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La omnipotencia de Dios
1. La omnipotencia es de Dios
La omnipotencia es una de las propiedades que, según la revelación bíblica –y hablamos solo de esta–, hemos de atribuir a Dios. Pero nunca debemos considerarla como si fuera la única o la primaria; tampoco hemos de olvidar que se la atribuimos a Dios Padre en el Credo: Patrem omnipotentem.
Si situamos la omnipotencia de Dios en el marco de los atributos bíblicos, tal vez aparezca como el primero y más cercano a su divina e infinita libertad. Dios tiene no solo la libertad de poder todo lo que quiere, sino primeramente la libertad de ser Él mismo. Dicho de otra forma más clara: no hay nada que le sea necesario para ser. Tampoco hay en Él una supuesta «naturaleza» de la que emane su libertad como algo secundario. Su libertad penetra hasta el último fundamento de su ser, existe por sí mismo (a se), es eternamente el que Él quiere ser. Sin embargo, tampoco es prisionero de su libertad, como si no pudiera querer y ser otra cosa que su ser divino. Tan original como su libre autoafirmación es su poder de poseer este ser no solo para sí, sino el de darlo enteramente: «Todo lo que es tuyo, es mío», dice el Hijo a su Padre eterno; y como este ser le ha sido dado al Hijo, Él, a su vez, tiene también el poder de repartirlo; así, procede de Él, en unión con el Padre, el Espíritu Santo que tiene, junto a la omnipotencia, la libertad personificada de Dios de «soplar donde quiere», pero también la de ser la propia autodonación de Dios. Es necesario tener presente este carácter trinitario de la omnipotencia divina, según el cual Dios tiene el poder de ser Él mismo y el otro y la unidad de ambos, si en lo sucesivo se quiere reflexionar sobre el poder que Dios tiene para salir de sí mismo y crear seres a los que concede, en su libre omnipotencia, la facultad de ser libres y, a su manera, poderosos. Para comprender bien esto, haremos referencia a otros atributos, sobre todo a su amor que ya implícitamente se ha puesto de manifiesto en su íntima autodonación intradivina; sin embargo, conviene considerar de antemano que el poder de Dios no se limita a Él mismo, sino que abarca todo lo que Él considera como «posible» (es decir, realizable) y que Él en su infinita sabiduría decide que se convierta en «real». También aquí, en la perspectiva de un mundo creable y elegido para la creación, no hay absolutamente nada que pueda determinar o limitar la libre omnipotencia de Dios; en modo alguno significa limitación que toda posible y real creación se realice «según Dios», expresado bíblicamente, «a imagen y semejanza de Dios». Al ser Dios eternamente conforme a sí mismo, lo creado no puede ser en sí contradictorio; lo que evidentemente no significa que Dios, en cuanto creador, deba regirse por el «principio de la no-contradicción». Dios se rige solamente por sí mismo.
Al tiempo que reconocemos en el Dios de Jesucristo, al que este llama su Padre, la inmensa omnipotencia de Dios de entregar todo lo Suyo al Hijo, se nos descubren los atributos divinos de la bondad («Uno solo es bueno: Dios», Mt 19,17), del amor, que no puede ser atolondrado o irreflexivo sino algo absolutamente recto («rectitudo»), justo y sabio, y al mismo tiempo, su inescrutable «gratuidad», porque no están motivados ni determinados por nada que no sea Él mismo: en esta «gratuidad» del querer y del amor divinos consiste su santidad. Y como todos estos atributos son inseparables entre sí (y en consecuencia también de la omnipotencia divina) y no constituyen sino propiedades de una única y personal divinidad, cuando este Dios cree un mundo y en él seres que le reconozcan, toda la corona de los atributos divinos tendrá que reflejarse también en las criaturas, de manera que la criatura –también y precisamente en cuanto ser constituido en libertad y poder– queda referida a la rectitud (justicia) y sabiduría divinas, que en último término es la libertad y el poder para el amor. La criatura es constituida en libertad por la omnipotencia y el amor divinos para que ella a su vez pueda por sí misma, natural y libremente, acceder a la rectitud de Dios.
