero que no quiero condenar), rechaza ser juzgado por mí, el Salvador, se juzga a sí mismo. Jesús, el Verbo Salvador de Dios, es «una espada de dos filos» (cfr. Ap 1,16) que pone todo «al desnudo y al descubierto» en el hombre (Hb 4,12) y que desvela así si alguien quiere ser salvado o no; dicho de otro modo: si quiere someterse o no al examen del que salva y perdona. Con esto tenemos una clave no solamente para el conjunto del Apocalipsis sino también para la totalidad del Nuevo Testamento. El siervo malvado, al que todo se le ha perdonado y él por su parte no está dispuesto a perdonar, no puede sino ser objeto del correspondiente juicio (Mt 12,38s.). «Por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado» (Mt 12,37). Por lo mismo: «tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa sobre el juicio» (St 2,13). Al que rechaza la salvación de la cruz de Jesús y «pisotea la sangre de Cristo» ya no le queda nada sino la terrible espera del juicio (Hb 10,26s.), porque Dios nos lo «ha dado todo» (Rm 8,32) al darnos a su Hijo. De ahí la cláusula fundamental que el Señor añade en un pasaje muy concreto de su oración: «Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», lo que puede traducirse así: «Si no perdonáis a vuestros semejantes, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,12-15), es decir: no podrá perdonaros. Así, en el Apocalipsis, en el momento del Juicio Final, Dios podrá abrir no sólo un libro, el libro de la Vida, sino dos, también el de «las obras» por las que cada cual será juzgado (1 P 1,17; Ap 20,12). La prerrogativa divina del juicio así como la exigencia absoluta de perdonar al prójimo (Mt 5,23s.) permiten comprender esta prohibición de juzgar al prójimo que aparece en todos los libros del Nuevo Testamento: «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7,1; cfr. Rm 12,19; 1 Co 4,5; St 4,12; 5,9) a menos que Jesús os dé los plenos poderes para juzgar en su nombre y según su Espíritu (Jn 20,22s.; 1 Co 2,15; 5,12) o bien, cuando tenga lugar el juicio definitivo y los Santos reciban el privilegio de juzgar con Cristo (1 Co 6,2; Ap 20,4).
Que el Cordero reciba el libro de la historia del mundo (Ap 5,1-14) para abrirlo, tiene la misma significación que la misión de juzgar que el Padre confía enteramente a su Hijo (Jn 5,22). Ahora bien, en el juicio subyace siempre un componente de temor, por grande que pueda o deba ser nuestra esperanza en la misericordia del Juez, componente tanto más necesario cuando más estrechas sean las relaciones de la persona juzgada con el Juez. Por eso, el juicio debe comenzar «por la casa de Dios» (7 P 4,17), como se recoge ya en la tradición veterotestamentaria (Ez 9,6; Ml 3,1-5). Esto es del todo evidente si se considera que el libro de la Revelación comienza con los siete mensajes, que no son sino juicios del Cordero, llenos de detalles minuciosos, sobre la Iglesia representada aquí por las siete comunidades tan diferentes unas de otras. No se trata de un juicio global sobre un pueblo, por lo demás pecador en su conjunto, sino de un instrumento de medida muy preciso que establece los pros y los contras en cada comunidad. Los juicios son inexorables: «Conozco tus obras; tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto» (3,1); y más aún, «Conozco tu conducta, tu caridad, tu fe, tu paciencia, pero tengo contra ti que» (2,19). Este juicio que se pronuncia ahora tendrá validez para todo el tiempo que dure el mundo, y se consumará en el Juicio Final cuando «los muertos, grandes y pequeños, estén de pie delante del trono» (20,12). Los mensajes revelan que el juicio de Dios es inexorable; esta precisión se recoge con una expresión del Antiguo Testamento que tiene una resonancia paradójica: «la cólera del cordero», ante el que nadie podrá sostenerse (6,16s.). Pero lo sorprendente es que son las comunidades tratadas más duramente, como Laodicea, las que reciben del Espíritu las más bellas palabras de consolación y de promesa; y es justamente en Laodicea donde se dice: «A los que amo, yo les reprendo y corrijo; sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (3,19). Cólera es aquí sinónimo de «celo» divino que no tolera ni la más mínima debilidad en su alianza de fidelidad con Israel y con la Iglesia. Por parte del que juzga, la corrección es considerada como un remedio (Pr 3,12; 1 Co 11,32; Hb 12,5-11). Si esta corrección, como ocurre en las «plagas» del Apocalipsis, entraña primero un endurecimiento de los hombres, no es porque el designo de Dios así lo prevea o así lo quiera (Ap 9,20s.; 16,9-11). Se llegará incluso a decir: de la misma manera que en la vida de Jesús sobre la tierra cuanto más grande era su amor tanto mayor era la resistencia que provocaba, así también ocurre en la historia del mundo que está sometida a esta ley. Pero, por otra parte, no hay que olvidar que es con el tercero de estos castigos (15-16) con el que «se consuma la cólera de Dios» y que es en el momento en que se produce la última plaga cuando se oye la voz que proclama: «Hecho está» (16,17), casi un eco de las últimas palabras de Cristo en la cruz: «Todo está consumado».
2. Los poderes adversos
El proceso que rige la historia del mundo y del que acabamos de hablar a propósito del Apocalipsis aparece claramente allí donde el poder del Mesías ocasiona la precipitación de Satanás, de sus ángeles y de su «gran furor» sobre la tierra, porque saben que «les queda poco tiempo» (Ap 12,7-11). Porque es entonces cuando aparecen las «bestias», es decir, el complot antitrinitario del infierno al que se le ha concedido el «poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación», incluso el poder de «hacer la guerra a los Santos y de vencerlos» (Ap 13,7; 11,7), y finalmente el de «cercar el campamento de los Santos y la Ciudad amada» (20,8). Pero si el infierno constituye esta especie de contrapunto del cielo, es en razón de una derrota anterior del diablo, como proclama tanto el Evangelio como el Apocalipsis: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18); y antes de la pasión, «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo» (Jn 12,31); y «Yo he vencido al mundo» (16,33). Examinaremos más adelante la relación entre este «ahora» y el Juicio Final.
El juicio sobre los poderes adversos es un juicio severo e irrevocable que no está en contradicción con las amenazas de condenación por parte de Jesús, amenazas que olvidan intencionadamente los que ven en «una misericordia divina sin reserva» el núcleo del mensaje de Cristo. Piénsese, por ejemplo, en la maldición de las ciudades impenitentes (Mt 11,20-24) o de la higuera estéril y seca (Mt 21,18-22), o en las amenazas contra los seductores que escandalizan y a los que más les valiera que les colgasen al cuello una rueda de molino y les hundieran en el fondo del mar (Mt 18,6s.). Esta rueda de molino vuelve a aparecer en el Apocalipsis, donde el ángel la arroja con fuerza al mar: «Con esta misma violencia será arrojada Babilonia» (Ap 18,21).
