menu
La epidemia antirromana
La finalidad de este artículo no es la de repetir lo que ya se ha dicho en el libro Der antirömische Affekt (El afecto anti-romano), obra de difícil venta pues ninguno de los que abrigaban ese sentimiento la ha comprado. Ahora bien, este modo de sentir ha logrado difundirse tanto, que aquellos que no lo comparten son considerados por la mayoría (de «izquierda» o de «derecha») como individuos aislados. Es, por otra parte, la consecuencia de la continua confusión, o identificación, entre ministerio y persona (en el fondo se trata del error doctrinal del donatismo, que san Agustín tuvo el mérito de desenmascarar). Pero cuando hoy la psicología proclama a los cuatro vientos que tiene autoridad solo quien es capaz de procurársela, y este concepto se aplica al ámbito de la autoridad teológica, retrocedemos en relación con la conquista realizada por san Agustín. El obispo de Hipona, reputado como uno de los «padres espirituales de Occidente», ha llegado a ser, para muchos teólogos actuales, un chivo expiatorio.
La impresión que se tiene al observar la situación mundial de la catolicidad es la de que los católicos, y en modo particular los teólogos, no se dan cuenta de este complejo antirromano. La ingenua comparación del concepto de libertad con el derecho a la crítica universal, en manera especial a toda forma de autoridad civil y espiritual, se ha convertido en nuestros días en patrimonio común de todo el mundo. Esta afirmación se verifica incluso en aquellas regiones en que reinan la tiranía y el despotismo; allí, también por influencia de la prensa y de los medios de comunicación social, ninguno, en la práctica, contradice este tipo de crítica, dado que ella forma parte de la «historia de la libertad» de la época moderna. Pero dejemos el ámbito mundano con sus tendencias «democráticas» (admitiendo que lo sean de verdad). No podemos, de ningún modo, confundir con ellas nuestro objeto, que se relaciona, por el contrario, con el ámbito del misterio de la Iglesia.
Al tratar este misterio podemos distinguir tres aspectos: 1) el carácter de misterio, que permanece oculto en medio de un mundo que no lo comprende; 2) aquel ámbito del misterio que, con una cierta plausibilidad, se abre ante el estupor del mundo, y 3) el peligro mortal de que los católicos olviden, o no tengan en justa consideración, ambos aspectos del misterio: el íntimo y el exterior visible. Consideraremos, respectivamente, tales aspectos.
El misterio del papado
No puede eliminarse del Evangelio la acción por la que Cristo confiere a Pedro el ministerio pastoral (lo que no quita nada a la autoridad ministerial de los otros apóstoles y de los obispos, sus sucesores, que también deriva de Cristo). Que tal gesto, por el que se confiere un oficio, no fue la mera activación de una «función», resulta claro por dos motivos. El primero, porque la plenitud del poder ministerial de Cristo (el «sumo sacerdocio») consistía en la posibilidad y en la capacidad de ofrecer la propia vida por sus ovejas; el segundo, porque la condición requerida para conferir el oficio de Buen Pastor a Pedro es la de un amor más grande (solicitado tres veces). Por otra parte, la promesa de la realización de esta unidad entre ministerio y amor está garantizada por la predicción de la muerte (por crucifixión) de Pedro. Siguiendo el ejemplo del apóstol Pablo sería demostrable, de modo perfecto, que dicha «crucifixión» se requiere y se realiza en el «ministerio», donde no hay escisión entre ministerio y persona, y el apóstol es consciente de las dos verdades: no es Pablo, por cierto, «quien ha sido crucificado por vosotros»; pero no obstante esto, de manera maravillosa y en virtud del misterio de la gracia, él, «con sus sufrimientos y humillaciones», puede «completar lo que falta a los (más que de sobra suficientes) dolores de Cristo». Esto significa que la estructura del ministerio eclesial solo puede hacerse comprensible a partir de la cruz redentora de Cristo. Así, esta estructura participa íntimamente del carácter mistérico de la cruz y con ella representa un aspecto de la realidad de la salvación a través de los tiempos. A este aspecto ministerial se liga indivisiblemente otro aspecto del misterio: la presencia de Cristo en la eucaristía. Ambos misterios, en su indivisibilidad, sirven a aquella unidad de la Iglesia tan profundamente deseada por Cristo e implorada al Padre. En esta estructura unitaria se hallan los otros grandes elementos constitutivos de la Iglesia: la «predicación apostólica», cuya unidad está asegurada por la recíproca compenetración de Escritura, Tradición y Magisterio, como lo afirma la constitución Dei Verbum sobre la divina revelación al final del capítulo II: «Por lo tanto, está claro que la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas».
Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo es posible que los extraños comprendan este nexo misterioso en la cruz de Cristo y en el Espíritu Santo? La compenetración es reconocida justa y necesaria solo mediante una profunda y devota contemplación, pues sin ella las distintas partes se separan unas de otras. La Escritura se transforma en un libro, en uno de los muchos libros que pueden adquirirse e interpretarse a voluntad de cada lector. La Tradición se convierte en una materia muy compleja y discutible para el estudioso de la historia de la Iglesia y para el teólogo crítico. El Magisterio, privado de sus soportes, sufre lo que es necesario que sufra en la lógica del seguimiento de Cristo: al igual que Pablo, es «denigrado», «insultado», «puesto en el último lugar»; tratado «como el desecho del mundo, como el peripsema de todos» (que literalmente significa la suciedad que queda después de que todos se han lavado). Así, el misterio sigue, una vez más, unido al misterio ministerial de la cruz de Cristo que, mucho más que Pablo, se ha convertido en el peripsema de todos. Pero «el siervo no puede ser más que su señor». Más aún: «el apóstol debe considerarse feliz si le corresponde pasar por todo lo que ha pasado su Señor».
El oficio que Cristo otorgó a Pedro para que obrara como el Buen Pastor es el misterio más insondable, ya que la cruz de Cristo fue un misterio de absoluta obediencia, de obediencia que se vuelve incomprensible en la noche («¿Por qué me has abandonado?»), pero que, precisamente en esa misma noche, aparece como la luz de la salvación en la impenetrable oscuridad. ¿Qué puede comprenderse, vista desde fuera, de esta obediencia de Cristo? El mundo, en el mejor de los casos, pensará en una obediencia similar a la de los Estados absolutistas o a la de los cuarteles; rememorará la fatal mezcla de obediencia teológica y estatal (por ejemplo, en la Inquisición) y se alejará horrorizado. Por consiguiente, ninguno se maravillará del hecho de que cualquiera, cristiano o no cristiano, juzgue el «residuo» de autoridad oficial de la catolicidad como un resto de las pretensiones seculares, y de que los teólogos, frente a las disposiciones oficiales, diversifiquen la obediencia debida a la Iglesia mediante una casuística cada vez más sutil, sabiendo que su sentimiento antijerárquico recoge las simpatías de una gran mayoría. Nada resulta más fácil que poner detrás del término «infalible» un signo de interrogación (si bien no tenemos que ocuparnos de él aquí), pues ahora casi nadie ve que el ministerio eclesial, no obstante toda su humanidad, es una prolongación del misterio de Cristo.
Se comprende, pues, por qué los últimos Papas (como Pablo VI) se han dado cuenta de que son, a causa de la función que les compete, el obstáculo más grande para la «reunificación de las Iglesias».
El esplendor del papado
Todo misterio cristiano presenta siempre, por ser tal, un aspecto visible que le confiere una credibilidad delante de la gente. Demostrar minuciosamente esta afirmación es superfino, dado que se encuentra en el significado bíblico original del término. Estos son algunos ejemplos: si Dios no fuera trino (hecho que se conserva como un misterio), no sería (en sí mismo) el Amor, y a esta consideración se asocia toda la credibilidad del cristianismo. Si Cristo no fuera Hijo del Padre, y por tanto Dios, entonces la reconciliación de la humanidad con Dios realizada por Él sería un mero modo de hablar, y Pablo y Juan podrían ser archivados. Y si lo que Pablo denomina el «mysterion» por antonomasia, es decir, la equiparación de judíos y paganos (inaceptable en la perspectiva del judaísmo), no existiera, el «muro divisorio» abatido por Cristo existiría aún.