Pero como la criatura no se ha hecho a sí misma, sino que como ser creado que es se debe al Dios creador, hay que distinguir en ella entre su naturaleza (espíritu) y la autoafirmación de esta su naturaleza: es libre y capaz de percibir como recta su ordenación a la rectitud de Dios y seguirla –o rechazarla–; y, en consecuencia, puede emplear el poder que le ha sido dado fuera o al margen del conjunto de los atributos que a imagen y semejanza de Dios posee, semejante poder aislado por la libertad creada se convierte en mal.
Es preciso añadir aquí que semejante abuso del poder recibido no procede en absoluto del ámbito de la omnipotencia divina (ni de los otros atributos relacionados con ella). El abuso del poder por parte de la criatura es una posibilidad prevista de antemano por la omnisciencia y sabiduría de Dios que se incluye dentro de su omnipotente donación de poder. Y como la original donación intradivina de poder incluye la entrega de la omnipotencia del Padre al Hijo, será también al Hijo divino –así nos lo enseña la Escritura– a quien le corresponderá propia y especialmente la omnipotente y libre superación de este abuso de poder, es decir, del pecado. De esto nos ocuparemos en la tercera parte.
Volvamos de nuevo a la relación entre Dios y la criatura. La contemplación de las «relaciones» intradivinas nos enseña ya que Dios es en sumo grado un viviente. Así se le designa en la Biblia continuamente para diferenciarlo de los ídolos muertos; se diferencia así también del concepto filosófico de un «absoluto» fijo, inmóvil e inmutable. La plenitud y perfección de su vida le convierte en arquetipo de todo aquello que en el mundo constituye la vida del «devenir»; sin embargo la vida divina no es una vida «in fieri», sino la vida del ser, aquella que tiene la libertad y el poder de moverse en todas las dimensiones ilimitadas de su ser, de poseer en grado infinito todas las facultades de sus criaturas: «El que plantó la oreja, ¿no va a oír?, el que formó los ojos, ¿no va a ver?» (Sal 94,9). Tampoco Dios es sin más lo universal (como a menudo se concibe el «dios de los filósofos»), sino también y absolutamente lo particular: ¿qué es tan particular como el Hijo en relación con el Padre y el Padre en relación con el Hijo? Lo particular en su «alteridad» es bueno y en Dios no es «limitación» (el Hijo es Dios igual que el Padre) sino determinación que distingue positivamente de la vaguedad de lo universal. Esta determinación trinitaria de Dios es el presupuesto de que Él, a su vez, pueda ser fuente de vida, lo que es impensable es un dios puramente «monoteísta». Por eso la creación en su inmensa multiplicidad es no solo una obra de arte de la omnipotencia divina, sino que puede ser considerada por la sabiduría y el amor de Dios como algo «muy bueno».
Esta multiplicidad del mundo no es un caos, sino que posee en sí un orden que no necesita ser transparente desde el principio. No se trata simplemente del orden de las «leyes de la naturaleza», que los paganos, contemplando el universo, tomaron como ejemplo perfecto de orden anteponiéndolo al caótico mundo de la historia humana. No, el espíritu creado tiene una mayor profundidad, por así decir, un ordenamiento vertical en virtud del cual puede siempre elevarse sobre sí mismo (en cuanto pura naturaleza) y orientarse hacia un destino superior. Solo así se convierte en imagen de la vida divina, y se convierte en imagen de la vida divina solo mediante la sempiterna iniciativa del Dios que le sale al encuentro y dialoga con él. Como naturaleza que se autoconoce a sí misma el hombre ciego palpa a tientas más allá de su propia limitación; ha sido creado como un «buscador» (Hch 17,27), y solo Dios sabe cómo y cuándo lo encontrará (o cómo y cuándo Él se dejará encontrar): mediante la elección aparentemente arbitraria de un particular, a saber, Abraham, después Israel, por el que Dios se dejará encontrar. Pero dicha elección incluye desde el principio a la totalidad de la humanidad («En ti serán benditos todos los pueblos de la tierra», Gn 12,2), lo que se pone de manifiesto cuando el pueblo se personaliza en el Único elegido, Jesucristo, en el que se consuma por y para todos el verdadero destino de la naturaleza creada: la resurrección de la carne, algo inimaginable desde y por la sola naturaleza humana, que transforma la muerte de lo finito en algo sobrenatural-divino. «En tus manos encomiendo mi espíritu»: esta es la obra que Dios esperaba del mundo para concederle definitivamente derecho de ciudadanía en su vida eterna. Pues ahora se manifiesta –siempre mediante la omnipotencia de Dios– que también lo más humilde de lo particular tiene cabida en este mar de la vida divina, sin tener por ello (como piensa Hegel) que renunciar a su particularidad. Por tanto, porque Dios omnipotente puede decidirse por algo particular y como tal elegirlo –y en esto consiste la ley teológica fundamental de la historia del mundo–, puede lo particular del mundo, aparentemente condenado por su limitación y muerte a disolverse en lo universal, en la especie, en la «naturaleza anónima», entrar a formar parte de la vida divina, más allá de sí mismo, pero como él mismo, es decir en su total y particular corporalidad.
