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Ascesis
Hans Urs von Balthasar
Titre original
Askese
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Thèmes
Fiche technique
Langue :
Espagnol
Langue d’origine :
AllemandMaison d’édition :
Saint John PublicationsTraducteur :
Abelardo Martínez de LaperaAnnée :
2024Genre :
Article
Source
Revista Católica Internacional Communio 22 (Madrid, 2000), 305–316. Tr. revisada para esta edición digital.
El término ascesis proviene del griego askeo, que significa trabajar un material, elaborar artísticamente, dar forma, fabricar, disponer o colocar debidamente, poner, también adornar. Significa además: esforzarse, ser aplicado, practicar, ejercitarse en algo, ensayar, ejercitar a alguien en algo. De ahí derivan los términos áskema y áskesis, que apuntan al ejercicio; ante todo, al ejercicio corporal. El asceta es propiamente el deportista en el sentido griego antiguo, puede ser también sencillamente el especialista en una práctica. Asketón es lo trabajado o realizado con arte. Se ve, pues, en qué medio se mueve este término, esta familia de palabras. Cabe destacar tres aspectos. El primero es el de lo realizado con arte, que presupone una destreza y un plan preciso de lo que se quiere elaborar. El segundo aspecto es el del esfuerzo, el producir. Finalmente, como tercer aspecto, está el esfuerzo perseverante. Se incluye aquí el aspecto del tiempo.
Si echamos un vistazo a los campos en los que se despliega esta familia terminológica está en primer lugar el artista –el significado original, como hemos visto–, y la elaboración artística: el artista en cualquier campo. Así, se dice que el zapatero es un artista, porque es un experto, un especialista. Pero es un experto en objetos que están fuera del hombre. Está luego el atleta, el experto en su cuerpo. Y por último, está el que es experto en el hombre completo, el educador del hombre. No es, pues, de extrañar que en los albores del cristianismo se aplicara el término de asceta al mártir. Diríase que él es el deportista en lo cristiano, si tomamos el término en el sentido original inglés. El término no aparece en el Nuevo Testamento, pero después se irá generalizando cada vez más en la literatura cristiana. Esta lo utiliza no solo para referirse al martirio como prestación consumada del testimonio cristiano, sino para poner de relieve la personalidad cristiana mediante la diversa ejercitación, es decir, mediante la disciplina, la renuncia, la formación –no es necesario entrar aquí en el término «formación», su sentido es suficientemente conocido–, el labrado de la imagen que hay que conseguir cincelando el material humano.
De hecho, el hombre está inserto como un microcosmos en todos los estratos del mundo, se extiende desde lo más elevado del espíritu hasta lo más bajo de la materia, desde lo más consciente a lo inconsciente; no como si se diera aquí un abismo vertical entre espíritu y materia, sino en transiciones imperceptibles de lo animal a lo vegetal y a lo material. Hay hombre por doquier. De ahí que los antiguos lo calificaran como microcosmos. Él ha de llevar a una imagen perfecta estos múltiples reinos del ser que él tiene en sí, desde la libertad hasta la ley natural. No basta con que tome ciertas decisiones grandiosas en la cúspide de su espíritu. Se trata, más bien, como Platón y Aristóteles inculcaron, de domesticar la totalidad del hombre bajo el espíritu. Aristóteles llama a esto ethizesthai, es decir, llevar el ethos incluso hasta el último rincón de lo material a través de todos los reinos; la aclimatación del espíritu en la materia.