¿De qué naturaleza son estos poderes condenados de una manera tan explícita? Ciertamente no son simples abstracciones, sino fuerzas muy reales tal y como Pablo las concibe y describe. Si a la trinidad diabólica se la representa sobre todo por las bestias («la serpiente antigua» o el «dragón» color de fuego, 12,3-9; la bestia con títulos blasfemos en sus cabezas que sale del mar, 13,1, y la «otra bestia» que tiene dos cuernos como de cordero, pero habla como una serpiente, 13,11) y si tiene el poder de pervertir al mundo en su totalidad, hay que pensar en algo muy real, sin necesidad, empero, de encarnarla en una personalidad humana. Se trata de la gran Ramera de Babilonia «que dio a beber a todas las naciones el vino de su impudicia» (14,8) y que «se embriaga con la sangre de los Santos» (17,6): un poder real, opuesto, como nos enseña ya el Antiguo Testamento, a la realidad de la ciudad de Jerusalén, aunque no se trate de una persona en particular. Babilonia es condenada a ser consumida y devorada (17,16; 18,8), «porque poderoso es el Señor Dios que la ha condenado». Lo que se dice al final del libro de Isaías sobre los habitantes de Jerusalén, que saldrán para «ver los cadáveres de aquellos que se rebelaron contra mí, porque su gusano no morirá y su fuego no se apagará» (Is 66,24), es lo contrario de lo que pasará cuando el Maligno se devore a sí mismo, porque entonces no se verá sino la humareda que se eleva por los siglos de los siglos (1.8,17; 19,3). Esta autodestrucción intemporal es tan misteriosa como la propia Babilonia (17,5), no se la puede «mirar» ni comprender, únicamente produce asombro (17,8), los habitantes de la tierra se maravillan ante ella. Las imágenes que evocan esta destrucción varían: se la puede representar también en un estado de «engullimiento» (19,8) o como un «lago de fuego» (20,19-14) en el que son arrojados no solamente la trinidad satánica sino también «la muerte y el infierno» (20,14), que son igualmente poderes cósmicos y no personas (6,8). Sin embargo, todos los pasajes del Evangelio que se refieren al juicio proclaman que también todos aquellos hombres que, seducidos por los poderes enemigos de Dios, han vendido su alma, todos aquellos que «llevan la marca de la bestia» (13,16) y que, por tanto, «no se hallan inscritos en el libro de la Vida», «son arrojados al lago de fuego» (20,15). Es imposible excluir del mensaje de Jesús la gravedad con la que se proclama que el hombre puede perderse de una manera definitiva: «Jamás os conocí, alejaos de mí» (Mt 7,23). «No os conozco» (Mt 25,12); «apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41); «La blasfemia contra el Espíritu no se perdonará ni en este mundo ni en el otro» (Mt 12,31s.); «temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).
Aunque en modo alguno deba renunciarse a una interpretación de estas palabras, los pecadores no deben perder la esperanza, como numerosos pasajes de Pablo y de Juan autorizan e incluso recomiendan. Ciertamente Cristo no murió por los poderes del mal, sino por todos los hombres. Sin embargo, nadie debe formular teorías sobre las eventuales decisiones que el Juez Soberano tomará respecto a vivos y a muertos, respecto a todos y a cada uno en particular. Cuando el cielo y la tierra «hayan desaparecido», el Cordero abrirá los libros y «todos los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono serán juzgados, cada cual según sus obras» (20,12). El Apocalipsis es esencialmente una sucesión de visiones que no presenta sino aspectos y detalles de la realidad del juicio, y esto utilizando imágenes con evidentes resonancias veterotestamentarias. Es del todo imposible ver en la realidad de las visiones la descripción de acontecimientos de la historia del mundo.
3. La hora del juicio
Después de lo que acabamos de decir, podemos ya presumir que el último libro de la Biblia no nos desvela más que los precedentes sobre la hora del juicio. «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad» (Hch 1,7). Los mensajes nos muestran (y esto desde el principio) que el Señor, Cabeza de la Iglesia, ha comenzado ya a juzgar la tierra desde lo alto del cielo. La serie de juicios que jalonan el Apocalipsis, y cuya fecha es imposible fijar, prueba que la historia del mundo está sometida permanentemente al juicio de Dios, lo que se presenta bajo dos aspectos: hay un número de elegidos que, antes de que se pronuncie el juicio, están marcados con el sello, disfrutan de ciertas deferencias (7,1-4) y siguen al Cordero dondequiera que vaya (14,1-5); éstos, sin embargo, por ser testigos del Cordero, pueden ser «vencidos y aniquilados» (11,7) por la superioridad del Maligno, aunque el poder divino puede resucitarlos (11,10s.). A propósito de estos elegidos, es difícil decir si viven solo en la tierra o si, de una manera misteriosa, viven ya anticipadamente en el cielo. En efecto, el Apocalipsis presenta siempre dos planos superpuestos: la tierra con sus horrores y el cielo con su perpetua liturgia, llegando esto al paroxismo en la escena en la que en el cielo se celebra el banquete de las bodas del Cordero, mientras en la tierra se asiste al gran festín de todos los pájaros que devoran «carne de reyes, de tribunos, de valientes, de caballos y de sus caballeros, la carne de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes» (19,1-18). Los acontecimientos aparecen sin fecha. «¿Cuándo llegará el momento de la siega», «cuándo estará madura la mies de la tierra» (14,15) para que la gran cosecha y la vendimia sangrante puedan comenzar? (14,14-20).