2. El poder de la criatura ante Dios
Las terribles preguntas que este tema suscita deberían en el fondo ser tales solo para los filósofos, no para teólogos creyentes. ¿No se originan necesariamente situaciones trágicas cuando la libertad y omnipotencia divinas chocan con el poder del espíritu creado? Si Dios deja plena y realmente en libertad, ¿no tiene que desentenderse de lo creado? O si Él, por ser omnipotente, no puede desentenderse de las criaturas, en último término, ¿su omnipotencia no vulnera o violenta la libertad de la criatura?
Comencemos con una constatación nada dramática. Si es verdad que una criatura es tanto más sabia cuanto mayor es su participación en la sabiduría divina (Salomón lo sabía en su oración por la sabiduría), tanto más bondadosa cuanto mayor es su participación en la bondad divina («Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso», Lc 6,36), ¿no ha de ser también verdad que se es tanto más libre cuanto mayor es la participación en la absoluta libertad de Dios y que lo mismo puede decirse del poder y la omnipotencia? La libertad humana no se orienta, para obrar rectamente, por una idea del bien o un «valor» abstracto, sino por el bien concreto que es Dios, y este Dios no concebido como algo universal, sino como el Dios que en cada una de sus elecciones particulares se decide por una criatura particular. «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, como en Ti así en mí». Solo aquel a quien en el Evangelio se le llama «siervo» siente esta obediencia como una alienación de su libertad; el «amigo» o el «hijo» del Padre sabe que la voluntad paterna es la norma de toda bondad, y alcanza en la realización de la voluntad del absolutamente sabio, libre y bueno, su propia y plena libertad y bondad. Así de simple es para un hijo de Dios. La palabra «obediencia» en el fondo no le es familiar, porque recuerda la relación de esclavitud o servidumbre sobre la que él se sitúa en su trato íntimo y familiar con el bien.
Sin embargo, cuando la libertad y el poder de las criaturas rompe su relación con Dios, lo que acontece en el pecado original y sobre todo en el pecado personal, las libertades y poderes entran en conflicto mutuo. O mejor dicho, la libertad y el poder de la criatura entra en conflicto con Dios. Pero, ¿entra por ello también Dios en conflicto con la criatura o consigo mismo? Ciertamente no, porque Él ha previsto esta situación desde la eternidad y la ha querido como una consecuencia de su inmensa generosidad, lo que en absoluto significa que Él haya querido el pecado del espíritu creado. ¿Y en conflicto consigo mismo? Tampoco esto puede afirmarse. La criatura se sitúa en conflicto con Él, lo que no limita en modo alguno ni la sabiduría ni la libertad y omnipotencia de Dios. Los problemas que los teólogos se plantean en este sentido parten todos de la idea fija de que el Dios bueno, que en principio destinó a las criaturas a salvarse en Él, se ve obligado «ulteriormente» a causa de la rebeldía de las criaturas a postergar su bondad en aras de su justicia, lo que le obliga a condenar allí donde Él hubiera preferido salvar.