Pero el hombre no puede ser todo a la vez. Debe sacar de ese material del mundo una figura. Se ve en la necesidad de elegir. El hombre ha de elegir qué quiere y qué puede ser. Y para elegir una cosa –pues la elección implica siempre exclusión–, debe renunciar a otras muchas cosas: a casi todo lo demás. De ahí que los griegos, desde Platón a Plotino, utilizaran siempre la imagen de la estatua que hay que cincelar. En algún lugar de ese trozo de madera se esconde la estatua. Y yo debo esculpir, debo desbrozar una y otra vez la madera hasta descubrir la estatua que en ella se esconde. En determinadas circunstancias, esta imagen que ha de aflorar puede exigir la totalidad del hombre físico y natural. El hombre antiguo tiene siempre ante sus ojos la imagen de Sócrates, que esculpió en su propia existencia la escala de valores y que, para labrar la imagen que él quiso poner ante el mundo, renunció a todo, incluso a su propia vida. Cuenta él mismo que las leyes de Atenas le salen al paso cuando se le propone huir de la cárcel. Las leyes le exigen una ética y le invitan a permanecer, es decir, a morir. La imagen de Sócrates ha iluminado toda la historia de la filosofía. Emerge una y otra vez. Cuando Boecio, en la cárcel, se rebela contra la injusticia de su condena, aparece ante él la filosofía con la imagen de Sócrates. Trata de convencerle y sigue hablándole hasta que admite que ella tiene razón. El arco se extiende desde Boecio hasta Dante, a quien se dice que, si admite ciertos compromisos, podría volver del amargo destierro a Florencia. Pero él no cede al chantaje porque tiene una imagen de sí mismo. Y renuncia a causa de ella. Pensemos en una figura como Gandhi, que tiene una idea de lo que desea mostrar al mundo con su propia existencia. Y el arte, la áskesis, el esfuerzo para presentar de modo creíble esa imagen a las naciones le exige y le cuesta la vida. Él fue capaz de plasmar su ideal, lo único necesario. Y los monjes y monjas budistas que se han quemado vivos en nuestros días han convertido su existencia en una llama que ha resplandecido como protesta contra nuestro integrismo y nuestra intransigencia cristianos.
El hombre se encuentra continuamente ante una elección, ante la necesidad imperiosa de optar por sí mismo. No sería hombre si eso no fuera así. Y ello significa, en todo caso, renuncia. Toda acción cristiana es una renuncia; renuncia a no optar, a dejarse llevar, a la dolce vita, al disfrute, al libertinaje, a las mil posibilidades que yo tendría; renuncia a todo eso porque quiero una sola cosa. Por eso, en el fondo, la cuestión no es si debo someterme a una disciplina –si soy hombre, estoy bajo una disciplina, lo quiera o no–, sino cómo la asumo, y para qué fin y con qué ideal.
Hablando a grandes rasgos diríamos que existen tres posibles ideales de ese tipo. Uno es la idea del hombre. Y la idea del hombre es la altura con la que él descuella sobre lo no humano, la altura de su espíritu y de su libertad sobre todo lo que en él es naturaleza, sobre todo aquello a lo que podrían arrastrarle sus instintos. Entendimiento significa, eo ipso, siempre libertad. No hay posibilidad alguna de pensar sin libertad. De ahí que el pensamiento sea inseparable de la decisión. Y merced a esa altura, a ese señorío con el que el hombre ha sido distinguido como soberano del mundo –como se nos dice ya en el primer capítulo de la Sagrada Escritura– tiene el hombre su nobleza frente a la bajeza; eso le hace diferente. La idea de hombre. En segundo lugar está la idea de prestación, de la obra; si se quiere, de la misión, esa maravillosa propiedad del hombre de poner algo en el mundo, de cambiar el mundo, de servir a una causa y de gastar todas sus fuerzas en una obra. Existe, además, un tercer aspecto que comienza a resplandecer en el ámbito cristiano, por lo que lo dejaremos para más adelante. Es la idea del amor. Éste, si es auténtico, apunta siempre a un tú. Quiere al tú y no al yo. Por eso, en lo más profundo, el amor es siempre renuncia.
Si nos fijamos en esos tres ideales, podemos ver que la renuncia apunta siempre, de modo razonable, a algo positivo. Cuando veo la imagen del hombre, quiero el valor supremo. Cuando veo la imagen de la prestación, quiero la acción más poderosa. Cuando tengo ante mí la imagen del amor, entonces quiero el don mayor, el más valioso.
