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La Iglesia y el infierno
1. La esencia del infierno
Acerca del tema del infierno la predicación moderna guarda absoluto silencio (quizá por sentirse incómoda, quizá por misericordia, ¿quién sabe?); mientras que, por el contrario, la Escritura habla de él con gran seriedad. También la Tradición y la homilética de la Iglesia han tratado este argumento con mucho celo. Este silencio se explica, sobre todo, por el hecho de que, en la representación de este aspecto de la doctrina, se ha producido un cierto replanteamiento y, por tanto, hay que formularlo de manera diversa. En otros tiempos se creía saber muchas cosas que hoy ya no parecen creíbles; y si hoy, por el contrario, sabemos demasiado poco, esto se debe a que no logramos expresar todavía lo esencial con los términos adecuados.
La esencia del infierno está en el hecho de que un hombre pierde a Dios para toda la eternidad y, con él, se pierde a sí mismo. El hombre tiende a la posesión de Dios, del bien eterno; cualquier otro bien no es sino una referencia a ese Bien y un camino hacia Él. Por eso, un hombre que pierde a Dios, no solo se pierde a sí mismo, sino también –ya que con la muerte quedan atrás todos los caminos– todos los bienes finitos y temporales. Esta pérdida es una posibilidad absolutamente real y seria para cada uno, que debería temer mucho más por la propia persona que por los otros (que, como Hitler o Stalin, son mandados fácilmente al infierno). No se trata de pintar los horrores del más allá (esto se ha hecho con cierta predilección en otros tiempos; los indios, por ejemplo, en sus representaciones del infierno, han superado con creces la fantasía de los cristianos). Así no se hace sino alejarse del punto central del problema. Si los castigos del infierno consisten en un fuego espiritual o material (cosa común en el judaísmo tardío), o en un frío glacial (como en el fondo del Infierno de Dante), o incluso en un alternarse de las dos cosas (Tomás de Aquino), es una cuestión irrisoria frente a su gravedad existencial, que todos deberían meditar. «¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor» (1 Co 4,3-4). Y ante su trono de juez tendré que presentarme personalmente y solo, y no puedo saber con antelación qué medida usará Él para juzgar mi vida. Se trata, pues, de «mantener con todo el rigor de su instancia de realidad la doctrina del infierno; de convencer al hombre para que regule su propia vida frente a la real posibilidad del eterno naufragio y de comprender la Revelación en su profunda instancia de seriedad» (J. Ratzinger, Lexikon für Theologie und Kirche, 2 V, 448).
2. La revelación bíblica
El Antiguo Testamento, como momento preliminar a la apertura del cielo por obra de Cristo resucitado, no conoce ni cielo ni infierno en el sentido neotestamentario. Conoce en cambio, en un extraño contraste con las especulaciones acerca del más allá de las culturas vecinas, solamente una alianza de los vivos con Dios; los muertos se hunden definitivamente en el «Seol», en el que, excluidos de la Alianza y de su esperanza, ya no pueden alabar a Dios. En los Salmos esto se repite varias veces. Solamente en los tiempos cercanos al nacimiento de Cristo se empezó a pensar en un destino diverso para los buenos y para los malos, y se les asignó lugares diferentes. A la hora de hacerse una imagen del infierno, jugaron también un papel importante los incineradores de basuras, a las puertas de la ciudad santa, lugares de los que se alzaba continuamente el humo de las cosas quemadas.
Pero solamente en el Nuevo Testamento, donde al hombre redimido por Jesús se le abren las puertas del cielo, está presente, como contrapartida, la pérdida de este cielo: el infierno. Jesús, al describir a sus oyentes judíos el juicio, usa imágenes corrientes del Antiguo Testamento: allí el juicio («día de Yahveh») consistía siempre en la separación y salvación de los justos, los que creen en Yahveh, y en la condena de los demás. Inicialmente se creyó que estos últimos eran todos los pueblos excepto Israel, mientras que el judaísmo tardío cayó en la cuenta de que también dentro de Israel existían los sin Dios. Jesús utiliza esta representación del juicio cuando (remitiéndose al «Hijo del hombre» citado por Daniel «que en las nubes del cielo venía» y al que «se le dio imperio» Dn 7,13-14) el Padre mismo le confía el juicio (Jn 5,22), y en el pasaje en que afirma que la actitud de un hombre hacia Él es decisiva para su salvación (Mc 8,38). A este respecto, en las representaciones que ofrece Jesús del juicio, vale la pena sopesar qué cosas se refieren a las imágenes veterotestamentarias y qué otras son, en cambio, el núcleo esencial. En Juan, Jesús hace una distinción. Él mismo, afirma, no ha venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo (Jn 12,47). Pero a continuación sigue diciendo: «El que me rechaza y no sigue mis palabras, ya tiene quien lo condene: la Palabra que yo he hablado, esa le condenará el último día» (Jn 12,48). Esta idea, que se repite en otros pasajes (Hb 6 y 10), relativiza la imagen del juicio, pero no su seriedad: así pues, podemos decir que Jesús, como Salvador del mundo, no condena a nadie al infierno; pero aquel que no quiera aceptar el amor de Dios que se le ofrece –y Dios nos ha concedido esta libertad– se condena a sí mismo a la lejanía de Dios. Lo ha escrito Karl Rahner con gran claridad: «La eternidad del infierno puede y debe explicarse hoy como consecuencia y no como causa o realidad independiente de la obstinación interna (como negativa a la gracia dada para la acción salvífica), la cual a su vez proviene de la naturaleza de la libertad y no está en contradicción con ella, puesto que la libertad es voluntad y posibilidad de poner lo definitivo, y no la posibilidad de una revisión siempre renovada de las decisiones; en consecuencia el infierno es eterno. El Dios justo sólo actúa en el castigo del infierno en cuanto no arroja al hombre de la realidad definitiva que él mismo se ha creado y no lo arranca de su contradicción al mundo como creación divina. Por esta razón es poco adecuado para entender el infierno el modelo de un castigo vindicativo» (Sacr. Mundi, 3, 1973, 906). Al infierno va el hombre que no se deja reconciliar de ningún modo con el amor de Dios.
