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Santidad en la vida cotidiana
Un hombre va por la mañana a su trabajo. No va pensando en nada en particular. Entonces le llega un tema de moda que suena en la calle. Él lo escucha, repite su melodía. Al final, es la melodía la que le persigue y él ya no puede deshacerse de ella en todo el día. O se trata de una mala palabra que escucha casi por casualidad, que ni siquiera está seguro de que se dirija a él. La palabra entra en él, le hace pensar. Quizá fue dicha en el momento en que se cerraba la puerta de un coche, y cada vez que durante ese día escuchó un ruido semejante, la palabra volvía a presentársele.
Nuestra vida psíquica está siempre, de algún modo, indefensa, expuesta; estímulos e influencias externas pueden determinarla, darle un cierto tono, incluso cautivarla. Y la realidad de la ocupación diaria de la mayoría de la gente es tal que no ata ni absorbe toda su atención, sino que deja sin utilizar una amplia zona de la vida interior del hombre. Uno puede dejarse acompañar durante todo el día por una melodía o un pensamiento, sin que esto le impida trabajar. O incluso si uno es bien consciente de que podría trabajar más intensamente y con mayor dedicación, sin embargo, nadie notará en el trabajo realizado que quien lo realizó estaba distraído o en otra cosa, nadie notará la disposición de ánimo con la que ha cumplido su tarea cotidiana o la idea fija que lo embargaba. Pero, tal vez, esa misma persona, pensando en lo sucedido en esos días –en el día vivido bajo la influencia de la melodía y en el día marcado por la mala palabra–, quedará estremecido al notar que su mundo interior pueda ser tan influenciable por algo tan fortuito. Y llegar a preguntarse si el ser humano, en lugar de dejarse influenciar y determinar por tales bagatelas, no fuera capaz de vivir de un alimento escondido, sustancial, de una elección y decisión interior, de una fuente capaz de acompañarle imperceptiblemente durante su vida cotidiana y de hacer de su vida una vida esencial, cristiana, santa. Si lo fútil posee ya tal fuerza sobre nosotros, o mejor, si nosotros poseemos tantas energías y tal profunda interioridad que en la vida diaria quedan sin provecho alguno y que de puro estar vacías pasan a estar a disposición de las futilidades de la vida diaria: ¿cómo sería una vida que ofreciera esas posibilidades desaprovechadas a una realidad verdadera, a la realidad Dios?
Nosotros somos cristianos. Tenemos fe. Cumplimos las exigencias mínimas de la Iglesia. Pero quizá lo hagamos como ese hombre cumplía su trabajo diario: de un modo pulcro, honesto, incontestable. Solo que ahí existe un espacio vacío que tal vez sea mucho más grande que el espacio pretendido por las «obligaciones eclesiales», un espacio que nos reservamos por el hecho de vivir para nosotros mismos, de instalarnos en nosotros mismos, de pactar con nosotros mismos. Pero, ¿qué sucedería si la Palabra de Dios tomara en nosotros el lugar que hasta ahora han ocupado esa casualidad y ese placer periférico? La Palabra de Dios eleva, de hecho, una pretensión real a esa esfera. Quiere vivir en nosotros, así como la semilla de Dios ha vivido en María: con un señorío total y creciente. Y nosotros no deberíamos llamarnos cristianos si quisiéramos mantener ciertas puertas de nuestra alma cerradas con doble cerrojo a la Palabra, si hiciéramos reservas, si pusiéramos a su disposición solo una parte de nosotros mismos. Creer significa: ser un portador de la Palabra; y esto a su vez significa: dejarnos llevar por la Palabra de un modo total y siempre mayor.