Grecia, el país de la filosofía, erigió en nuestro Occidente la imagen del espíritu. Toda cultura es obra del espíritu, de la razón, del nous, del logos. Si leemos las Bucólicas, las Geórgicas de Virgilio veremos cómo el hombre ejerce una disciplina sobre las plantas y los animales, y cómo esto mismo a su vez ejerce una disciplina sobre él –el labor improbus, como dice el propio Virgilio–. Veremos también cómo él, en contraposición a Hesíodo, el viejo poeta bucólico que le sirve de modelo, dice que Dios privó de ligereza o facilidad al hombre no para castigarlo por haber robado el fuego, sino para cultivarlo Él mismo, para que, mediante el esfuerzo del trabajo, se pusiera de relieve lo valioso en el hombre. Toda inteligencia es ascética. Incluso Nietzsche, que tanto ridiculizó a los ascetas del cristianismo, introduce enseguida la ascesis. Y la ley de que el espíritu debe sacrificarse si quiere llegar a ser algo recorre toda la obra de Nietzsche. El esfuerzo supremo del hombre consigo mismo, hasta el heroísmo, constituye la historia del espíritu humano desde mucho antes de la aparición del cristianismo. Aparecen ante nuestra mirada imágenes que nos espantan; de un radicalismo, de una exigencia casi irracional, de una demanda que sobrepasa casi la delicada estructura del hombre. Con temor y temblor hablaron los griegos de aquellos gimnosofistas de la India que lo dejaron todo, absolutamente todo, para concentrarse en su propio interior y ser solo espíritu. India es la primera victoria rotunda del espíritu sobre la materia, la impresionante vivencia de la libertad, de la elevación sobre el mundo. Hegel expuso esto siempre así en sus tratados sobre la historia de la filosofía. De forma tan radical que todo lo demás cae en el reino de la apariencia y de la indiferencia cuando yo puedo hacerme uno con lo Último, con lo Absoluto. Si vamos a los griegos, podemos fijarnos en el viejo Homero. Los héroes que él nos pinta son héroes porque viven cercados por la muerte, jugándose la vida en cada instante por alcanzar la grandeza y la fama. El paciente Ulises se ve obligado a luchar incluso contra dioses y a pasar por mil aventuras porque la diosa le dice que debe aguantar y esperar su hora. ¡Aguante, corazón mío!, pues has vivido ya momentos perrunos, dice Ulises a su ladrador corazón. Tenemos también a ese curioso Píndaro, al que entendemos con tanta dificultad porque él ve que en el esfuerzo supremo del hombre brilla realmente lo sobrehumano. Los cantos de victoria dedicados a los héroes del deporte son, efectivamente, imágenes de lo sobrehumano. Según Píndaro, el esfuerzo supremo es a la vez la gracia de dios. Y cuando el vencedor se broncea luego al sol en la fama de su acción, y toda la familia y toda la ciudad y toda la Hélade es iluminada por su victoria, y el poeta mismo pone todas las coronas a sus pies, este no olvida exhortarle al mismo tiempo a no olvidar que sus logros se deben a la gracia de dios. Esfuerzo supremo, ascesis suprema, junto con la radiante victoria del hombre. Los hombres que los trágicos griegos ponen en escena están privados de todo valor terreno. Hablan de ocasos innumerables. Los personajes que presentan en escena son siempre los abandonados, los desnudos, los necesitados de protección. Curiosamente, son siempre reyes y personas regias; como si solo el hombre totalmente grande pudiera aguantar algo como lo que tienen que afrontar Antígona, Edipo o Ifigenia, que llega a saber que debe ser asesinada. Y vemos en Eurípides cómo ella se aviene al sacrificio voluntario por su patria.
Por consiguiente, la ascesis es muy anterior a Platón y a la filosofía que nos indica que el hombre tiene libertad como alma sobre el cuerpo, y que la virtud consiste en que él, partiendo de esa libertad, cree ahora por sí mismo un reino ordenado, una polis. Pero él puede hacer eso sólo si está por encima y si posee la justicia, la virtud que da a cada uno lo suyo, al cuerpo y al alma, a la concupiscencia y a la ira, según la medida que el espíritu tiene en la mano. Aristóteles desarrollará estas ideas. Platón dice cosas hermosas a propósito del eros, al que él reconoce como una fuerza básica del hombre y no reprime, pero a la que él sitúa en una medida cósmica que se remonta desde lo más bajo, desde el amor a un cuerpo bello, pasando por todos los estadios, hasta el amor a lo bello. Y en Fedro indica cómo hay que comportarse con el cuerpo, en ese griego amor de amistad. No todos serán suficientemente fuertes, dice él, pero el que pueda, debe intentar tener todo esto a raya, desde el espíritu, renunciando. Y el borracho Alcibíades, al final del banquete, se tambalea y cuenta cosas un tanto picantes, en concreto, cómo intentó seducir a Sócrates, y lo que pasó en aquella noche, cuando estuvieron solos y yacieron juntos pacíficamente como padre e hijo, pues aquel (Sócrates) era insobornable. Y dice que Sócrates era por fuera como la imagen de un Sileno; pero que hay imágenes que uno puede abrir (como hoy los pequeños relicarios que tienen los cristianos), y dentro hay imágenes divinas. Eso he visto yo: esa imagen divina, dice Alcibíades.
