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El camino de Adrienne von Speyr hacia el catolicismo
«La gran peripecia»
Adrian Walker
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Sprache:
Spanisch
Sprache des Originals:
SpanischImpressum:
Saint John PublicationsJahr:
2025Typ:
Artikel
Quellenangabe:
https://maior.es. Se agradece la Fundación Maior por autorizar la reproducción del texto.
1. Historia de un alma eclesial
Las conversiones cristianas son dones regalados por Dios, no solo a los individuos que se convierten, sino también a la Iglesia y –a través de ella– al mundo. Es, pues, muy apropiado meditar sobre una de las grandes conversiones de nuestra época –la de Adrienne von Speyr– en el marco de este séptimo encuentro Fe cristiana y servicio al mundo.
El significado eclesial de las grandes conversiones cristianas es todo menos casual. Toda conversión a Cristo, en la medida en que sea auténtica, implica la incorporación simultánea a su Iglesia. Quien se entrega verdaderamente a la Cabeza, también se entrega necesariamente a su Cuerpo. Esta entrega a la Iglesia conlleva, a su vez, la «eclesialización», es decir, la conversión genera un anima ecclesiastica, un alma eclesial, que participa en la misteriosa cuasi-personalidad de la Iglesia, cuya identidad se da solo en el flujo de amor entre el Esposo y su Esposa. La conversión auténtica transforma al individuo en persona teológica, en quien se identifican existencia personal y misión –que es siempre misión eclesial en favor del mundo entero–.
Si la conversión de Adrienne von Speyr tiene un significado teológico para la Iglesia y para el mundo, es porque ella fue llamada a vivir una eclesialización que se puede calificar de «paradigmática». En este contexto, es significativo que se trate de una conversión al catolicismo romano. La misión de Adrienne no se habría podido realizar en ninguna otra comunidad eclesial, ni siquiera en la de la Ortodoxia Oriental, porque una de sus tareas principales consistía en representar la plena eclesialización, cuyo marco objetivo se da plenamente solo en la Iglesia de Roma.1 Desde luego, esto no implica ningún juicio sobre la calidad subjetiva de la fe de los no católicos; hay que tener presente «hasta qué punto se revela parcial y defectuosa la manera en que muchos católicos declarados participan de la plenitud interior de su Iglesia, mientras que otros cristianos saben aprovecharse mucho mejor de los bienes salvíficos que están a su alcance».2
2. Biografía y misión
«El largo camino desde la infancia», nos cuenta Adrienne, «había sido una preparación y encontró su sentido en la conversión».3 El paso hacia el catolicismo representó, pues, el eje en torno al cual se cristalizó la forma definitiva de su vida. Es como si para Adrienne persona y misión hubiesen convergido ya desde su infancia, si bien ella misma veía la unidad de los dos aspectos solo a través del velo de una «exigencia desconocida»,4 es decir, bajo la forma de una conciencia de que ella «estaba reservada para algo», que en «momentos determinados» se transformaba en la «conciencia de que esto era un secreto de Dios para el que tenía que estar preparada».5
El punto de unidad donde finalmente se cruzaron las líneas convergentes de la forma hasta entonces inacabada le fue dado en el contexto de una intuición que, según el testimonio de la misma Adrienne, provocó «la gran peripecia» de su conversión.6 Puesto que esta «gran peripecia» nos da una clave importante para captar el significado eclesial de su conversión, y por lo tanto de su misión teológica, vale la pena recorrer brevemente algunas etapas del «largo camino» que condujo a esta gran conversa a la Iglesia católica. Este recorrido verificará la hipótesis de la recíproca iluminación entre biografía y misión eclesial. Esta hipótesis es tanto más significativa cuanto que la «mística objetiva» vivida por Adrienne une persona y misión de una manera paradigmática para los católicos deseosos de profundizar en la íntima conexión entre «fe cristiana y servicio al mundo».