Fe no significa aproximarse a la Palabra de Dios de un modo lento y sucesivo, por grados y al compás de espacios mesurados, no significa convertirse paulatinamente a la Palabra de Dios según un plan –quizá– inteligente, intentar primero con las palabras aparentemente más fáciles de Cristo e ir ganando tiempo, para prorrogar hacia un más tarde indefinido las más difíciles que lo exigen todo. Fe significa: osar de inmediato la totalidad, de inmediato afirmar y acoger en sí también las palabras más increíbles, intraducibles e inexplicables. Y así, de repente, poder estar frente al Absoluto sin escapatorias y otorgarle a ese Absoluto, a ese «Imposible», el espacio que exige. Un espacio que ya no tendría nada que ver con aquella apertura insensible y sin vigor frente a la primera eventualidad que nos toca en la calle, sino que sería un lugar interior de mi persona, a partir del cual sería posible ordenar y poseer todos los demás lugares y dimensiones del alma. El tipo de palabra que desencadena esta actitud podría ser la afirmación del Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto». [Mt 5,48]. O la afirmación de Dios en el Antiguo Testamento: «Sed santos, como Yo soy santo» [Lev 19,2]. Es decir, la exigencia de arrojar nuestra entera vida cotidiana junto con todas sus nimiedades a la santidad de Dios, de dejar que la miseria de nuestros pecados y la feria de nuestras imperfecciones se hundan en la santidad del Padre. En esencia, de crear espacio en nosotros para Dios, poniéndolo en lugar de nosotros mismos.
Quien exige esta aparente imposibilidad es el Hijo de Dios. Él sólo conoce un querer: la voluntad del Padre. Él durante su vida no ha hecho otra cosa sino cumplir esa voluntad. Él, haciéndose hombre, ha tomado en sí nuestra vida cotidiana para llenarla con la vida eterna del Padre. Él, descendiendo del cielo a la tierra, echa mano a la temporalidad a partir de su eternidad, para hacer de la temporalidad un recipiente de la vida eterna sin diluirla ni oscurecerla ni comprometerla. Este abajamiento contiene la entera dignidad divina: haciéndolo, no falta en nada a la propia dignidad, pues como hombre es santo, así como Dios Padre es santo. «¿Quién de vosotros puede acusarme de un pecado?». Él vive la perfección dejándola abierta hacia nosotros. Cumpliendo lo increíble, nos invita a cumplirlo junto con Él en el sentido inverso: a arrojarnos desde abajo hacia arriba a su santidad, determinada sin más por la santidad del Padre que está en el cielo, para vivirla y representarla según nuestro modo de ser y nuestra misión personal.
Ese salto y este arrojo es, sobre todo y en primer lugar, una acción de la fe. Si nosotros hiciéramos el intento de comprender algo de la exigencia del Hijo de ser perfectos como Dios es perfecto, entonces nos resultaría de inmediato evidente que es imposible verla y experimentarla de un modo puramente racional, teorético y exterior. Para la razón que sabe qué es Dios y qué es la criatura, e incluso qué es el pecador, esa exigencia es francamente absurda. Si nos viéramos y valoráramos como somos a la luz de lo que la razón puede percibir, entonces nos resultaría bien claro que no podemos cumplirla. Por supuesto, no queremos acusar al Señor de mentiroso, así que tenemos que decir que lo que Él pide es posible. En un movimiento, en un cumplimiento realizado en nosotros por la fuerza del Señor, donde nuestra participación consiste en dejar que el Señor realmente lo cumpla, renunciando incondicionalmente, entre otras cosas, a la medida de nuestro propio comprender y mesurar. Ningún creyente podrá jamás ver, comprender o afirmar su propia santidad, sin embargo, en la fe tampoco puede afirmar que Dios no sea capaz de hacer verdadera su Palabra en él. Quien cree deja su visión y su comprensión en manos de Dios.