No es necesario que nos detengamos en los estoicos. Conocemos suficientemente su ascesis. Pero tal vez convenga decir una palabra sobre Epicuro, el filósofo del placer. ¿Qué significa placer? Placer es aquella calma –calma del mar, «galene» suele llamarla él– por la que el hombre posee un equilibrio del estado anímico. Eso es lo mejor, opina Epicuro. Él fue un hombre sencillo que se contentaba con poco, que dijo que no hay que apegarse a nada, y que fue valeroso en los dolores. Poseemos una breve carta que escribió en el lecho de muerte cuando padecía dolores terribles. Nos aconsejó que venzamos los falsos temores. Por eso dejó de lado a los dioses, no esperó nada del más allá, y no mucho o muy poco de los sacerdotes. En cambio tuvo en gran estima la amistad y la benevolencia. No quería nada que enturbiara la conciencia del hombre. Pues nunca puedes confiar en que algo permanezca oculto, dice él. Está en contra de la ambición de la carne y a favor del espíritu que se da por satisfecho con sus limitaciones, afirma en el postulado 20 de su filosofía. Epicuro no responde del todo a la imagen que nosotros tenemos de un epicúreo, pues eso no es un filósofo. No queremos hablar de Plotino, que apuesta todo a la carta de Dios. Soy espíritu, dice él; y todo lo demás que soy debe ser elevado hasta el espíritu; no negado, pero sí trasfigurado.
Los griegos son los creadores de la filosofía. Esta filosofía es muy dura, muy exigente. Cabría recordar al respecto lo que dijo Kierkegaard: «Ser espíritu significa vivir como muerto». Ese es el punto socrático en el que se vive. Y todos esos filósofos exigen obviamente que se actúe o se viva en consonancia con el espíritu. De esta imagen del hombre podríamos hacer muchas aplicaciones al hombre cotidiano, al hombre joven. Fácilmente podríamos desarrollar aquí una ética del amor: cómo el amor mismo es un acto personal y está ante una persona que es espíritu, cómo lo sexual es expresión de este amor y actitud común a todos los humanos y, por consiguiente, exige una medida desde el espíritu, cómo el gozo y el deleite son dados por la naturaleza al hombre (según dice Platón) como premio para el que procede rectamente con la naturaleza, un gozo que está inserto en el orden de la areté, de la destreza, como se la define en el Filebo. De ahí que todo abuso de esta función carezca de sentido, sea contrario al espíritu y a la persona. ¿Qué decir, por ejemplo, sobre la autosatisfacción en lo sexual? Es injustificable desde el punto de vista de la filosofía; va contra la razón, pues se trata de una función del amor que se consuma solo en el otro y en modo alguno puede consumarse en mí. Partiendo de este ejemplo, la mirada se dirige a la educación de la totalidad del hombre, que exige su autorrealización como dueño de sí mismo y del mundo. Él ha de ser siempre como el general respecto de su ejército: ha de gobernarlo y prestarle atención para, como dijo en cierta ocasión el padre Lippert, saber en todo momento si las agujas del cambio de vía funcionan aún y no se han oxidado. Debo constatar una y otra vez la moderación en los más diversos ámbitos de la vida: comer y beber, fumar o cualquier otro: ¿Sigo siendo señor de todos ellos? No solo en esas cosas insignificantes, sino también en otras muy nobles en las que el hombre puede contraaer una cierta adicción: por ejemplo, un músico puede entregarse a la música en exceso, puede dejarse embriagar por ella, etc. He querido aludir a estas cosas porque todas ellas están en la dirección de lo filosófico, pero todavía nada tienen que ver con el cristianismo. Tanto en la Política de Platón como en la Ética de Aristóteles se puede encontrar todo esto.