¿Existe ese hombre? Ni se puede ni se debe dudar de que sea seriamente posible. Peca contra el Espíritu Santo de Dios, y eso «no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro» (Mt 12,33).
Sin embargo, hay que tener en cuenta una particularidad del Nuevo Testamento. Los discursos de Jesús antes de la Pascua, especialmente los que nos presentan los sinópticos, hablan con frecuencia el lenguaje duro de los profetas referido a una infalible sentencia doble: salvación y perdición. La reflexión postpascual acerca del acontecimiento Cristo en su totalidad –vida, muerte de cruz por todos, resurrección– introduce un acento nuevo en el anuncio: junto a las amenazas muy serias de una posible perdición («cuyo final es la perdición», Flp 3,19; «pues hay un pecado que es de muerte [eterna]», 1 Jn 5,16, etc.), se da también una mirada de esperanza en la salvación de todos; una esperanza que no es un saber cierto, pero que, de todas formas, subsiste como auténtica esperanza cristiana: «cuando yo sea levantado de la tierra (en la cruz), atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32), «(Dios) quiere que todos los hombres se salven» mediante «Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2,4-6); «Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud» (Hb 9,28), y muchos otros pasajes. Pablo habla abundantemente del hecho de que el equilibrio (en el juicio) entre el pecado, que merece el castigo, y la gracia sobreabundante ha sido superado (Rm 5,15-21).
3. La tradición de la Iglesia
En muchos puntos da que pensar. Por lo que se refiere al ministerio magisterial, la existencia del infierno (como posible perdición de los hombres) nunca ha sido puesta en duda (basta consultar Denzinger-Schönmetzer nn. 15, 76, 801, 839, 858, 1002, 1306); pero también se ha subrayado expresamente que los malos se preparan la propia ruina a través de una libre decisión (arbitrio voluntatis propriae, 443). Sin embargo –frente a las numerosas beatificaciones y canonizaciones– el Magisterio nunca ha dicho de un hombre concreto que se encuentre en el infierno.
La tradición teológica conoce dos posturas extremas, que hoy para nosotros son insostenibles. Una sabe con certeza que todos los hombres se salvan, por tanto que en el infierno no hay nadie. Esta postura fue condenada (bajo la presión de Justiniano, DS 411, y con la confirmación de Roma); tal condena se dirige contra algunos monjes origenistas, pero hoy no estamos seguros de que el mismo Orígenes haya sostenido esta tesis; los principales expertos lo niegan. Con toda seguridad la sostuvo San Gregorio de Nisa, que sin embargo nunca fue condenado. La posición contraria es la de San Agustín, con su profundo influjo durante todo el medioevo escolástico hasta la Reforma y el Jansenismo incluidos: esa postura sabe con certeza que un cierto número de hombres (es secundario que ese número sea mayor o menor) se ha condenado para toda la eternidad. Esto va en contra tanto de la cautela del Magisterio sobre este punto, cuanto de las tendencias del Nuevo Testamento en sus últimas partes. Todo el anuncio de la Iglesia acerca de una posible perdición debería efectuarse, como dice el cardenal Ratzinger, existencialmente, o sea, como algo que debe penetrar en el corazón de cada uno, y no como una verdad pura y llana, que, además, se refiere más a los otros que a mí mismo. Aquí se debería llevar a cabo hoy la corrección más rica e importante, corrección que, evidentemente, no debería debilitar para nada la seriedad del anuncio cristiano, pero que, sin embargo, debería dejar un espacio abierto a la esperanza cristiana para todos los hombres –¡una esperanza que no se convierte nunca en un conocimiento seguro!–.