Santidad es una palabra que tiene su verdad en Dios y que en el creyente vive tan solo en la forma de una exigencia. El creyente puede poner su vida bajo el lema de esa exigencia: ¡Sed perfectos! ¡Sed santos!, pero nunca puede verla cumplida. En definitiva, no es libre de aceptar esa exigencia: él debe realizarla. Creyendo, pone su vida bajo una verdad que Dios ha hecho suya, una verdad que luego él se declara dispuesto a servir. La raíz de la santidad es, pues, la obediencia. Obediencia de fe. De hecho, obediencia ciega, que en el fondo sabe que aquí no hay nada para ver, para contemplar, para comprender, mediante la sola fuerza humana. Sin embargo, por otra parte, tampoco es una fe absurda o desesperada que secretamente sabe más que Dios, sino una fe humilde y abierta que deja todo el espacio a la esperanza del devenir. Lo mismo sucede en los milagros del Señor. Yo soy un paralítico de nacimiento y el Señor me dice: ¡Levántate! Y yo me levantaré. No porque gracias al trabajo de mi razón me he elevado hasta llegar a ver la justeza y sensatez de la fe, sino porque doy cabida en mí a la Palabra de Dios y en el mandato de la Palabra recibo la fe, de un modo repentino, abrupto, sin reflexionar si mi fe alcanza para cumplirla. En una aceptación íntegra del don de la fe que el Señor hace posible dándome su mandato. La fuerza de levantarme radica en la palabra creída: ¡Levántate! En la palabra está contenido todo lo que quiere e implica el acontecimiento del levantarse. No me levantaré para hacer dos pasos y no poder hacer el tercero. O para volver a acostarme. El levantarse implica el poder caminar y lo contiene en sí. Levantándome, no agotaré la fuerza del levantarse. La exigencia permanecerá viva en el interior del cumplimiento, e igualmente la fuerza. Me volveré a levantar también mañana y cada vez que la exigencia lo quiera. Pues ella ha transformado el acontecimiento del levantarse en un estado vivo y permanente, en un permanecer en el poder de levantarse. También en la vida cotidiana el Señor dona palabras que poseen la misma fuerza que sus palabras que obran milagros. Que contienen la vida de un modo siempre actual y capacitan al que las acoge para vivir y servir a la Palabra de un modo siempre actual, si bien a este servidor le es quitada toda posibilidad de graduar, de valorar la cercanía y la lejanía. La Palabra permanece absoluta, y el servidor no tiene el derecho de relativizarla en sí.
En la relativización radicaría, inevitablemente, el inicio de la incredulidad; al menos, la falta de fe que considera la exigencia del Señor algo exagerado e irrealizable. Que yo sea imperfecto, incluso el peor de los pecadores, aquí es irrelevante. Esto no hace que la Palabra pierda su carácter absoluto. Ella no se debilita: permanece el Vivo absoluto, el Absoluto vivo. El no querer del no creyente no puede privarla de lo suyo. Del creyente, sin embargo, solo se exige que ponga su vida a disposición de la vida de la Palabra en él, para que en él Ella posea la fuerza que posee en sí misma.
Hemos pasado todo un día con la melodía de moda en nuestro interior. Podríamos intentar hacer lo mismo con una palabra del Señor. Y así nos acompañará del modo más penetrante también su santidad, que por cierto es infinitamente más fuerte que una melodía. El tema de moda puede ser bello, pero se va desgastando, se vuelve banal, insoportable. La palabra del Señor surge en cada instante y con todo su vigor de la boca de Dios. Y nosotros podemos recibirla en esta cercanía, en esta premura, en esta eterna novedad y frescura. También en su incomprensibilidad, pues: ¡quién puede vislumbrar la perfección del Padre! Solo el Hijo y el Espíritu la conocen. Y, sin embargo, también nosotros debemos entrar en ella y no tenemos derecho a relativizarla. Si intentáramos medir la santidad del Padre con la santidad que nos es accesible y comprensible a nosotros, si para representárnosla sumáramos todos los valores y perfecciones del mundo y los eleváramos al infinito y luego dijéramos: ¡así es el Padre!, y agregáramos, suspirando: ¡y aún más grande!, entonces correríamos el peligro de devaluar la perfección de Dios. Porque, según nuestro modo finito de conocer, ella se transforma muy fácilmente en una especie de cadena infinita de pequeñas cualidades humanas, mundanas, y así pierde lo único que en verdad la caracteriza: lo absoluto, lo divino. Y si intentáramos actuar según ese cálculo y creyéramos aproximarnos penosa y paulatinamente a la perfección divina por la adición de un número o sinnúmero de pequeños y pequeñísimos actos y virtudes y así, paso a paso, cumplir la exigencia del Hijo, entonces solo habríamos alcanzado esto: matar lo absoluto en nuestra vida.