En esta consideración también el papado ofrece su lado plausible, que nunca llega a ser tan evidente como en la cuestión ecuménica. Si el obispo de Roma, desde el comienzo de una teología del papado, ha sido reconocido como el representante y fiador de la unidad de la Iglesia, es porque constituye el punto de referencia de todo cuanto atañe a la unidad de la Iglesia. Esta consideración, a pesar de todo, no significa que el «sistema» de la Iglesia tenga que ser elaborado de acuerdo con un modelo piramidal. Y esta posición –es mi impresión– ha sido explicada exhaustivamente en el libro El afecto anti-romano, así como también es percibida en la cita de la Dei Verbum [cfr. supra]. El ministerio de preservar la unidad no es la unidad misma (la unidad está representada por Cristo, y en Él actúa el Dios trino), pues, además de considerar con absoluto respeto la Escritura, la Tradición, la predicación y la teología, es cierto que cada uno de los cristianos es corresponsable de la unidad de la Iglesia. Es evidente, por otra parte, que sin el sucesor de Pedro cualquier otra vía queda abandonada al libre arbitrio. Si falta el papado como poder espiritual con que Dios ha querido investir a determinada persona, dicho poder es substituido, o por una institución civil (Bizancio, los principios del fundamento de la Reforma y la Suecia de hoy), o por órganos religiosos nacionales (privados de una real autoridad y sin suficientes relaciones recíprocas, como bien muestra la historia, trágica e ineficaz, de las Uniones). Este error muestra, además, algo no menos trágico para la historia del ecumenismo. Se trata, en efecto, de observar cómo, si se exceptúa el catolicismo, ninguna de las confesiones cristianas posee una unidad en la que pueda reconocerse a sí misma. Si en los coloquios se logra llegar a un acuerdo (no solo verbal) con una persona o grupo de no católicos, puede tenerse la certeza total de que tal acuerdo será contestado por uno o más grupos, puesto que la persona o grupo no ha representado el pensamiento teológico o la opinión de los otros. Podría citarse una inmensa cantidad de ejemplos de esta índole. El pluralismo en el que estas confesiones se han fragmentado (en la mayor parte tras haberse separado de la Iglesia católica) no es casual, sino que está más o menos teológicamente condicionado.
Aunque pueda apreciarse el diálogo ecuménico con todos los cristianos no católicos, y aunque semejante diálogo haya logrado resolver ciertas polémicas e incomprensiones, cabe la pregunta de si alguna vez uno de estos grupos religiosos se decidirá (si es capaz de hacerlo) a reconocer sin reservas el papado con los plenos poderes que le reconoce el Vaticano I. Tales poderes no pueden ser puestos en discusión (mediante posibles agregados en «clave democrática») y solo pueden ser dejados de lado por el olvido o por los pactos de católicos confusos o pusilánimes. Y una vez suprimidas las actuales prerrogativas vaticanas, no pueden ser reemplazadas con ninguna lucubración extravagante, por ejemplo, con una presidencia concedida democráticamente. Ninguna intriga, por sutil que sea, y ninguna representación, documentada y dictada por el odio, de los agitados y trágicos acontecimientos de aquel concilio, podrán engañarnos acerca de lo que él ha afirmado: todo lo que desde hacía siglos era ya práctica y convicción indiscutible de la catolicidad.
La enfermedad antirromana
Nadie pretende negar que algunos representantes del ministerio pontificio han faltado de manera atroz al mandamiento de Cristo, o sea, a la unidad entre ministerio y ejemplo de vida, y que con los escándalos han provocado cismas. Es natural que la credibilidad del seguimiento de Pedro haya sufrido muchísimo a causa de esta conducta no cristiana, mucho más que en los tiempos de los malos reyes de Israel y de los desórdenes de los Asmoneos. Pero si bien la tensión constante y tangible entre ministerio y modo de vida en armonía (armonía que exige la imitación del Buen Pastor) llegó a ser intolerable en algunos Papas (piénsese en el Renacimiento), esta no es una razón suficiente para juzgar al Papa, con suma ligereza, como el Anticristo. O compararlo con los puercos de los endemoniados gerasenos (es un texto de Lutero citado recientemente por Eberhard Jüngel en una conferencia). Afirmaciones tan deplorables como estas pueden modificarse o corregirse con el paso del tiempo, pero ni aun así se admite el nexo (ya establecido por san Agustín) entre un mal uso del ministerio y la válida administración de los sacramentos (nexo cuya importancia ha sido puesta en evidencia desde hace tiempo). Así como nadie puede acceder a un ministerio (ni siquiera mediante una elección democrática), sino que sólo puede recibirlo mediante la transmisión de quien posee legítimas facultades, así tampoco un cristiano puede conferirse a sí mismo un sacramento (ni siquiera el del matrimonio), sino que lo recibe administrado por la Iglesia estructurada según una jerarquía.