Pero esto es solo una idea estática del hombre. Lo segundo es su obra. Los griegos son filósofos; los romanos y los judíos tienen la ascesis de la obra o de la misión. Quizá todo esto esté expresado de modo insuperable en la Eneida. La situación de partida es la Troya en llamas, un pueblo vencido definitivamente, aniquilado: oprobio, ocaso, desesperación, fuego, suicidio. Y un dios susurra al oído de Eneas: ¡Has sido llamado! Él no sabe aún para qué. Pero cree en esta su misión y sale de su país llevando a cuestas a su padre que no puede andar y, de la mano, a su hijo pequeño. En la otra mano lleva a los dioses de su casa. Y pasa ahora por todos los extravíos y derrotas. Y pregunta constantemente a los oráculos: ¿a dónde conduce el camino, cuál es la pista que debo seguir? Avanza tanteando. Viene la tentación, la asiática tentación de Roma, Cartago, Dido. Es el tiempo de la batalla de Actium, el tiempo de Cleopatra, que casi se apoderó de César y se adueñó por completo de Marco Antonio. Y el dios debe despertar de nuevo a Eneas e intimarle otra vez su misión. Y si no te importa tu misión, le dice el dios, piensa en tu hijo, en Julio, del que descenderán los Julios. Entonces emprende la marcha. La mujer permanece allí y se quita la vida. Él la encontrará después en el infernum. El padre muere, las mujeres se rebelan en Sicilia y se niegan a seguirle. Pero el camino avanza, rectilíneo, a través de los doce cantos, hasta que se ha consumado.
La ascesis del que obra: solo una idea; y todo lo demás es indiferente. Al lado de Eneas hay que colocar también a Abraham. También a este le susurra al oído un dios: ¡Has sido llamado! Y viene a continuación una promesa vaga: no se sabe lo que será. Y todo Israel es esa fe, como también Roma fue una fe en su conjunto. Moisés se los lleva a todos al desierto: renuncia a las ollas de carne de Egipto. El profeta lleva al pueblo adonde este no quiere. Y finalmente, como ellos no quieren todavía, Dios los obliga a la ardua ascesis del destierro, les fuerza a entrar en el rol del Siervo de Dios; hasta el punto de que, en estos textos, no se sabe si el Siervo es Cristo o Israel. Hay que decir que se trata de ambos a la vez. Primero Israel, el resto, aquellos que hacen las veces de todos los que no quieren. Y en medio hay un núcleo ardiente, que es Jesucristo. Todo gran hombre está poseído por su misión. Eso no necesita demostración. Se sabe y basta. Y todo hombre que acepta recibir una misión, que escucha la voz, la obtiene. Es curioso cómo las obras más bellas, más gratificantes, que son fuente de gozo para millones y millones de personas, han nacido de la vida ascética tejida de renuncia. Casi no nos atrevemos a imaginar el grado de exigencia y de renuncia a que hubo de someterse aquel hombre joven que compuso las 650 obras del catálogo de Köchel y que murió a la edad de 35 años. ¡Cuánto sufrimiento y cuánta renuncia se esconden en esa música grandiosa! Sabemos qué paliza supuso para Schubert y para Schiller esta forma cotidiana. Y de Goethe nos hacemos, probablemente, una idea equivocada. Hay que leer su obra Las afinidades electivas, hay que leer sus Años de aprendizaje de Wilhelm Meister, subtitulados «Los que renuncian»; y hay que saber cuánto sufrió Goethe bajo la figura del que no renuncia, desde Clavijo hasta Fausto y hasta Eduardo. Los ejemplos son legión. Pero el hombre que tiene la riqueza de su tarea está por encima de todos los deleites prefabricados de la cultura moderna. Como cristiano, uno puede reírse de la autárkeia de los griegos, y decir que el pensar que me basto a mí mismo, la autarquía, es arrogancia. Hay ahí algo de verdadero. Un viejo amigo judío que vive ahora en América me dijo en cierta ocasión en tono de broma: Cuando estoy solo, estoy en mala compañía, pero interesante. El hombre que tiene una misión jamás puede aburrirse. Está siempre ocupado en algo. Quizá dé la impresión de ser ambicioso, pero si se le pregunta por sus motivos profundos se verá que no le importa su fama personal, sino que se trata de una especie de fama objetiva. Se trata de que el asunto resplandezca. No importa si hay reconocimiento o no. Lo importante no es que lo haya hecho yo. Pero del gozo de haberlo hecho, de eso viven muchos hombres hoy: técnicos, investigadores, médicos y otros muchos que se consumen en un servicio del todo impersonal, en el ethos por una gran causa, aunque sea la de volar a la luna.
