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Prefacio a «Antología de textos de Joseph Pieper»
Hans Urs von Balthasar
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Fiche technique
Langue :
Espagnol
Langue d’origine :
AllemandMaison d’édition :
Saint John PublicationsTraducteur :
Communauté Saint-JeanAnnée :
2022Genre :
Préface
En cada uno de sus pequeños libros, densos y claros, Joseph Pieper está tan presente como pensador y como hombre y se manifiesta tan abiertamente que un libro sobre él apenas tendría sentido. A mí me ha encantado especialmente su maravilloso Epílogo, titulado «Sobre la simplicidad del lenguaje en la filosofía», a la obra de C.S. Lewis Sobre el dolor. En este Epílogo, Pieper muestra que las ciencias particulares que hacen abstracción del sentido del ser en general pueden permitirse un lenguaje preciso (o pueden conformarse con un tal lenguaje), mientras que la filosofía que contempla el «santo misterio público» (Goethe) del ser como tal y de su sentido prefiere permanecer junto al lenguaje orgánico surgido a partir de la sabiduría del hombre que filosofa de modo natural. «La palabra del lenguaje orgánico del hombre comprehende más realidad que el término técnico artificial». Y adjunta la frase sorprendente, pero correcta: «Aunque pueda parecer inverosímil, hemos de decir que no solo Laotse, Platón y Agustín, sino también Aristóteles y Tomás de Aquino no conocen una terminología técnica especializada». Los nombres citados garantizan que la simplicidad –«que es el sello de autenticidad y credibilidad»– que Pieper entiende no es de ningún modo una «”inteligibilidad ligera” chata o incluso trivial».
¿Por qué no lo es? Porque el método de cada ciencia es verdadero si se deja determinar por su objeto. La historia o la psicología tienen otro modo de ser exactas que, por ejemplo, la física o la biología. Esta sentencia fundamental ha permanecido siempre un punto de partida para Pieper: aceptar y dejar valer lo dado así como esto se da, en su propia verdad, bondad y belleza, es el presupuesto para experimentar algo de ello. Y si pasamos a la realidad del ser humano, entonces en él se puede leer cuándo y cómo él mismo se representa en su verdad y justeza, en el pleno vigor de su ser (virtus): las virtudes cardinales, así como Pieper las ha interpretado de modo nuevo siguiendo a Platón y Tomás de Aquino en sus famosos cuatro pequeños libros, no son otra cosa que el dar-se del hombre que es imagen del Ser absoluto.
Pero, ¿cómo se da la realidad misma, el «santo misterio público» que según Goethe debemos comprender «sin demora»? Siempre como siendo «más» de lo que se puede comprender de ella, siempre como una «luz imposible de beberla hasta el fondo». En la vivencia de un tú que se me regala en el amor yo experimento que no puedo aferrar ese «más», es decir, la libertad de otro ser que se abre, aunque ella no se me sustraiga nunca en su donación.
Pieper tiene un conocimiento universal de la historia de la filosofía; y aunque nunca haga alardes, puede aclarar y sostener lo que piensa con una citación de cualquier período que siempre da en el blanco.
Pero él está muy lejos de dejar valer una media verdad. En coherencia con sus principios, ha dicho un claro y cortante «no» al concepto de filosofía de Descartes y de F. Bacon –y con esto se ha caracterizado como un ser anacrónico–, pues según estos el saber debe «hacernos señores y posesores de la naturaleza», la teoría ha de medirse a la praxis productiva. No se trata para Pieper de que el hombre no pudiera y debiera crear, pero solo si primero ha recibido. De otro modo el hombre se pone en el lugar del Dios creador y, de un modo consecuente, se vuelve ateo. Por tanto, Pieper también debe decir no al supuesto y admirado cenit de la filosofía moderna, a Hegel, cuando este quiere colaborar para que la filosofía «se acerque al objetivo de poder abandonar el nombre de “amor a la sabiduría” y hacerse un saber real». Saber absoluto, en cuyo interior el misterio del ser desaparece en el método dialéctico gobernado por la razón. ¿Y en qué se han transformado nuestros post-hegelianos gracias a ese golpe demoníaco al saber divino? O en el golpeteo vacío de la lógica, el cuchicheo hermético sobre la hermenéutica o en la sumisión –en última instancia burgués– del saber bajo el estado (Hegel), bajo el pueblo (Hitler), bajo la economía y la sociedad (Marx, Stalin, el americanismo).
Donde ya nada se «da» ni se «abre» por sí mismo, nada se «entrega» (transmite, tradición) por sí mismo, por tanto, donde el origen ya no es pensado, allí ya no es posible tampoco ninguna apertura hacia el futuro. Solo si la filosofía como deseo amante del siempre-más del misterio del ser mueve al hombre incondicionalmente a ponerse en camino, recibe en primer lugar un fundamento la apertura del futuro, como esperanza, que Pieper siempre ha meditado y de la que siempre de nuevo se ha hecho cargo.
Una última cosa que hace de Joseph Pieper un extemporáneo, de esos que en general son los más necesarios. Si la filosofía solo es posible porque el ser se ha abierto «desde siempre», si bien permaneciendo misterio, entonces la filosofía también desde siempre tiene algo que ver con la teología. Esto era evidente para los griegos: filosofía era saber que busca el origen absoluto del mundo. ¿Cómo es posible que hoy la filosofía haya caído de esa altura y se haya alineado, y así banalizado, bajo las ciencias especializadas? ¿Tal vez porque la teología cristiana se ha establecido como la «ciencia» –también especializada– de la apertura de sí del fundamento divino en Cristo? Pero esto tuvo lugar a partir de una tarda escolástica racionalista y de las repercusiones de Descartes, mientras que para los Padres de la Iglesia y la alta escolástica el «asombro» del filósofo ante el «santo misterio público» siempre ha permanecido el fundamento y presupuesto del «amor» cristiano al Dios que se ha donado totalmente en el Antiguo y Nuevo Testamento. No en primer lugar «amor a», sino de antemano «amor a partir de o gracias a»; como el Dios de la Alianza de Israel –Dios de gracia, fiel, misericordioso– en última instancia exige un amor perfecto del hombre como respuesta, así exige Jesús –como el ser trasparente a Dios y que explica a Dios– amor para sí (lo cual no deja de ser realmente asombroso): «¿Me amas más que estos?», «Si me amáis, guardaréis mi mandamiento», es decir, el del amor, en el que ahora (solo) se abre la mirada suprema en lo Absoluto. ¿Han reflexionado los teólogos qué método «científico» necesitaría un objeto que exige para sí un amor absoluto? Seguramente ninguno que busque dominarle.
Pieper ha celebrado sin reparos las nupcias –inevitables y consumadas desde siempre– entre la filosofía y la teología. Todas sus obras se mueven en el único espacio concreto de nuestro mundo, en el que el filósofo no puede menos que confrontarse de un modo positivo o negativo con la apertura de sí del ser en Jesucristo. En este espacio concreto han vivido todos los auténticos pensadores cristianos de nuestro siglo: Marcel y Eliot, Lewis y Siewerth, solo para nombrar alguno de ellos. Quien arruine esta realidad concreta en dirección hacia una filosofía cerrada en sí misma y una teología autosuficiente no es ni filósofo ni teólogo, por mucho que una tal afirmación vaya contra la corriente de los «especialistas» modernos.
Nosotros le debemos a Joseph Pieper unas inmensas gracias porque nos ha dicho incansablemente en sus meditaciones intemporales lo más necesario para nuestro tiempo.
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