Conviene recordar aquí lo que ya dijimos a propósito de la rectitud de Dios (rectitudo). Dicho concepto incluye tanto lo que nosotros llamamos bondad o misericordia como lo que llamamos justicia (Israel demostró gran sensibilidad para esta identidad en conceptos como mishpat o sadek). Agustín –¡precisamente él!– lo tenía muy claro: «No creáis», escribe a propósito de los dos conceptos, «que pueden separarse en Dios. Ciertamente a veces parecen oponerse, de modo que el misericordioso no guarda la justicia y el que se empeña en la justicia se olvida de la misericordia. Pero Dios es omnipotente y en la misericordia no prescinde de la justicia ni en el juicio de la misericordia» (En. en Sal 32, v. 5). Anselmo se convertirá en un clásico de esta doctrina. Para él Dios es el «sumamente bueno» y, como tal, bueno, justo y misericordioso por antonomasia: «Eres misericordioso porque eres sumamente bueno, pero no puedes ser sumamente bueno a menos que seas sumamente justo, pues verdaderamente eres misericordioso, porque eres sumamente justo». «Tu misericordia brota de tu justicia» (Proslogion 9). Si en la Antigua Alianza (en la que Dios castiga despiadadamente a los impíos) esto no está todavía claro, desde el momento cumbre de la revelación cristiana, momento en que en la cruz de Cristo coincide la suma justicia frente al pecado del mundo con la suprema misericordia para el pecador, se comprende del todo. Esta coincidencia no es un hecho puramente banal para el entendimiento humano; Anselmo lo sabe muy bien cuando habla de «la fuente más oculta de Tu bondad, de la que nace el río de tu misericordia», y añade: «Aun cuando sea difícil comprender, cómo Tu misericordia no existe sin Tu justicia, hay que creerlo necesariamente, pues no puede ser ajeno a la justicia lo que procede de la bondad».
De aquí hemos de concluir dos cosas. Primero, que el poder del mal no procede de la omnipotencia de Dios. Esto aparece claro ya en los Salmos y el Apocalipsis lo corrobora en sus imágenes finales. Pero el pecador realiza su obra contra Dios dentro de la omnipotencia divina, que no se contradice, pues es ella la que le ha dado su libertad creatural. Lo que contradice la omnipotencia en la acción del pecador no es obra de Dios, sino de la criatura, pero el hecho de que la criatura pueda actuar se debe tanto a la omnipotencia como a la generosa donación de Dios.
De esto se sigue lo segundo: que el pecador en razón de su propia decisión se aleja de Dios y le vuelve la espalda, por tanto, no es Dios el que rechaza a la criatura, sino esta la que rechaza a Dios. Ciertamente la imagen veterotestamentaria del Dios que juzga por encima del bien y del mal es retomada en el Nuevo Testamento, y esto con todo derecho, de manera que esta autocondena del pecador queda ampliamente superada por la soberanía de la decisión y elección divinas. La humanidad pecadora tiene que saber esto necesariamente. Por la fe sabemos solo que el Hijo de Dios, entregado por el mundo en virtud del amor del Padre, ha expiado por todos los pecados. Solo a Él en su omnipotencia, le está reservado el derecho de juzgar a todos, tanto a los que le siguen y le son fieles como a los que le rechazan: «Omnis potestas in coelo et in terra» (Mt 28,18), «ut in nomine Jesu omne genu flectatur, coelestium, terrestrium et infernorum» (Flp 2,10).
3. La impotencia como prueba de la omnipotencia
Dios deja hacer al pecador cuando este decide hacer uso del poder al margen de la bondad, justicia y misericordia divinas, y lo convierte así en un poder desnudo, maligno. Pero la respuesta de Dios no se hace esperar. Él mismo entra en la historia humana, y no sólo toma partido por los oprimidos por el poder desnudo, los «huérfanos y las viudas» de la Antigua Alianza, sino que como el Siervo de Yahveh, que es conducido al matadero y no abre la boca, entra a formar parte de «ese partido» y se hace uno de ellos.