Quien en la fe hace el bien debe siempre reconocer –en lo que a él respecta– que lo hecho es una nada, que no cuenta. Querer demostrar algo grande como resultado de la adición de tales «nadas», sería no solo insensato, sino que atentaría contra la fe. No debemos pretender hallar el misterio de la fe, que no vemos, en los hechos controlables de este mundo visible. Nosotros, en verdad, solo podemos hacer una cosa: sintonizar continuamente todo nuestro ser con la exigencia absoluta, intentar continuamente recibir la Palabra de Dios con todo lo que posemos y, así, esperar la respuesta total –que el Señor da– como la consecuencia de esa exigencia. Esperar en el interior del acto de fe, que ya no puede dividirse. El mandamiento de ser perfectos elimina, de hecho, cualquier gradación. Lo que nosotros realizamos, siendo un actuar humano sensible, es algo mínimo. Lo que decide es la exigencia del Señor de ser perfectos como el Padre es perfecto. Si reflexionáramos sobre el ser nada o el ser algo de esa nimiedad, entonces nuestro actuar se volvería un obstáculo entre nosotros y la Palabra de Dios. Y cuanto mejores obras realizamos, reconociéndolas bien y valorándolas como tales, tanto más se eleva el obstáculo que nos imposibilita acoger la Palabra de Dios de modo íntegro, es decir, en la fe. El bien, lo que nosotros consideramos tal, puede impedirnos llegar a Dios del mismo modo como algo malo o pecaminoso.
La posibilidad de superar la brecha está completamente en el Señor. Él vino al mundo para reconducirlo al Padre por medio de su amor. Y haciéndose hombre no se privó ni de su Ser divino ni de su conocimiento de Dios. Y siendo su entera misión una misión del amor, ella fue tal no solo en la ejecución, en la acción, sino también en la imaginación, en la contemplación. Como hombre el Señor también ve al Padre, pero durante su misión esa visión no se aísla del actuar misional, nunca es una prerrogativa personal de la que Él hiciera uso para fortalecerse, más bien, su visión tiene su medida y su sentido en su misión de amor. El Hijo conoce al Padre y ve su perfección en el interior de su amor filial. Su visión es más un estado que un acto: es la clarividencia de su amor y de su obediencia. Por tanto, en el amor al Padre el Hijo pone la medida entre Dios y el hombre y construye el puente entre ambos. Él no acomoda el Padre al mundo, sino que manifiesta el Padre absoluto al mundo. Y en su amor entrega la demostración de que los hombres pueden vivir como Dios lo espera: en el amor al Padre absoluto. Es un homenaje al Padre que Él como hombre sea perfecto, porque así justifica la creación del Padre. Pero su perfección es un acto y un cumplimiento de su amor al Padre y a los hombres. Su amor es tan grande que puede representar la santidad del Padre en una figura humana.
El Señor no vive una santidad que Él desplegara en horas silenciosas de recogimiento piadoso, distante de la agitación del mundo cotidiano. Su santidad es siempre igual a sí misma, en cada situación de su vida. Es igual a sí misma, porque es siempre igual al Padre. Y es igual al Padre, porque siempre fluye de su amor y refluye a su amor. Y ya que el Señor vive como hombre esa santidad del Padre hasta la obediencia de la muerte en cruz, por eso en la gracia puede participarla también a los hombres. Siempre que Él pone una exigencia a los hombres, ya la ha cumplido Él mismo por anticipado. Y a partir de ese cumplimiento, les da la fuerza para poder cumplirla. Él da a cada una de sus palabras la más grande cercanía al Padre. En ninguna parte puede el hombre estar tan cerca del Padre como en la palabra del Hijo. E incluso cuando llega a pedirnos: ¡Sed perfectos como el Padre!, esto es como si en este instante nos pusiera inmediatamente en las manos del Padre. Él anula la distancia, haciéndose Él mismo una distancia allanada, como Hijo que al mismo tiempo es la Palabra.