Antes de proceder al itinerario biográfico de Adrienne, será útil mencionar a otro gran converso, san Augustín, que al inicio de sus Confesiones medita sobre la búsqueda de Dios como respuesta a la libre autocomunicación divina. Esta respuesta depende, nos dice Augustín, enteramente de la sola iniciativa de Dios, pero no por eso cesa de ser precisamente una respuesta, la cual implica el compromiso total del corazón humano, capaz de reconocer el don inesperado como el «tesoro escondido en el campo». Esta es la clave que nos permite comprender el sentido de la célebre exclamación agustiniana, «tu excitas, ut laudare te delectet, quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te» que se puede traducir libremente de la siguiente manera: tú puedes hacernos salir de nosotros mismos por pura alegría de tu alabanza, porque nos has creado para ti, hacia ti, y por eso nuestro corazón no puede contentarse con nada que no seas tú, al menos no sin engaño de sí mismo.7
Aunque Adrienne recibió una misión que ponía más énfasis en la sobriedad de la obediencia que en la satisfacción subjetiva del cor inquietum, el camino que preparó esta misión revela el mismo misterio de comunión entre Dios y el hombre, libertad divina y libertad humana, que marca el iter del converso Augustín. Tanto es así que Balthasar puede afirmar que «en el carácter de Adrienne es difícil distinguir entre el aspecto natural y el sobrenatural, ya que desde su más tierna infancia la gracia la dirigió de un modo muy marcado. No obstante esto, el aspecto sobrenatural no borró su originalidad natural, sino que la puso de relieve con suma claridad».8
3. Un paso insólito
Hay que tener presente, pues, que antes de su conversión al catolicismo, que ella vivió en el año 1940, Adrienne no había sido ni pagana ni atea, sino cristiana creyente, nacida y educada en un contexto cultural dominado por el cristianismo. Desde luego no se trataba del catolicismo, sino del protestantismo de la Iglesia Reformada Suiza, que en la región francófona de donde provenía Adrienne, habrá sido marcada más por el calvinismo que por el zuinglismo al cual se remontaba la rama alemana de dicha iglesia. De todas maneras, la familia de Adrienne pertenecía a la clase alta protestante de Suiza, como Balthasar muestra en un largo pasaje al inicio de Una primera mirada a Adrienne von Speyr:
Adrienne vino por fin al mundo el 20 de septiembre de 1902, en la austera ciudad de La Chaux-de-Fonds, situada a 1000 metros de altura en los montes del Jura (Suiza). Fue la segunda hija del oftalmólogo basiliense Theodor von Speyr que tenía allí su práctica médica y de su mujer Laure, Girard de soltera. El padre procedía de una familia de viejo abolengo de Basilea, a la que ya antes de la Reforma habían pertenecido fundidores de campanas, pintores de santos e impresores de libros. Entre las «Clôches de Bâle» en las torres de la Catedral se encuentran aún hoy algunas campanas que llevan el nombre del taller von Speyr. Más tarde, en todas las generaciones de la familia von Speyr surgieron médicos, pastores protestantes y hábiles hombres de negocios. La madre era hija de relojeros y joyeros que habían tenido éxito en Ginebra y en Neuchâtel.9
En este mundo relativamente compacto, marcado por un protestantismo reformado de mucho arraigo, el catolicismo no tenía ningún lugar –al menos no en la buena sociedad a la cual pertenecían los von Speyr–. El catolicismo era un cuerpo extraño. Por supuesto, el entorno inmediato de Adrienne no habrá conocido el odio propiamente teológico típico del protestantismo de las primeras generaciones. Sin embargo, a la niña Adrienne «los católicos le son totalmente desconocidos. De los que la rodean, solo recoge expresiones burlonas y despectivas sobre ellos».10 La Adrienne adulta tuvo que afrontar la misma actitud de desprecio, como ella nos cuenta en un pasaje de su Lumina, escrito después de su conversión:
El catolicismo en los ojos de la diáspora: si se trata de un católico tonto, dicen: «Solo los católicos pueden ser tan tontos». Si es inteligente, dicen: «A lo mejor no lo cree sinceramente, solo finge ser católico». ¿Y si para colmo es converso? Pues, es que probablemente fue la única táctica que se le ocurrió para estar en boca de todos.11
En el año 1940, Adrienne von Speyr se expuso al desprecio de su entorno por su inesperado paso hacia la Iglesia de Roma. Además, tomó su insólita decisión bajo la guía de un padre Jesuita de nombre Balthsasar, representante de la orden religiosa católica que había sido oficialmente expulsada de Suiza después de la guerra civil católica-protestante del año 1847. Para colmo, el entorno eclesial en que le tocó practicar su fe –«la Basilea católica»– «no sabía qué hacer con» ella.12 Si, al igual que Newman, Adrienne entró en la soledad de la conversión, no fue ni por ningún tipo de celo estrechamente confesional, ni por el deseo de ser la comidilla de la ciudad, ni para escandalizar a la buena sociedad basiliense. ¿Por qué, entonces, el paso insólito al catolicismo romano?