Todo Papa, por santo que sea, ofrece siempre un «lado humano» expuesto a la crítica. Pero es lamentable que en la Iglesia católica, que está formada por pecadores –dejemos ahora a Lutero con sus pecados–, apenas uno ocupa un cargo superior, pierde todas las simpatías que tenía y acaba en las manos de una crítica más o menos enconada. Por lo general, debe morir para que salgan a la luz sus verdaderos méritos. Ejemplo de lo afirmado es Pablo VI, tantas veces denigrado por los católicos, si bien es verdad que lo mismo sucede con los obispos y los superiores de Órdenes masculinas y femeninas. No existe sólo el clericus clerico lupus, sino también el laicus, ahora, en los tiempos modernos más que nunca, tiempos en los que cualquiera que protesta contra la autoridad de la Iglesia es proclamado por los medios de comunicación mártir o héroe nacional. Estos medios de comunicación social ejercen en la sociedad (a la que deberían servir) una autoridad y una fuerza de penetración mayores que las que ejerce la Iglesia. La Iglesia, a su vez, se ve circundada por el odio (en sentido paulino) hacia la debilidad, por el desprecio y por el ridículo (a causa de sus pretensiones).
Con lo expuesto se aclara, por fin, el fenómeno del sentimiento antirromano extendido por todo el mundo católico. Dicho sentimiento se presenta en la Europa occidental, en América del Norte y del Sur; por el contrario, los países del Este están menos afectados, ya que para ellos (como para muchos obispos medievales perseguidos por los príncipes) la autoridad de la Iglesia es un lugar de libertad. Pero en los sitios mencionados algunos se comportan como si fueran perseguidos por Roma y despojados de sus libertades democráticas. Y esto tiene lugar antes de que pueda realizarse un coloquio suficientemente objetivo y que aclare los problemas pendientes. En el Nuevo Testamento se lee que las tensiones de la Iglesia de Cristo pueden resolverse solo mediante la caridad. San Ignacio de Antioquía nos comunica que Roma posee, precisamente, la «presidencia de la caridad» y que no es cristiano criticarla a priori. Los cristianos deben saber inmunizarse contra la mordacidad fomentada sistemáticamente desde el exterior (en especial por los medios de comunicación). Grandes cantidades de firmas que se recogen contra Roma (se trata casi siempre de campañas promovidas por el clero) a causa de noticias de prensa enteramente falsas, recortadas y tergiversadas, no son hoy una novedad. Son hechos que envenenan la atmósfera eclesial y que, a la larga pero deliberadamente, preparan el camino a los movimientos cismáticos.
Quien olvida lo que he dicho al principio, que el misterio de la unidad exterior de la Iglesia está profundamente ligado al misterio de la íntima unidad con Cristo, se mueve en el ámbito espiritual usando categorías terrenas como monarquía y democracia. En este caso habría que denunciar al episcopado como una oligarquía. De hecho, el sentimiento antirromano degenera, con bastante rapidez, en un sentimiento antiepiscopal. Esta puede ser la razón por la que algunos obispos con su autoridad recibida de Cristo se esconden detrás del colectivo de las conferencias episcopales que, en cuanto tales, carecen de autoridad apostólica (dado que Cristo no instituyó ninguna conferencia, sino que quiso tan sólo la comunión eclesial). Los contactos recíprocos entre los obispos son útiles y necesarios, pero solo con el propósito de alentar e iluminar a cada uno de los pastores.
Cada estilo de guía pastoral es personal y, en consecuencia, limitado. Puede, así, ser criticado desde el punto de vista opuesto. Si un Papa viaja porque se preocupa por su grey y anhela tener contactos más estrechos con ella, la Curia o la Conferencia Episcopal italiana lo amonestan porque se interesa muy poco por los asuntos de casa. Si, por el contrario, se consagra a ellos, lo recriminan pues se despreocupa del mundo. Cualquiera que sea su comportamiento, se equivoca siempre. No hace falta enumerar aquí las expresiones vulgares dirigidas contra la Santa Sede desde la «izquierda», y las no menos obscenas que provienen de la «derecha». Baste con mencionar la fantástica historia sobre la detención del verdadero Pablo VI en los «subterráneos vaticanos» y la pretensión del Fatima Crusader (Ottawa), en nombre de «nuestra Señora», de que existe un traicionero acuerdo secreto de los Papas con Moscú. Pero, mutatis mutandis, lo mismo ocurre con los prefectos de cada una de las congregaciones (y aumenta según el grado de importancia de estas). Las distintas vías de acceso al misterio central de la Salvación son limitadas, pero esta limitación es relativa, pues las vías, consideradas individualmente, pueden ciertamente desembocar en el misterio sin límites. ¿Acaso no hacen esto las encíclicas Mystici Corporis, Redemptor Hominis y Dives in misericordia? También las visiones de las grandes Órdenes religiosas son limitadas, y sin embargo se encuentran en el infinito al que aspiran. ¿No es limitada la humanidad de Jesús? ¿No son limitadas las palabras del Evangelio, y no obstante contienen en sí mismas el infinito?