Las palabras del Señor han sido dichas en una situación histórica que en la mayoría de los casos nos es conocida. Pero ellas, más allá de esa situación, son válidas siempre y en cada momento, porque en esa misma situación histórica transluce una situación eterna, porque el Hijo desde siempre ha llevado en sí esas palabras como expresión de su Ser y ninguna de ellas está en la menor contradicción con el amor eterno del Padre. Ellas se acomodan de algún modo a nuestra historicidad para que nosotros podamos comprenderlas como hombres terrenos que somos, pero no se adaptan simplemente a las leyes de nuestro tiempo, precisamente porque sus palabras asumen nuestro tiempo en la eternidad, y por eso en el tiempo no se extinguen ni van perdiendo su fuerza ni se vuelven insensibles. Sus palabras son vida eterna, porque son el amor del Hijo al Padre y conducen todas las cosas al Padre.
La Escritura, siendo un libro, también se ha transformado en un objeto de la vida diaria por el que nosotros podemos dar con la Palabra eterna del Hijo en cualquier momento. Pero no solo podemos encontrarla durante la lectura, la Palabra puede estar impresa en nuestra memoria y en todo momento nuestra voluntad puede establecerla y vivificarla. Ella puede transformarse en medida de nuestro actuar, en velo protector de nuestra existencia y desarrollar una tal vitalidad que, en cierto modo, llega a ser más vital que nuestra vida. Puede acogernos y protegernos en su interior permanentemente. También como exigencia, pero sobre todo como amor. Si esta luz se hace vida en nosotros, entonces llega el momento en que todo nos urge a intentar una obediencia perfecta. No solo a pensar en Dios más seguido y con devoción, no solo a mantener sus mandamientos particulares, sino a tener la grandiosa cercanía de su Ser absoluto como permanente compañía de nuestra vida, y en esto ver el amor, y en el amor la exigencia de amar. A permanecer en la no comprensión (pues, finalmente, ¿quién podrá pensar de comprender lo absoluto?), pero en la disponibilidad (precisamente porque no comprendemos) de permanecer así como Dios lo espera de nosotros, dejando entregado en sus manos el configurar la perfección a partir de nuestra disponibilidad.
Y luego también existe en la Iglesia la santidad de los santos. Su santidad consiste en que se mueven y se dejan mover todos los días en el interior del Absoluto; en que no conocen la palabra «suficiente»; en que no hacen uso de reglas graduadas, en que se encuentran en un constante diálogo con Dios y en este diálogo reciben constantemente de Dios la dirección, el sentido. Una dirección, que aun cuando no sea totalmente clara para nosotros, de todos modos siempre tiene la voluntad de Dios como meta. En su vida, los santos son una especie de continuación de la vida terrena del Señor. La vida de los santos puede ser explicada, puede ser seguida de cerca, está compuesta de un sinnúmero de acontecimientos, posee un perfil personal. Sin embargo, todo esto es secundario. Lo primero, lo único esencial es la ordenación del alma a Dios, el dejar ser a Dios en el alma que hace que todo lo demás se transforme en exigencia de eso Único. También los santos tienen su vida cotidiana, como Dios la ha tenido en la tierra. Pero si ellos son realmente santos, lo son porque esa vida cotidiana se ha transformado en expresión de lo menos cotidiano, en expresión de la vida del Padre, de su voluntad en ellos y por medio de ellos. Los santos arden del fuego de la vida eterna. Y nosotros no debemos ahogar ese fuego en nuestro trato con ellos. No debemos empequeñecer a los santos. Nos ha sido dado mirar en su vida cotidiana. Es posible echar una mirada en la parroquia del Cura de Ars y en el Carmelo de Lisieux y casi olvidarnos de la santidad de los que han vivido esa vida cotidiana. Hemos de evitar ese peligro. En medio de la tendencia corriente en nuestros días a «humanizar» a los santos, no hemos de pasar por alto la grandeza del regalo que en ellos Dios ha hecho a la Iglesia y al mundo. La cosa cambia si se vuelve a ubicar la cotidianidad de los santos en medio de su relación y confrontación concreta con Dios. Entonces, lo que