4. «Dios es distinto»
El camino hacia catolicismo empieza para Adrienne con «el gran misterio de la infancia y la juventud».13 Se trataba, según Balthasar, de «una existencia infantil en Dios y para Dios bajo la guía del “ángel”. Este», continúa Balthsasar, «le muestra lo que ha de hacer o no hacer, cómo se reza o cómo se puede estar simplemente con Dios y, desde el inicio, le enseña a apreciar el valor del sacrificio y de la renuncia».14
Esta «experiencia» originaria «del ser protegida», que está como «enmarcada entre… dos visiones, la de SPN [1907] y la de la Madre [1917]»,15 engendra en Adrienne un «sentimiento de “estar reservada”».16 De ahí «un segundo aspecto», es decir una «continua búsqueda de Dios, ante todo desde el tiempo de la escuela dominical y el catecismo».17 En el mismo tiempo, Adrienne va percibiendo «un declararse, un anunciarse de lo católico por todas partes»,18 es decir: de la catolicidad de la Iglesia como lugar de ese sí ilimitado a la Revelación que ella había llegado a conocer en el encuentro con san Ignacio y con María.
Comparado con esta plenitud, el protestantismo convencional de su entorno se revela insuficiente. Ya en la «clase de religión se dan dificultades crecientes. Con cada nuevo pastor surgen nuevas discusiones. Se siente siempre inexplicablemente desilusionada, pues el protestantismo que se le presenta le parece vacío. “Dios es diferente”, les aclara a sus profesores, muy decidida».19
Pero, ¿qué echaba de menos exactamente Adrienne? Ya desde pequeña, ella habrá conocido la sincera entrega a Dios, gracias tanto al ejemplo de algunos familiares (piénsese en su padre y, sobre todo, en su querida abuela) como por su propia experiencia religiosa. El problema, pues, no consistía en la falta de sinceridad religiosa, sino –en cierto sentido– en esa sinceridad misma. Es que la sinceridad no basta para un sí plenamente católico, y Adrienne sufría de la ausencia de una forma eclesial que recogiese la esencia pura de la entrega personal, más allá de los límites del propio autocontrol. En este contexto, es significativo el testimonio de Balthasar, según el cual Adrienne anhelaba la confesión sacramental, puesto que es precisamente la confesión la que libera la subjetividad de sí, no para destruirla, sino para devolverla a sí, ya transformada en personalidad eclesial:
[Como adolescente] frecuenta con interés las asambleas del Ejército de Salvación y presencia allí la confesión pública de los pecados. Este modo de confesar le parece falso en su raíz… Su sed por la verdadera confesión sacramental aumentará con los años hasta llegar a la conversión y será, quizá, el mayor estímulo que la lleve finalmente a la Iglesia católica.20
5. «La gran peripecia»
Nos estamos acercando poco a poco a la «gran peripecia» de la conversión de Adrienne. Balthasar nos dibuja el estado interior en que ella se había encontrado en los años inmediatamente anteriores a este acontecimiento:
Una y otra vez había hecho el intento de entrar en contacto con un sacerdote católico para conocer, por fin, el catolicismo y poder expresar su deseo de conversión: todos los intentos fracasaron. En los años que precedieron a 1940 continuaba rezando, ciertamente, pero una oscuridad de profundo desaliento anidó en su alma. Además, a la muerte de [su primer marido] Emil había hecho el descubrimiento de que ya no podía pronunciar con plena verdad subjetiva la súplica «hágase tu voluntad» cuando rezaba el Padrenuestro. Es verdad que había dicho sí por anticipado a la muerte de Emil, pero en ella vivía la sensación de que ese sí le había sido de alguna manera arrancado, que no lo había donado a Dios en completa libertad. Por honradez evitó rezar en adelante el Padrenuestro. Un párroco protestante le dio el –muy mal– consejo de rezar otras oraciones en su lugar. Pero, en todas estas oraciones chocaba de inmediato con la palabra que no podía pronunciar.21