Solo después de todo esto viene ahora lo tercero, lo cristiano. Y esto cristiano sobrepasa los dos puntos de vista precedentes, sin privarlos por ello de valor. Porque el orden en el hombre es bueno, tal como lo exigen los griegos. Debe existir a toda costa. Pero pudiera ser que, si el hombre no tiene otra cosa en su cabeza, se convierta en un fariseo, en un egoísta, en un esteta que cultiva su bella personalidad humana. ¿Y si todo fuera entrega? Esa entrega es buena, pero el hombre tendría que preguntarse: ¿Vale la pena lo que hago? Ahí fracasan hoy muchos. ¿Cuánta entrega auténtica cosechó y aceptó Hitler? ¿Cuántos sacrificios auténticos le fueron ofrecidos? ¿Qué ascesis exige del hombre la era técnica, el trabajo en la fábrica o en la oficina? ¿He de sacrificar mi vida personal e irrepetible para conseguir pequeñas mejoras técnicas de una aspiradora o la venta de un artículo que, en el fondo, me resulta tan indiferente como cualquier pez que pulula en las profundidades del mar? ¿Es que he nacido para eso? ¿Es esa mi obra? He ahí un interrogante que quizá es hoy más palpitante que en la época de los artesanos y de los agricultores, cuando cada cual podía prestar una aportación personal, aunque fuera modesta.
La filosofía, la sabiduría del mundo, ofrece aquí una palabra, la última, a saber, el servicio al todo, la integración en el todo. Nos enseña eso Platón en su República. Nos lo enseña Hegel. Nos lo enseña Marx. Pero ese todo ¿podría ser tal vez también lo carente de sentido, lo cruel, lo monstruoso que engulle los corazones vivientes? Y aflora ahora una última y ciega esperanza en el sentido de ese todo que, en los tiempos modernos, vemos más como una evolución total. Probablemente, se podría formular del siguiente modo esa esperanza ciega: porque me vuelco por completo, por eso no puede carecer de sentido el todo. Sí, la arrogancia campa a sus anchas en el mundo del hombre. Arrogancia impuesta, voluntaria, pero cuán próxima a la desesperación.
Lo cristiano dice, además, algo completamente distinto. Dice con toda sobriedad: Dios te ama. Y te ama hasta la muerte, hasta la muerte en cruz. ¿No quieres responder con el amor a ese amor? Este es el mensaje cristiano y luego la ética cristiana. Ahí se puede integrar lo otro: Sé un hombre, sé espíritu, sé libre para que puedas dar a Dios todo el amor como respuesta a su amor. Y segundo punto: Dios ha hecho todo por ti, y ahora te llama a su servicio para que cooperes en su obra. ¡Abraza, pues, tu misión y vocación! Esto supuesto, no ha lugar el preguntar ni el titubear, pues el amor que responde es en todo caso razonable y fecundo. Tanto si es posible calcular el rendimiento mundano de la evolución del todo como si no. Este amor de Dios que nos ha demostrado en Cristo su amor absoluto es la clave para toda la ascesis cristiana. Tanto allí donde se consuma la ascesis humana natural como allí donde ella añade algo propio y nuevo.
Podemos ejemplificarlo de nuevo claramente en lo sexual, pues lo sexual está de alguna manera en el centro de lo cristiano. Puesto que lo cristiano es amor, hay que insertar aquí un sentido nuevo y totalmente positivo. La filosofía como tal tendrá siempre una cierta reserva, exigirá una superación, un dejar atrás. Lo cristiano, en cambio, va en la dirección opuesta. La filosofía va del hombre a Dios. En lo cristiano, Dios viene al hombre. Se afirma definitivamente al hombre. La totalidad de la vida humana se convierte en una parábola, en una expresión y en un recipiente de amor y fidelidad eternos. Eso es lo que sucede ya en el Antiguo Testamento y lo que se confirma de modo definitivo en el Nuevo. El matrimonio cristiano entre hombre y mujer es imagen del amor eterno entre Dios y el hombre. Así interpreta Pablo el matrimonio humano. Y exige una entrega total del uno al otro a la vista de la entrega de Dios al hombre: Vosotros, los maridos, tened los mismos sentimientos de Cristo con la humanidad, con la Iglesia, y viceversa. Por tanto, el acto, que ya en el ámbito filosófico era un acto del hombre entero, hecho de naturaleza y de espíritu, es elevado y transfigurado en un amor gracioso entre personas humanas. El amor al prójimo adquiere aquí una suprema posibilidad humana que está totalmente impregnada del amor divino. Si se tiene presente esto, entonces los problemas sexuales, aunque en lo concreto puedan seguir siendo difíciles y amargos, en su conjunto se tornan traslúcidos y se afrontan con seriedad desde su mismo centro. Entonces se comprende, por ejemplo, qué significa tener presente, cuando dos personas inician una relación o durante el período de noviazgo, la seriedad del amor total que ambos se quieren regalar; qué significa permanecer en esa distancia mutua que puede percibir la totalidad del tú. Indudablemente, eso implica renuncias difíciles. Pero debo aceptar esa renuncia si quiero poder vivir el amor cristiano en un sentido pleno más tarde, después del tiempo en el que los instintos me llevan. El amor debe estar presente también cuando ya no cuento con ese aligeramiento y, sin embargo, debo mantener hasta la muerte un voto de fidelidad.