La «presidencia de la caridad» puede ser administrada de manera inteligente y eficaz, pero solo en el amor. Lo cual, en un sentido positivo, significa que cada católico que vive en la caridad tiene libre e inmediato acceso a Dios, así como la posibilidad de expresarse libremente en la Iglesia, con la única condición de que su pensamiento se exprese en el amor. Por otro lado, en un sentido negativo, la «presidencia de la caridad» no puede ser fecunda cuando en la comunidad falta la benignidad del amor. El Papa prestará atención al verdadero «consensus fidelium» (con tal que sea verdadero y no esté deformado por los medios de comunicación), y la verdadera comunidad de los creyentes, por lo que a ella incumbe, escuchará sus indicaciones, a pesar de que se manifiesten mediante la limitación de las palabras. Esta compenetración se opone a cualquier tipo de «papismo». ¿Cómo puede un «movimiento por el Papa y por la Iglesia» anteponer el Papa a la Iglesia? (parece exagerado que el Papa sea saludado en el extranjero con gritos, tal como sucedió, por ejemplo, en Bélgica y en Austria por parte de los grupos juveniles del Opus Dei). Corresponde, más bien, a un afectuoso intercambio de opiniones entre el Papa (el actual es maestro en el arte de escuchar) y los fieles, y también entre él y los teólogos, que deberían escuchar mejor más a menudo. De este modo no viajarían con tanta frecuencia a Roma para presentar problemas (casi siempre del ámbito local o nacional) –según dice el refrán: la gota a la larga socava la piedra- que ya han sido examinados exhaustivamente, y declarados irreconciliables con los fundamentos de la fe. Y, a pesar de todo, ciertos outsiders y a quienes la prensa, la radio y la televisión abren sus puertas con la única finalidad de que minen las bases de la Iglesia, viajan por el mundo con una lista fija de «problemas candentes», para convencer a la gente de cómo Roma finge no entender y en qué grado es retrógrada. Y el público, que ha llegado a ser insensible a los verdaderos valores a causa de los medios de comunicación, presta atención con mayor disposición a los extraños que están acostumbrados a mofarse de los gestos de amor (a la larga aburridos) de aquel que visita a los enfermos, a los pobres, a los que realizan labores pesadas, a los pescadores y a las tribus semisalvajes del Perú o de Oceanía. ¡Todo esto no sería más que una costosa farsa! (Jamás los católicos han hecho tantas cuentas como con los viajes del Papa).
Todo lo dicho confirma la conocida expresión de Newman: en la historia del mundo el bien permanece silencioso e inobservado, en tanto que la mentira y la bajeza se hacen oír muy bien. ¿Qué queda hoy de María Teresa de Habsburgo y de todos aquellos bribones que poseían el título de «El grande» y que han destruido interiormente mucho más de cuantas construcciones fastuosas hayan edificado (San Petersburgo, Postdam, Versalles)? Pero en lo que hemos señalado como «autodestrucción de la Iglesia» está en juego algo mucho más trágico de lo que presenta el pequeño teatro de la historia del mundo: es la profanación de lo más sagrado, del «cuerpo de Cristo», eternamente vulnerable, «que es la Iglesia». Y que somos, o debemos serlo, nosotros.
Hans Urs von Balthasar
Titre original
L’Epidemia antiromana
Obtenir
Thèmes
Fiche technique
Langue :
Espagnol
Langue d’origine :
ItalienMaison d’édition :
Saint John PublicationsAnnée :
2024Genre :
Article
Source
Communio Revista Católica Internacional 13 (Madrid, 1991), 284–291 (tr. revisada para esta edición digital)
Textes connexes