Este pasaje presenta muy eficazmente el «problema» al cual la conversión de Adrienne debía representar la «respuesta». Por una parte, la aparición de san Ignacio y de la Madre de Dios «fueron» –estas son las palabras de Adrienne– «una “visión anticipada”, una especie de prenda, para que no desesperara y perseverara en una especie de obediencia (esto particularmente junto a la Madre de Dios)».22 Es decir, Adrienne sentía la llamada a la entrega mariana a Dios. Por otra parte, la dura experiencia de la muerte de su primer marido, el catedrático basiliense de historia, Emil Dürr, le había enseñado la impotencia radical del mero yo, incapaz de acudir a la llamada sin la gracia de Dios. Tampoco encontraba remedio en el protestantismo, al cual faltaba, no solo la figura de María, sino también el ministerio sacerdotal, cuya objetividad sacramental permite al sujeto pecador un acceso real al sí mariano, y por lo tanto a la eclesialización de la subjetividad. En vez de la liberación de sí que tanto anhelaba, el pastor protestante al cual Adrienne había recurrido le ofrecía solo el subjetivismo del «private judgment», del juicio privado –la traducción inglesa del «libre examen» protestante–.
Prosigamos con el relato de la «gran peripecia», primero en las palabras de Balthasar y luego en las de Adrienne misma:
Corría el otoño de 1940. Yo había llegado a Basilea al inicio del año para el cuidado pastoral de los estudiantes. Después de que ella regresara del hospital tras una fuerte crisis cardíaca, hablamos en la terraza de su casa sobre el Rin –un amigo común había hecho de intermediario– sobre los poetas católicos Claudel y Péguy que yo estaba traduciendo. Adrienne, armándose de valor, me dijo que quería ser católica. Pocos minutos después, tocamos el tema de su oración. Le expliqué que con el «hágase tu voluntad», no ofrecemos a Dios nuestro propio cumplimiento, sino que le mostramos nuestra disponibilidad para ser asumidos por su cumplimiento y ser llevados dónde quiera que sea. Esto fue como si hubiese presionado sin darme cuenta un botón eléctrico que de un golpe encendiese todas las luces de la sala. De golpe Adrienne se había liberado de todo lo que la paralizaba, su oración comenzó a arrastrarla como olas largo tiempo retenidas.23
El punto saliente de la conversión estaba en lo que usted [Balthsar] me dijo: «Rece el Padrenuestro entero». Con esto, en realidad, usted también me dijo: «No cuente con su poder, sino con la gracia». Con el buen Dios no se puede hacer una apuesta: «Lo que yo Te digo en la oración, lo puedo cumplir, y lo que no puedo, no lo digo». Este fue el gran punto de cambio, la gran peripecia: la exclusión del yo. Al mismo tiempo fue la preparación real para la recepción de los sacramentos: de allí se abrió inmediatamente el camino al bautismo, a la confesión y a la comunión. El «yo» que recibe los sacramentos no es para nada el «yo» que creo ser.24