Pablo habla en este sentido de «kenosis», anonadamiento. ¿Quiere esto decir que Dios al hacerse hombre en Jesucristo ha renunciado a su omnipotencia divina? Ciertamente no. Pablo dice que el Hijo de Dios, siendo de condición divina, no «hizo alarde» de ser igual a Dios como si de un rapto se tratase, lo que hubiese contradicho la perfecta libertad de Dios de ser Él mismo que se ha descrito al principio, y en particular también la especial libertad del Hijo eterno de poseer la divinidad como un regalo del Padre que le engendró. En consecuencia, la «aceptación de la condición de siervo» no contradice en absoluto su divinidad y omnipotencia sino que la confirma: Dios no sería omnipotente –también en el mundo y en todas sus posibilidades– si no hubiera podido esto. Sin embargo, es preciso reconocer que en esta «omnipotente kenosis» el Hijo de Dios no toma la forma de siervo como el pecador, que no obedece a Dios, sino como el que obedece al Padre, y, por ello (como se indicó en la segunda parte) como el plenamente libre que, siendo realmente siervo, es también, a la vez, realmente Señor: «Vosotros me llamáis Señor y Maestro, y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies» (Jn 13,13s.), es decir, he hecho un trabajo de esclavo con vosotros, «os he dado un ejemplo para que también vosotros hagáis lo mismo». Este real «último lugar» remite a la perfecta libertad y omnipotencia de Aquel que le ha elegido.
¿Y por qué elegido? Porque este era el camino adecuado para proceder en el mundo contra el poder solitario y, en consecuencia, maligno. No se trata solo de establecer un modelo ético y político –esto evidentemente también–, sino además de andar el mismo camino de Dios en el que Él manifiesta su omnipotencia «triunfando» (Col 2,15) sobre «los principados y potestades, los dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6,12). «Los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores, no sea así entre vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más pequeño y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22,25s.). La enseñanza aquí es doble: aparece primero la restauración del arquetipo trinitario en el que el sumo poder se muestra en la entrega total, pero también el servicio impotente del siervo frente al aparente dominio del poder abstracto. Ambas cosas están tan íntimamente unidas que en la impotencia (hasta la muerte en cruz) se revela la perfecta omnipotencia de Dios sobre el poder del pecado. Precisamente, porque el poder maligno se abstrae de todas las propiedades positivas de Dios y de su imagen creatural, está condenado al fracaso, a perecer: descarga sus fuerzas en lo impotente hasta que estas se agotan. Gregorio de Nisa vio con lucidez esta caducidad del poder abstracto: según él, lo bueno tiene que llegar hasta la última frontera del mal para, atravesándola, vencerlo.1 Esta frontera se atraviesa en el momento en que el Hijo crucificado, ante las risas y el escarnio del mundo y –según su propio sentimiento– abandonado por su Padre, muere en impotencia, pero conservando en este momento cumbre toda su obediencia y ofreciéndosela al Padre mientras muere. Pero hay algo más: se atraviesa la frontera en tanto que el que muere toma consigo al que está detrás de él: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», promete al buen ladrón que representa aquí a toda la banda de ladrones de la humanidad. Se manifiesta aquí en grado sumo la omnipotencia de un Dios que no solo ha querido sino podido: «reconciliar al mundo consigo en Cristo» (2 Co 5,19).
Sin pretender agotar las consecuencias que esto tiene para la vida cristiana, digamos, para terminar, dos cosas. La Iglesia de Jesús nunca debe aspirar al poder abstracto para anunciar así más eficazmente la doctrina evangélica de la cruz o, incluso, para imponerla (violentamente). Pero, por otra parte, el seguimiento de Cristo no es exclusivamente la impotencia de la cruz, sino también una misión vivida intensa y cotidianamente que implica una muerte constante frente a la propia voluntad de poder, para vivir solo de la voluntad misericordiosa del Omnipotente y desde ella actuar y morir.
- Todos los textos en J. Danielou, L’être et le temps chez Grégoire de Nysse (Brill 1970) 186-204.↩
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Gottes Allmacht
Erhalten
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
DeutschImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Felipe HernándezJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Revista Católica Internacional Communio 6 (Madrid, 1984), 198–205