Aquí subyace el misterio profundo –hablo para cristianos creyentes– de que Dios se hizo carne, como se dice en Jn 17, para tener poder sobre toda carne mediante su humillación hasta la muerte, mediante su amor que renuncia. El insondable misterio de la eucaristía dice que ahí un cuerpo se entrega hasta el extremo, es derramado y se hace fecundo; y que, frente a ese misterio, el hombre, la Iglesia y la humanidad en su totalidad, deben tener una conducta nupcial, como apunta el Antiguo Testamento y consuma el Nuevo, para recibir la semilla de Dios –la expresión procede de Juan– con la humildad de la Esclava del Señor.
¿Qué líneas se pueden trazar desde aquí, desde las posibilidades del amor del hombre natural, hasta estos modos divinos sumamente misteriosos y eficaces del amor físico-espiritual? Aquí tiene su sitio la idea de la virginidad. El que pueda comprenderlo que lo comprenda, dice Jesús en el Evangelio. ¿Ser célibe por el reino de los cielos? ¿Para qué? ¿Porque el amor es algo peligroso? No, sino porque el amor más grande de Dios puede exigir que una persona responda, se entregue y esté plenamente disponible. En el origen de esa disponibilidad está una imagen maravillosa: la imagen de la Virgen-Madre que se convierte en madre por su virginidad porque pone a disposición de Dios su cuerpo y su alma, como una esposa, y a la que Dios, de modo inconcebible e indecible hace fecunda como esposa y como madre. Todo lo que en la historia de la Iglesia, en la historia de las órdenes religiosas recibe el nombre de consejos evangélicos tiene ahí su origen y su sentido. Una persona no se recluye en un convento para cultivar su personalidad o porque el mundo sea malo, sino en aras del amor más grande, para estar totalmente al servicio del amor de Dios. Al igual que Dios se entregó sin reservas a todo el mundo en Cristo. Santa Teresa del Niño Jesús no se cansa de repetirlo. Inseparable de esa exclusividad del amor, que se hace visible en María, es la pobreza. ¡Dios mío! ¡No quiero tener nada para mí mismo! ¡Dispón tú de todo! La Iglesia, los pobres, el mundo pueden tenerlo todo. Y es inseparable de la obediencia. En ella se viene a decir: no quiero dirigirme, conducirme y determinarme a mí mismo, sino que estoy disponible. Hágase en mí según tu palabra.
No comentaremos aquí cómo esa disposición básica se concreta en diversas formas de vida. Pero sí diremos que una persona puede estar plenamente disponible, por ejemplo, llevando una vida contemplativa, como María de Betania en el Evangelio: ella ha elegido la mejor parte; ella quiere solo a Dios, solo el amor de Dios. Y este amor contemplativo es lo más fecundo que existe en el cristianismo. ¿De qué otro modo se explicaría que Teresa del Niño Jesús llegara a convertirse en patrona de las misiones? Están luego las formas de vida activa en la Iglesia: estar a disposición del reino de Dios para lo que sea necesario. Y están las posibilidades de estar a disposición del reino de Dios en una profesión profana, como sucede hoy en los institutos seculares: trabajo en mi puesto como jurista, como médico, como periodista o en la profesión que sea. ¿Por qué no he de vivir esa profesión con un amor que permite el Evangelio?