Después de la muerte de su amado marido, Emil Dürr, Adrienne se veía confrontada por un dilema: o rezaba todo el Padrenuestro de manera insincera, o se alejaba de Dios por su incapacidad de decir, con plena convicción, las palabras «hágase tu voluntad». Experimentaba, entonces, toda la problemática de la sinceridad religiosa protestante, que al final no se escapa al (auto)control subjetivo. A diferencia del consejo del pastor protestante, la palabra pronunciada por Balthasar en la terraza sobre el Rin –«rece el Padrenuestro entero»– representó, con autoridad ministerial, la exigencia objetiva típica del catolicismo: hay que acoger toda la Revelación de Dios. Pero aquí la objetividad no se oponía a la subjetividad, sino –y en esto se percibe una analogía a la absolución sacramental– la recuperó desde un punto todavía más profundo, tal y como la voz de Jesús hizo que Lázaro se despertase a sí en el acto mismo de obedecerle, antes de toda autoreflexión. La palabra de Balthasar, pues, no suprimió la sinceridad religiosa, sino que le permitió transcenderse en la plena disponibilidad mariana, la cual es el verdadero centro de la Iglesia y de su catolicidad. Adrienne se murió a ese «yo» «que creo ser», no para hundirse en lo impersonal, sino para renacer como «yo» mariano, fruto de la misteriosa comunión entre Dios y el hombre, entre la gracia y la naturaleza, que es el secreto del catolicismo.
6. Tres reflexiones conclusivas
Permítanme proponer tres breves reflexiones para concluir nuestra meditación sobre el camino de Adrienne von Speyr hacia el catolicismo.
1. La «gran peripecia» que fue donada a Adrienne en la terraza sobre el Rin fue un evento de eclesialización, es decir, de identificación con la Iglesia, cuya estabilidad en sí depende de su entrega mariana, considerada no solo como acto, sino también como estado que descansa en la plenitud del «consummatum est». Hay que tener presente el papel que tocó a Balthasar en esta conversión. Este sacerdote jesuita tenía la tarea de mediar la objetividad del ministerio sacramental, que permite al pecador acceder a la participación del sí mariano, el núcleo del «yo eclesial». Pero Balthasar medió la objetividad del ministerio petrino como jesuita, en la unidad entre el oficio ministerial y el amor («indiferente»): unidad que se puede calificar de «joánica». En otras palabras, si la conversión de Adrienne es mariana, lo es en unión con Pedro y gracias a Juan/Ignacio, que median la relación con lo petrino.
2. Desde su infancia, Adrienne sabía que Dios era «distinto». En otras palabras, sabía que el verdadero Dios debía serlo de verdad: el «Soy Quien Soy» al que Moisés encontró en el desierto; Dios es el Sujeto Absoluto que tiene la prioridad absoluta respecto del hombre. Pero ¿qué sentido tiene, entonces, la subjetividad humana? Adrienne se vio confrontada con este problema de una manera intensamente existencial después de la muerte de Emil Dürr: ¿cómo hacerse cargo de la relatividad del sujeto humano, sin que esta relativización se convierta en una forma más sutil del mismo proyecto de autoconstrucción del cual se trata de ser librado? A diferencia del protestantismo, que en su origen intentó solucionar la misma dificultad por medio de la nuda obediencia a la nuda Palabra de Dios, Adrienne se dio cuenta de que, aunque la clave está ciertamente en la pura obediencia, esta tiene que ser mariana, y que precisamente este carácter mariano requiere mediaciones humanas que representen la eficacia de la Palabra encarnada que recupera la subjetividad hic et nunc desde un punto aún más profundo e interior. En este sentido, el descubrimiento del intercambio católico entre María, Pedro y Juan significó para Adrienne no solo una crítica radical al protestantismo, sino también la sanatio in radice del principio protestante más original. Es como si Adrienne dijese al mundo protestante: «si queréis ser buenos protestantes, tenéis que haceros católicos», porque todo lo que es institución en la Iglesia es amor objetivado, puro servicio a la nuda obediencia al nudum Verbum (y esta obediencia es el sí mariano, el corazón de la identidad eclesial).25