Teresita de Lisieux es quien ha hablado de una manera más hermosa de esta esperanza universal. Nunca salta los límites establecidos ni a la derecha ni a la izquierda, pero osa convertir en central la esperanza de una absoluta confianza en la sobreabundancia de la Gracia divina. Lo cual, por otra parte, está perfectamente de acuerdo con lo que se dice en el capítulo 5 de la Carta a los Romanos.
4. La experiencia de la cruz en los santos
En el Credo la palabra «infiernos» aparece solamente una vez: allí donde se habla del descenso de Cristo a los infiernos. Aquí no podemos tratar con profundidad el misterio de este descenso. Con toda seguridad, lo que sucedió entre la muerte de Cristo, el Viernes Santo, y su Resurrección «al tercer día», en la Pascua, es un acontecimiento de salvación: Él no solamente quiso sufrir entre los que sufren, sino que quiso ser muerto entre los muertos, con una solidaridad que (según el Antiguo Testamento) no existe de ningún modo entre los muertos. Los muertos están dejados de la mano de Dios, porque Dios es vida eterna y en cambio ellos ya no viven. Allí donde se encuentran –en el «Seol»– no existe ni fe, ni esperanza, ni caridad. Allí dentro, a esta experiencia, quiere descender Cristo en una última (siempre viva) obediencia al Padre. ¿Acaso Él, que ha conocido mejor que nadie el amor del Padre, no había experimentado ya en la cruz, en sustitución de los pecadores, el abandono de Dios? Sí, hasta el punto de que, en este abandono, ya no puede comprender la propia misión: «¿Por qué me has abandonado?» es una pregunta para la cual, dentro del sufrimiento, no hay ninguna respuesta.
Este haber perdido a Dios es atemporal; Jesús en la cruz no puede mirar hacia delante, a la Pascua, con la certeza de que todo el sufrimiento se va a acabar pronto. Para Él, el tiempo de la pérdida de Dios se ha parado, y en esta atemporalidad su Pasión abraza la pecaminosa historia del mundo en su totalidad: «Jesús está en agonía hasta el fin del mundo» (Pascal). Él hace partícipes de este abandono en la cruz a algunos de sus santos. San Juan de la Cruz lo describe en su «noche oscura» con mucha profundidad: «(Dios) de tal manera destrica y decuece la sustancia espiritual, absorbiéndola en una profunda y honda tiniebla,… así como si tragada de una bestia en su vientre tenebroso se sintiese estar digeriéndose» (por lo demás, santa Matilde de Magdeburgo decía de sí misma que algunas veces se sentía aprisionada «bajo el rabo de Lucifer»). Sigue diciendo San Juan de la Cruz: «sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios, y castigada y arrojada e indigna de Él, y que está enojado; que todo se siente aquí, y más que le parece que ya es para siempre». A veces estas experiencias se viven con tal intensidad que el alma cree «que ve abierto el infierno y la perdición; porque de estos son los que de veras descienden al infierno viviendo» (II,6). Muchos místicos han tenido experiencias absolutamente semejantes, expresamente como participación del abandono de Jesús en la cruz por parte de Dios. Citamos todavía otro, que no fue místico en el sentido estricto de la palabra y que sin embargo ha pasado por una experiencia del infierno del todo personal: Dante, que por su obstinación y por la purificación de su alma, es enviado por la misma Beatriz a través del Infierno, para que aprenda a conocer lo que le amenaza y, enseñado por esta terrible experiencia, pueda tomar el camino del Purgatorio.
Interrumpimos aquí y no seguimos la moda de las innumerables novelas modernas que, a propósito (Auschwitz) o no, tienen continuamente la palabra infierno en los labios. Nos basta saber que en los grandes, auténticos místicos, el infierno –en el seguimiento del Christus descensus– puede introducirse como una cuña también en esta vida. Y en este seguimiento podemos estar seguros de que una tal experiencia del abandono eterno de Dios tiene, desde el acontecimiento de la Cruz, un significado de reconciliación y de redención1.
- En estas breves reflexiones no hemos hablado del demonio. La revelación de Dios en Jesucristo está absolutamente centrada en torno a nosotros los hombres; no es un manual de todas las cuestiones que no nos afectan de manera central. Nos basta con saber que existen potencias satánicas, de las que nos debemos guardar. ¡Estudiar y experimentar qué son en particular estas potencias (¡reales, sin duda!) y qué destino les prepare Dios, no es cosa que nos toque hacer a nosotros!↩
Hans Urs von Balthasar
Originaltitel
Piccola catechesi sull’inferno
Erhalten
Technische Daten
Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
ItalienischImpressum:
Saint John PublicationsÜbersetzer:
Arturo PinachoJahr:
2024Typ:
Artikel
Quellenangabe:
Revista Católica Internacional Communio 13 (Madrid, 1991), 122–127