La dificultad con la que nos encontramos ahora es todavía mayor. ¿Cuándo comenzará el «reino de los mil años», durante el cual los poderes del mal serán provisionalmente encadenados para dejar vivir a las almas de los mártires de Cristo en una «primera resurrección» y permitirles reinar y juzgar con Cristo? (20,4-6). La imagen del reino de los mil años tiene su origen en la apocalíptica judía y, si se la interpreta en el marco del cristianismo, no ha de situarse en el curso de la historia. Teniendo en cuenta las «palabras inspiradas» de los siete mensajes («Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios», 3,12), pudiera ser que el reino se refiera a estos «Bienaventurados y Santos» (20,6) que, ya antes de la «resurrección del último día» (Jn 6,40s.), conocen con Cristo una misteriosa resurrección corporal y, en calidad de mensajeros y de jueces, fijan con Él la disposición de los acontecimientos históricos del mundo. Permítaseme evocar al respecto el pasaje revelador de Mateo (27,51-53), donde, en el momento de la muerte de Jesús, se abren los sepulcros y, «después de su resurrección, los cuerpos de numerosos difuntos salen de su tumba» y (según la mayoría de los teólogos) suben al cielo al mismo tiempo que Jesús. María sería entonces la primera por rango de preeminencia, pero no la única, en resucitar con su cuerpo, lo que no impide que el Apocalipsis comporte también un Juicio Final de todos los muertos (20,11-15) y al mismo tiempo una completa transformación del cielo y de la tierra y una cohabitación totalmente nueva de Dios con la humanidad en la «Jerusalén Celeste» que desciende sobre la tierra (Ap 21-22,5).
Veamos ahora un rasgo muy característico de la descripción del Juicio Final; lo encontramos en Mateo: «Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y entonces harán duelo todas las razas de la tierra y verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria» (24,30). Indudablemente la señal es la cruz, mientras que el «poder y la gloria sobre las nubes del cielo» es una herencia de Daniel. ¿Y el duelo de todas las razas de la tierra ante la cruz? En un pasaje del profeta Zacarías citado dos veces por Juan puede leerse: «Mirarán a aquel a quien traspasaron» (Za 12,10). Este pasaje lo menciona Juan al evocar a Jesús, traspasado sobre la cruz (Jn 19,37) y al comienzo del Apocalipsis con parte de un pasaje de Daniel: «Mirad, viene acompañado de nubes, todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra» (Ap 1,7). El texto muestra bien a las claras que el Juez aparece bajo la forma del crucificado y que ante Él los pecadores no pueden sino reconocer lo que han hecho, de donde resulta este lamento de los pueblos que gimen (afortunadamente), no por ellos mismos, sino por Él que ha cargado con sus faltas. La imagen del propio pecado aparece aquí íntegramente (sin duda por primera vez), y de esta imagen se sigue una autocrítica de los pecadores, si bien el veredicto del Juez se silencia. Tal vez, si quiere, otorgue su gracia a los que se apiadan de Él, pero esto forma parte de su secreto y sólo Él lo sabe.
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Die göttlichen Gerichte in der Apokalypse
Erhalten
Themen
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Felipe HernándezJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Revista Católica Internacional Communio 7 (Madrid, 1985), 55–61