Charles de Foucauld dijo en cierta ocasión que todas estas formas de vida son seguimiento inmediato de Cristo, que vivió 30 años como trabajador en el mundo, que pasó 40 días en el desierto entregado a la oración y al ayuno, y que, finalmente, estuvo a disposición del reino de Dios durante tres años, no más de tres años, en el ministerio apostólico activo. En el mundo, en el convento, en el sacerdocio, en todos los sitios es el mismo y único amor que, visto humanamente, es una renuncia (la renuncia está expresada en los consejos evangélicos), pero que, como amor, nunca lleva cuentas de la renuncia, sino que se limita a estar disponible. La finalidad de los consejos evangélicos es la de ayudar a que el hombre haga sitio a Dios, a las necesidades de Dios.
Pero Pablo nos dice en la Primera carta a los Corintios que el espíritu de los consejos evangélicos debe estar eficazmente presente en toda existencia cristiana porque todo cristiano ha muerto con Cristo al mundo, al viejo Adán, al hombre viejo, y ha resucitado con Cristo como hombre nuevo no a un cielo lejano, sino al mundo nuevo, que es Jesucristo mismo, el Resucitado. Puesto que cada cristiano ha expresado esa renuncia plena en el bautismo, en la alianza bautismal, en las promesas del bautismo, por eso, los que poseen han de vivir como si no poseyeran, los casados como si no estuvieran casados, y los que disponen como si no dispusieran. Todas las funciones humanas están ahí, pero todas ellas han sido elevadas al amor único de Dios, a lo absoluto del amor que todo lo domina desde la altura (no desde la lejanía). Es posible que eso no sea fácil, que debamos sentir la tensión de nuestra existencia cristiana y que debamos preguntarnos cada día cómo hay que compaginar todo esto. No hay recetas al respecto. La única solución es vivir y superar la prueba. En la decisión cristiana de cada día y de cada momento surge la pregunta: ¿Qué es lo que se me exige ahora: que use y que disfrute como todo el mundo, o que me eleve y renuncie en aras de una causa mayor? Cuando uso y disfruto, eso tiene que tener un sentido cristiano más elevado y ha de encajar en un plan global de la existencia cristiana. Esa es la libertad de la que habla Pablo en la carta a los Gálatas. Se consigue esa libertad mediante la ascesis positiva del amor. Porque solo la ascesis cristiana es positiva del todo. Lo decíamos antes: el filósofo, el hombre que está fuera del cristianismo está de camino, desde su condición de hombre, hacia Dios. Busca lo absoluto. Por eso, fuera del cristianismo la huida del mundo es la tendencia dominante. India, Sócrates, Platón, estoicismo, neoplatonismo … Siempre cae una sombra sobre la finitud; siempre parece caer el velo de Maya. En el ámbito cristiano, Dios se hace hombre, y la totalidad del hombre se convierte en expresión del amor de Dios. Es una gozada ser asceta, es decir, convertirse cada vez más en un instrumento del amor cristiano. Se trata de una imagen del hombre que merece la pena, pues, en el fondo, no es necesario renunciar a ninguna función auténticamente humana, por ejemplo, a las pasiones, calificadas de malas por los estoicos. No, ellas son buenas si están en orden. También el amor corporal –¿qué amor no es siempre también corporal, pues no hay un amor puramente espiritual como tampoco hay un hombre puramente espiritual?–, también el amor corporal forma parte del hombre y necesita ser trasfigurado de modo positivo por el amor más elevado, mayor, el mayor posible. El amor mismo es la ascesis más dura, pues el amor exige el desprendimiento continuo, la amabilidad, la obsequiosidad, la hospitalidad y cuantas formas imaginables puedan darse. Léanse las exhortaciones que Pablo dirige a sus comunidades: en realidad, todos los preceptos se condensan en aspectos y facetas del amor. El hombre siempre debe renunciar a algo para tener algo que dar.
Tampoco debemos instrumentalizar el hecho de que el amor tenga una finalidad en sí mismo, o dicho de otro modo su gratuidad. El amor es hermoso tal cual es, y tiene sentido en sí mismo. Tampoco se puede instrumentalizar a Dios, que es el Amor. ¿Qué puedo hacer con el capítulo del amor al prójimo? Nada, dejarlo como está, permitir que florezca. Ese amor es lo absoluto que vive y palpita ya en nuestro tiempo. Lo más importante de todo es el don libre. Y la pregunta que el hombre debe plantearse y con la que deseamos concluir es la siguiente: ¿Cómo puedo licuarme y donarme por completo, convertirme en luz pura y en agua pura? ¿Cómo puedo convertirme en lo que Pablo llama fragancia para Dios y para los hombres?
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