para nosotros parece tranquilidad y decurso corriente es un continuo ser configurado por Dios y un continuo donarse activo a ese trabajo divino. Entonces, ya no se contempla lo relativo de una vida santa, de un alma santa y de una conciencia santa, sino lo inmenso del actuar de Dios. Entonces, la vida cotidiana y todo lo que la llena no es más que un marco para la otra vida del santo, la auténtica, es algo que nos permite situar ese fenómeno incomprensible. Pero incluso este situar solo es importante en la medida en que nos conduce al Dios imposible de ser situado. Los santos viven la vida eterna ya en esta tierra, ellos están, en verdad, maduros para el cielo en el instante en el que cruzan el umbral de la verdadera santidad y, por tanto, ya no necesitarían vivir en la tierra. Si siguen viviendo aquí, entonces viven en una especie de decisión voluntaria y gratuita en favor de los demás, para servirles con su amor, con su sacrificio, con su sufrimiento, así como el Hijo ha vivido toda su vida cotidiana en la tierra de un modo gratuito y voluntario; y también para regalarles su camino propio (Francisco, el camino de la pobreza; Ignacio, el camino de la obediencia; Teresita, el caminito), así como el Hijo nos ha regalado a todos su camino divino.
También los santos son solo iluminaciones de la santidad de Dios. La santidad de los santos nunca puede ser separada de la santidad de Dios y considerada por sí misma. Ellos viven de la santidad de Dios. Y porque esta es infinita, por eso es imposible comparar y equilibrar la santidad de los santos particulares. La santidad siempre es una e indivisa porque ella es en Dios. Así como la palabra y el amor que nos revelan la santidad de Dios siempre son una realidad una e indivisible. Hay que acercarse a Dios desde arriba, es decir, desde Él mismo. Si lo intentas desde abajo, ordenando actos virtuosos uno detrás del otro y considerándolos en algún momento como algo ya logrado y alcanzado, estarías actuando como un niño que se sube a una silla para alcanzar el sol. Para nosotros los santos son sobre todo signos, no escaleras. Signos de que Cristo vive. Ellos están incondicionalmente relacionados con la encarnación de Cristo. Son seres manifiestos, transparentes, donados. Para los santos verdaderos la vida en la tierra debe ser un tormento: pues están íntimamente consumidos por el deseo de ver a Dios. Pero, a pesar de esto, permanecen, por obediencia. Por eso están tan cerca de la obediencia de Cristo en la tierra. Y junto con Cristo santifican la vida cotidiana. La santifican activamente, porque su vida diaria es pasivamente santa, es decir, es santa en una acción que fluye de la contemplación. Su vida es un acto de amor en el seno del amor del Hijo al Padre.
El Hijo vino para restituirle el mundo al Padre, y en este acto ha demostrado su infinito amor por el Padre. Pero no quiere dar esa prueba de amor en solitario. Él la realiza de un modo divino y perfecto, pero al mismo tiempo abriendo e invitando. Como si su acto no fuera simplemente un hecho único, sino también un signo incondicional de su ser y querer eucarísticos. El Hijo quiere que Dios Padre reconozca en sus redimidos el amor que los hombres le tienen a Él, el Padre. Y por eso le regala su propio amor a todo el que cree. Nosotros nunca podemos considerar ese amor del Hijo como si fuera algo cerrado, pues así faltaríamos a su mandamiento de amor. Él nos ama para traernos el amor y enseñarnos a amar. Y en sus santos ese amor vive con un fuego que procede de Su fuego y es comparable al suyo. Y así lo que nosotros percibimos y comprendemos de los santos se transforma siempre de nuevo en un percibir y comprender el amor entre Padre e Hijo, lo cual nunca permanece una contemplación estética, sino que es exigencia inmediata de actuar y de ser y de amar junto con el Hijo al Padre y a los hombres. La santidad que nos es accesible en la vida cotidiana es esta: por el Hijo, ser invitados agasajados con la gracia de participar, amando, en la perfección del Padre.
Adrienne von Speyr
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Heiligkeit im Alltag
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