3.\ La conversión de Adrienne la transformó en persona eclesial (no en personaje eclesiástico, es decir, en una especie de laica clerical). Al contrario, la abrió a la identidad de la Iglesia como misión en favor del mundo.26 Habría mucho que decir sobre este aspecto de la conversión de Adrienne. Me limito a mencionar su profesión de médico, que ya en los años antes de la conversión ejercía sin separar la cura del cuerpo y la cura del alma, ni la obediencia a la exigencia profesional y la obediencia a Dios. Este ejemplo –que merecería una reflexión más amplia por su densidad de contenido humano y teológico– baste para mostrar hasta qué punto la conversión de Adrienne ilustra uno de los elementos centrales de la verdad específicamente católica: no hay servicio cristiano al mundo sin fe cristiana, pero tampoco hay fe cristiana sin servicio cristiano al mundo. No se trata, bien entendido, de una secularización de la fe, sino de un (re)descubrimiento del significado propiamente teológico de lo «laical» y, por lo tanto, del mundo. Si el mundo tiene esta profundidad teológica, es porque el Hijo de Dios corona su creación en el mismo acto de devolvérsela al Padre en la Cruz.
- Esta plenitud de la eclesialidad es católica en el sentido etimológico, es decir: universal e ilimitada.↩
- Hans Urs von Balthasar, Homo Creatus Est. «Skizzen zur Theologie» V (Einsiedeln: Johannes Verlag, 1986), 158.↩
- Hans Urs von Balthasar, Una primera mirada a Adrienne von Speyr – Adrienne Von Speyr, Oraciones, textos, cuaderno de temas [=PM] (Rafaela – Madrid: Fundación San Juan – Ediciones San Juan, 2012), 156.↩
- PM, 155.↩
- PM, 154.↩
- PM, 156.↩
- Augustín, Confessiones, I,1.↩
- PM, 47.↩
- PM, 19.↩
- PM, 21.↩
- Adrienne von Speyr, Lumina und neue Lumina (Einsiedeln: Johannes Verlag, 1968), 69.↩
- PM, 31.↩
- PM, 154.↩
- PM, 19.↩
- PM, 154.↩
- PM, 148.↩
- PM,155.↩
- PM,155.↩
- PM, 20.↩
- PM, 22.↩
- PM, 30.↩
- PM, 156.↩
- PM, 30s.↩
- PM, 156.↩
- Así como no debemos oponer «subjetivo» y «objetivo», de la misma manera no debemos oponer la «objetividad» del ministerio y la «subjetividad» de la entrega mariana. En razón de su misma naturaleza, dicha entrega se realiza –por lo menos idealmente– en uno de los dos estados de vida, que recogen el amor en una forma objetiva que no suprime la subjetividad, sino que le otorga un carácter comunional y trinitario. Limitándonos al estado consagrado, podemos afirmar que entre este y el oficio ministerial existe no solo una diferencia, sino también una cercanía. Aquí la figura de Juan juega un papel decisivo de mediador. Puesto que el Evangelista es en al mismo tiempo sacerdote y varón consagrado, su misión puede ser el lugar del intercambio fluido entre María y Pedro, de tal manera que los dos manifiesten juntos el único misterio del amor de Cristo, que es inseparablemente «subjetivo» (entrega total) y «objetivo» (representación del Padre en la comunión del Espíritu Santo), siempre en la unidad diferenciada entre el aspecto filial y el aspecto sacerdotal de su ser y de su misión.↩
- La Iglesia es la representación sacramental del fruto escatológico de la Redención, pero la característica de la realidad escatológica es el amor, que en este mundo se expresa como donación en favor de la salvación de todos. La Iglesia no es solo fin, sino instrumento de la realización del fin para todos y en todos. La Iglesia es esencialmente misionera, mejor: ella misma es misión.↩